La Habana es una calurosa ciudad del Caribe que, entre abril y septiembre, puede sobrepasar los 40 °C. El calor es un antagonista de la literatura cubana desde el siglo XIX, cuando el poeta modernista Julián del Casal tituló Nieve (1892) uno de sus libros, que llegó a publicarse en la Ciudad de México con prólogo de Luis G. Urbina. O desde que Virgilio Piñera nombrara Aire frío (1959) a una de sus más conocidas piezas teatrales, donde el personaje de Luz Marina se queja de que, en “pleno noviembre”, se está “achicharrando”.
Tal vez por eso corrió con tan buena fortuna la expresión “deshielo” para referir el breve momento, entre 2014 y 2016, en que se restablecieron nexos diplomáticos entre Estados Unidos y Cuba y la economía y la sociedad de la isla vivieron un alivio superficial y pasajero. La metáfora, de resonancia soviética, parecía designar el descongelamiento de una zona tórrida sin remedio, condenada a las altas temperaturas en nombre de la continuidad.
Aunque efímero o ilusorio, el deshielo logró alguna presencia en la literatura de la isla. Escritoras y escritores cubanos han atisbado ese momento localizable entre la reapertura de embajadas en diciembre de 2014 y la muerte de Fidel Castro en noviembre de 2016 como un umbral hacia un futuro posible que súbitamente se clausuró. Lo dice Carlos Manuel Álvarez con transparencia en un pasaje de su libro La tribu. Retratos de Cuba (Sexto Piso, 2017), cuando asegura que el ritmo de la historia de Cuba parecía haber pasado del maratón a los cien metros planos, pero con un pueblo “dopado” o “grogui” por una prolongada mistificación de la historia.
La Habana del deshielo, o mejor, La Habana de Obama como locación de un video de Camila Cabello, aparece también en el filoso libro de prosas de Ena Lucía Portela, Con hambre y sin dinero (Unión, 2018). Allí se escenifica el desencuentro entre la ciudad que sufre la escritora y el ícono con que fantasea el turista, el diplomático, el fellow traveler o el agente literario. Mientras una es “calurosa, húmeda, llena de bichos y ruidos, a sus horas violentas, apagada, misérrima, loca, jodida, puerca y definitivamente mierdera”, la otra es “una metáfora, un símbolo… Del fracaso, a lo mejor. Del ingente vacío que nos dejan las ilusiones perdidas”.
La Habana, ciudad donde el hielo se licúa a toda velocidad en el vaso de ron, como en el filme Suite Habana (2003) de Fernando Pérez, ve caer en cámara lenta unas gotas de agua desde los altos balcones. La poeta Fina García Marruz habló de esas gotas como concentrados de múltiples esencias con que la ciudad santigua al transeúnte. En Travelling (Rialta, 2018) de Reina María Rodríguez, la memoria de la ciudad se confunde con la memoria del agua en una afluencia que, desde el puerto de La Habana, atraviesa el Golfo de México y remonta el cauce del Mississippi.
El lapso del deshielo, con su concierto de los Rolling Stones, su rodaje de Fast and Furious y su desfile de Chanel, con las selfies de Beyoncé, Rihanna y las Kardashian es la fecha al pie de la trama de Personas decentes (Tusquets, 2022), la última novela de Leonardo Padura. Desde las primeras páginas, el fenómeno se califica como un momento en que aquella “ciudad narcótica, de perfumes, luces, tinieblas y fetideces extremas” poco a poco “deja de parecerse a La Habana” o alcanza la mejor versión de sí misma.
En la narrativa de Padura, como en casi toda la que se escribe dentro y fuera de la isla desde hace tres décadas, es ya un tópico el testimonio de la destrucción de la ciudad y el desahucio de sus habitantes. En piezas anteriores de Padura, como La novela de mi vida (Tusquets, 2001), se producen contrastes de tiempo en los que La Habana en ruinas del presente se mira en el espejo de un pasado de esplendor. Ese recurso es aún más tangible en esta novela.
Desde un inicio se introduce otro tiempo: La Habana anterior a 1910, poco antes de que la cola del cometa Halley se acercara a la Tierra, cuando la capital vivía una pujante modernización. Padura capta el despegue de la ciudad con el Paseo del Prado iluminado, la procesión de Cadillacs, Stutz y Fords, la abarrotada tienda El Encanto y el nuevo tranvía eléctrico. Por supuesto que también había pobreza en aquella Habana, pero un hedonismo anterior al apocalipsis parecía dominar el espíritu de la ciudad.
