Los hombres son más hijos de su tiempo que de sus padres.
Marc Bloch
Hace casi dos décadas Amin Maalouf (Beirut, 1949) publicó en Francia su ensayo Identités meurtrières, en el que de forma simple y didáctica abogaba por una ampliación humanista del concepto de identidad. A pesar de sus veinte años, este pequeño libro del Premio Goncourt 1993 y Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2010 adquiere una resonancia escalofriante a la luz del recrudecimiento de los choques identitarios en Europa y merece una relectura pausada. La necesidad de pertenecer a un colectivo, ya sea cultural, religioso o nacional, conduce en muchas ocasiones a temerle al otro, y a querer negar su existencia. Porque, dice el autor, no hemos logrado construir un humanismo abierto que rechace a la vez la uniformización planetaria y el repliegue hacia la tribu. Hoy el malestar es aún más evidente: un vistazo rápido a los titulares de cualquier periódico o noticiario del siglo XXI demuestra que la humanidad se ha estandarizado bajo la globalización (conducida por la batuta de las multinacionales) mientras que los grupos sectarios extremistas florecen. Desde luego esto no sólo sucede en la llamada Unión Europea, sino que vemos cómo prosperan aberraciones identitarias como Daesh en Siria o Iraq y resurge el KKK en Estados Unidos, cuya distorsionada visión del mundo tiene cientos de miles de fieles seguidores. El uso de la tecnología para transmitir mensajes propagandísticos esencialistas o milenaristas que llevan al famoso “choque de civilizaciones” planteado por Samuel Huntington en 1996 parece ser una de esas profecías que no creímos que se fueran a cumplir.
Evocar grandes tragedias como las guerras civiles en la exYugoslavia, Irlanda del Norte, Argelia, Ruanda o su propio Líbano natal le sirve a Maalouf para ilustrar la complejidad trágica de los mecanismos de identidad. Religión, nación o clase social han sido tradicionalmente los ejes primordiales de la identidad, pero la jerarquía entre estos componentes identitarios no es inmutable y si se agita la fórmula los comportamientos cambian. “En la actualidad, sin embargo, basta con echar una mirada a los diferentes conflictos que se están produciendo en el mundo para advertir que no hay una única pertenencia que se imponga de manera absoluta sobre las demás”, afirma Maalouf. El yugoslavo de antaño pasó a ser bosnio y a definirse como musulmán en la actualidad. “Allí donde la gente se siente amenazada en su fe, es la pertenencia a una religión la que parece resumir toda su identidad. Pero si lo que está amenazado es la lengua materna, o el grupo étnico, entonces se producen feroces enfrentamientos entre correligionarios”. Sobran ejemplos: turcos y kurdos comparten la misma religión, la musulmana, pero tienen lenguas distintas que los distancian; en Ruanda tanto hutus como tutsi son católicos, y hablan la misma lengua, pero eso no ha impedido que se masacren. Hacerse un examen como el que hace el autor sobre su historia personal sirve para alejarse de prejuicios y generalizaciones: de esa forma evitaremos tener que elegir entre la negación del otro o la de uno mismo, el integrismo o la desintegración. Hoy son evidentes los estragos de llamamientos bíblicos como el de George W. Bush el 6 de noviembre de 2001 tras los atentados de las Torres Gemelas en Nueva York para lanzar una cruzada contra el terror: “o están con nosotros o contra nosotros”. Similarmente, la forma de alienar a parte de la población más marginal durante las revueltas de 2005 en París por el entonces ministro del Interior Nicolas Sarkozy al tratarlos de “escoria” (racaille) e intentar resolver el problema social mediante la fuerza sólo ha llevado a un mayor enconamiento de la problemática social. La semántica y la condescendencia no son inocentes en atizar el fuego, y Maalouf nos recuerda que su vida de escritor le ha enseñado a desconfiar de las palabras.
“Lo que hace que yo sea yo, y no otro, es ese estar en las lindes de dos países, de dos o tres idiomas, de varias tradiciones culturales. Es eso justamente lo que define mi identidad”. Maalouf comienza por hablar de su experiencia personal para reivindicar una identidad compleja, definida por varios elementos o pertenencias que no son mutuamente excluyentes. Ser francés y libanés no significa tener partes iguales ni tener que elegir entre ambas para encontrar una esencia o fuente única y primordial. La configuración o “dosificación” de influencias múltiples varía según el individuo y puede ser sumamente enriquecedora si la vive con total libertad, logrando así asumir su diversidad. Pero ante la riqueza del mestizaje, optamos por compartimentos cerrados, etiquetas en las que queremos encasillar a las personas y presionarlas para que elijan una identidad estática. Y no es casual que Maalouf use la primera persona del plural para señalar a los responsables del esencialismo, que no sólo son fanáticos y xenófobos: “por esos hábitos mentales y esas expresiones que tan arraigados están en todos nosotros, por esa concepción estrecha, exclusivista, beata y simplista que reduce toda identidad a una sola pertenencia que se proclama como pasión”. Reducir al individuo a una pertenencia de la que se esperan actos, opiniones y que justifican crímenes colectivos es altamente peligroso. El antídoto es abrazar la suma de nuestras influencias adquiridas a lo largo de la vida; ni una serie de identidades yuxtapuestas, ni un patchwork o mosaico. “Mi identidad es lo que hace que yo no sea idéntico a ninguna otra persona”, suena a obviedad pero Maalouf nos recuerda el consabido “conócete a ti mismo” de Sócrates y también hace referencia a Freud, aunque reconoce que su cometido en Identidades asesinas es más modesto. Sin embargo, en su calidad de migrante Maalouf analiza sus sentimientos ambiguos hacia la tierra que abandona y la sociedad que lo acoge, planteando una exigencia de reciprocidad de ambas partes. Así, recomienda: “primero a los ‘unos’: cuanto más os impregnéis de la cultura del país de acogida, tanto más podréis impregnarlo de la vuestra; y después a los ‘otros’: cuanto más perciba un inmigrado que se respeta su cultura de origen, más se abrirá a la cultura del país de acogida”.