La ubicación de la trama paralela en esa Habana es, también, un mecanismo para crear simultaneidad entre la muerte en una balacera de Alberto Yarini (1882-1910), el legendario proxeneta y dandy del barrio de San Isidro, y el asesinato, en la época del deshielo obamista, de un burócrata, represor y censor de la cultura cubana en los años sesenta y setenta, encarnado en la novela por el personaje de ficción Reynaldo Quevedo.
Lo ficticio del personaje de Quevedo es relativo, ya que sus atributos (dogmatismo, mezquindad, despotismo, caída en desgracia, intentos de reivindicación oficial) son perfectamente reconocibles y documentables en funcionarios de la cultura cubana como Luis Pavón Tamayo, Armando Quesada, Jorge Serguera y muchos otros que los han sucedido hasta hoy en el poder. Las muertes de Yarini y Quevedo son episodios de justicia dudosa, que facilitan el diálogo de la ficción con la historia de Cuba.
En ese diálogo, como en El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009), la novela somete al pasado a una lectura revisionista, sobre todo, frente a la caracterización de Yarini en la historia oficial. Como se lee en publicaciones institucionales, y a pesar de matizaciones como las de Réquiem por Yarini (1965), la pieza teatral de Carlos Felipe Hernández, o la película Los dioses rotos (2008) de Ernesto Daranas, Yarini personifica todos los males del ancien régime cubano de la primera mitad del siglo XX: “superficialidad, ambición, egoísmo, juego, drogas, prostitución, santería”.
El Yarini de Padura es un mito popular, con todas las ambivalencias de las celebridades construidas desde abajo. Su figura acoge los rasgos del patriarcalismo caribeño, pero no es ajena a una dimensión patriótica e, incluso, cívica. Su vocación política y su acercamiento al Partido Conservador son tomados en serio en la novela, y establecen un claro contraste con la otra víctima, el burócrata Quevedo, censor de algunos de los mejores escritores y artistas cubanos de mediados del siglo XX, como Servando Cabrera Moreno y Raúl Martínez, José Lezama Lima y Virgilio Piñera.
También el contraste entre los dos tiempos, 1910 y 2016, trazado acaso con exceso de simetría, expone los devaneos traumáticos de la historia de Cuba. Si el primer tiempo es quiliástico, armagedónico, saturado del imaginario catastrofista del choque con el cometa Halley, el segundo es de euforia y reconciliación con la normalidad, a la espera de la llegada de Obama. En ambos tiene lugar una epifanía habanera, aunque de signo contrario.
Y epifanía habanera, a través de los tiempos de Cuba, hay también en otro libro reciente: Cómo conocí al sembrador de árboles (Tusquets, 2022) del escritor cubano afincado en Barcelona Abilio Estévez. Como en su anterior Archipiélagos (Tusquets, 2015), novela ambientada en agosto de 1933, cuando tuvo lugar la revolución que derrocó al dictador Gerardo Machado, las escenas del pasado de la isla se superponen en este nuevo libro de relatos de Estévez. Ahí está la Revolución de la Chambelona de 1917, contemporánea y sin conexión alguna con la bolchevique de Rusia. Y la de 1959, “año de la otra Chambelona cubana, la más devastadora”. Y la masacre de los oficiales negros de la guerra de independencia en 1912, un duelo a machetazos en plena calle en 1913, el triunfo del boxeador Kid Chocolate en 1931, el ciclón del 44 o cada 20 de mayo en que se conmemoraba el nacimiento de la República y se declamaban décimas que referían “lindos pájaros”, “auras de libertad”, “mortales desmayos” y “alegrías florecidas”.
El concepto de nostalgia ya no resulta pertinente para significar la representación de la historia en las ficciones de Estévez. En esas evocaciones, a diferencia de las de Padura, el presente aparece como algo más que un descalabro o una frustración. La realidad de la isla ha revasado a tal punto sus antecedentes, lo mismo en el periodo republicano que en el revolucionario, que remite a una dislocación. El “paisaje del pasado”, como asegura el primero de los relatos desde su título, “ya no existe”.
La epifanía habanera, en una zona de la literatura cubana, describe una relación traumática con la historia. Que el episodio del deshielo, con su espectacular pragmatismo, se sume a la larga cadena de desencantos de la experiencia de la isla, puede marcar el anticlímax de esa traumatología. Se llegaría así al grado cero de la promesa, a una tachadura del futuro en la mirada, que deberá enfrentar las ficciones del pasado a su propia ingravidez.
Imagen de portada: William Henry Jackson, Paseo del Prado, La Habana, ca. 1900. Library of Congress