Desmenuzar los prejuicios en torno a las religiones, en particular el islam, es otra tarea pendiente para evitar caer en descalificaciones esencialistas. Si bien Maalouf forma parte de las minorías cristianas de Oriente, conoce los entresijos culturales del Medio Oriente y aconseja precisamente evitar los complejos de superioridad y analizar las confesiones no desde un punto de vista doctrinario, sino desde el desempeño de sus practicantes a lo largo de la recta histórica. “El siglo XX nos habrá enseñado que ninguna doctrina es por sí misma necesariamente liberadora: todas pueden caer en desviaciones, todas pueden pervertirse, todas tienen las manos manchadas de sangre: el comunismo, el liberalismo, el nacionalismo, todas las grandes religiones y hasta el laicismo”, asevera Maalouf. Nadie tiene el monopolio del fanatismo ni de lo humano, y agrega que “con demasiada frecuencia se exagera la influencia de las religiones sobre los pueblos, mientras que por el contrario se subestima la influencia de los pueblos sobre las religiones”. Todas las religiones han tenido épocas de esplendor y de oscurantismo y han recorrido el péndulo de la tolerancia/fundamentalismo. Para el autor, “las sociedades seguras de sí mismas se reflejan en una religión confiada, serena, abierta; las sociedades inseguras se reflejan en una religión pusilánime, beata, altanera”. Aunque ya puestos a pedir, mejor que un mundo en el que ya no hubiera sitio para la religión sería un mundo en el que “la necesidad de espiritualidad estuviera disociada de la necesidad de pertenecer a algo”. A esa dialéctica hay que sumar la modernización y sus consecuencias disruptivas en la identidad. A lo largo de la historia siempre ha habido civilizaciones importantes que se han ido pasando el testigo sin nunca lograr dominar el mundo. Es la civilización occidental, fecundada en Europa, que desde hace 500 años se ha erigido como la hegemónica. Pero esa posición dominante de la civilización occidental hace que las otras estén supeditadas, en una posición periférica, algo que provoca sentimientos de exclusión y dolor. Abandonar una parte de sí mismo para abrazar el cambio de la modernidad implica desgarros; una crisis de identidad. Cuando el proyecto de modernización a la occidental fracasa durante la fase del nacionalismo independentista, como en el mundo árabe-musulmán, la gente se vuelca hacia la pertenencia religiosa como paliativo. La caída del bloque comunista, que procuraba una sociedad sin religión, y el advenimiento de la globalización son dos factores que encauzan una mayor búsqueda de espiritualidad, que lamentablemente se materializa en forma de radicalismo religioso.
Existe una brecha entre lo que somos (“seres tejidos con hilos de todos los colores que comparten con la gran comunidad de sus contemporáneos lo esencial de sus referencias”) y lo que pretendemos ser, miembros de tal comunidad y de tal otra, dice Maalouf. El legado vertical, el de nuestros ancestros, y el horizontal, el de nuestros contemporáneos, compiten ferozmente en una batalla entre uniformidad y universalidad. Los pueblos temen ser estandarizados, pero los derechos universales deben prevalecer sobre las tradiciones, ambas realidades parte de la globalización. Al igual que advierten Chomsky y Herman en el libro Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media, Maalouf señala que a pesar de la diversidad de voces y medios sí existe un claro riesgo de dominación, por no decir americanización, liderada por los medios de comunicación. Y en este contexto aparecen las tribus planetarias, aquellos grupos que procesan una fe, de tal forma que su adhesión a ella iría más allá de la pertenencia a una nación, una raza o una clase social. Para evitar la proliferación de estas distorsiones, de estas identidades asesinas, Maalouf nos insta a “domesticar la pantera”, un animal que puede matar en cautiverio o en libertad, pero sobre todo, que no podemos abandonar a la naturaleza si está herido. “Que no debemos convertirlo en objeto ni de persecución ni de condescendencia, sino que hemos de observarlo, estudiarlo con serenidad, comprenderlo, y después amansarlo, domesticarlo, pues de lo contrario no podremos evitar que el mundo se convierta en una jungla”. Para muchos lectores Identidades asesinas no cumple con los parámetros del ensayo e intenta analizar demasiados temas desde la primera persona, pero su rechazo del fatalismo es prueba de lucidez y sabiduría. El humanismo abierto que plantea es esperanzador, pero ante los esperpentos identitarios del siglo XXI, resulta inquietante.
Imagen de portada: François Olislaeger, Irán, 2008.