El destino de la poesía siempre fue la música. Pero esto no es nuevo: condenada a volver a ese espacio de donde había surgido —condena, ésta, que no sólo implicaba regresar sobre los restos que le había dejado la épica (de los que, si le creemos a Lukács, surgiría la tragedia) sino signar, en ese retorno, su propia destinación, a la manera de un exterior que la contenía—, la lírica se desvió, errando por senderos luminosos u oscuros vericuetos de las voces que, a veces, sin quererlo, la encerraban en reglas cada vez más estrictas. Por ello, si acaso es posible entender las reglas de la versificación lírica como un constante alejarse de su punto de partida, es decir, de la música, podríamos decir que el tiempo de la poesía no es, no puede ser el presente sino en la medida en la que éste se manifieste como una imagen, un mínimo desliz hacia lo anterior, un recuerdo que se mueve. Un símbolo. Porque del presente nos queda una huella que siempre podremos interpretar como verdadera pero de cuya verdad nunca estaremos del todo seguros. Para crear un símbolo es necesaria una profesión de fe. La poeta polaca Marie Krysińska estaba completamente convencida de ello: “El autor del Cantar de los cantares, igual que todos sus colegas de la Biblia, era ya simbolista”, lo que equivale a decir que construía en su poesía un mundo escindido entre la imaginación, los sueños y la realidad material; “quizá también Homero y, más recientemente: Gauthier, Baudelaire, Hugo, Heine, y en general todos los grandes poetas”, dirá Krysińska en la introducción a Intermedios —una cátedra de literatura francesa en diez movimientos—, tercer y último estadio de su obra poética, cuyo primer tomo, Ritmos pintorescos, frase que repetirá, a manera de subtítulo, en los dos tomos subsecuentes, es nada menos que la definición misma del verso libre. Aunque pintoresco quizá no sea la mejor traducción: pittoresque, atesta el Littré, refiere a una “brusca oposición de la luz y de la sombra” y se ocupa, al menos desde el siglo XVIII, para clasificar obras literarias en las que impere ese contraste primigenio. En español, a primera vista, faltaría lo chocante, lo estrafalario, que sin embargo está en la historia tras estos poemas: una mujer que se niega a seguir las reglas de la versificación francesa y se propone reconciliar, musicalmente, la poesía escrita y la pronunciación moderna. No pudo menos que chocar, molestar, intimidar a quienes detentaban la hegemonía de las formas. “Forma y ritmo han dejado de ser sinónimos de simetría”, afirma Krysińska: “medida es una palabra compleja y vasta que, en la música, sobrevuela subdivisiones variadas al infinito”. Ritmos pintorescos (1890), Alegrías errantes (1894) e Intermedios (1903) son, en verdad, uno y el mismo libro, cuyos temas erran para tocar su destino, “pues es condición sólo del Arte alcanzar, sin transición, el Absoluto”. Destino, entonces, entendido no como trayectoria sino como errancia. La oposición radical del telos y el arché, del origen y la destinación —o bien, el movimiento propio del archivo, según lo define Derrida: borrar(se) en el mismo gesto que pretende visibilizar(lo). La poesía es siempre ya música que se borra a sí misma y Krysińska, música de formación, parece haber entendido que en esa errancia —destinerrancia, dirá Derrida en conversación con Catherine Malabou, donde propone que sólo perdiéndose se puede llegar a un destino— se encuentra la única posibilidad de liberar al verso. Comienza adaptando poemas de Baudelaire, Verlaine y Hugo a versiones musicalizadas que ella misma habrá de interpretar. En esa adaptación encuentra el medio para trasladar ya no el sentido de las palabras sino su disposición. Hace de la poesía, música.
Destino: entre 1882 y 1884 publica sus primeros poemas en algunas de las revistas parisinas que mejor circulaban entre poetas y críticos: Vie Moderne, Chat Noir y Libre Revue. Errancia: viaja en 1885 a los Estados Unidos y no vuelve a París sino hasta 1886. En ese periodo se desataría “una verdadera campaña en pro de la nueva fórmula poética, por lo demás sin que fuésemos invitadas a figurar entre sus filas”. Gustave Khan publicará en 1902 su panfleto Simbolistas y decadentes, en el cual, dice Krysińska, sólo menciona de ella una firma, la firma de una persona que no conoce. “Era yo”, dice, “esa persona, y ese poema, ‘La Lechuza’”, citado por Kahn como su posible y “bárbaro” antecedente, “fue el único poema en verso libre que Vie Moderne tuvo jamás”. Personne, en francés, también significa nadie. Krysińska es esa persona. En el análisis de este expediente podemos aducir muchas razones en torno a la exclusión de Krysińska de los textos oficiales del simbolismo. En al menos tres textos (“Sobre la nueva escuela”, su respuesta a Anatole France publicada en 1891 en la Revue Indépendante; el prólogo a Alegrías errantes y, finalmente, la introducción a Intermedios que he venido citando) ella misma señala, consigna, denuncia dicha omisión: Krysińska reclama la “prioridad en las fechas”, “la prioridad en una iniciativa, buena o mala”: “ellos pronunciaron en incontables ocasiones la frase ‘grupo inicial’ y jamás asociaron a ella nuestro nombre”, dice, pues para ella es claro que “una iniciativa que viniera de una mujer […] puede ser considerada como proveniente de ninguna parte y pertenece por derecho al dominio público”. En un punto de la lectura de estos tres textos —que no son los únicos en los que Krysińska demuestra que, en efecto, sus poemas en verso libre eran anteriores a aquéllos de los parnasianos—, merced a una especie de impotencia, no podemos sino sentir que estamos frente a una relatoría judicial mucho más que ante un conjunto de textos sobre estética y teoría literaria. “Siempre se puede decir lo verdadero en el espacio de una exterioridad salvaje”, dice Foucault, “pero no se está en lo verdadero sino cuando se obedecen las reglas de una ‘póliza discursiva’”. Póliza doble: por un lado, las reglas de la versificación francesa; por otro, de mucha más férrea disciplina, las reglas del mundillo literario francés que, a fuerza de creernos europeos —u olvidarnos subalternos— hemos convertido en nuestro canon. Ese movimiento que consiste en coordinarse para hacer desaparecer a una poeta es, en el fondo, etimológicamente, un asunto policial. Un archivo legal. El único testigo que reconocerá a Krysińska como precursora del verso libre será Verlaine, quien, en su entrevista con Jules Huet afirma, hablando de la nueva escuela: “¿Dónde están sus novedades? ¿Acaso no Arthur Rimbaud —y no lo felicito por eso— ya había hecho todo eso antes que ellos? ¡E incluso Krysińska!”. Verlaine no es el primero, ni el último, que colocará a Krysińska al lado de Rimbaud. ¿Se trata, entonces, de un caso de violencia (literaria) de género? ¿Hacer desaparecer de la historia de la literatura a una mujer por el simple hecho de ser mujer? ¿Para qué? Allende un análisis exhaustivo de la poesía de Krysińska —fundamentales para este texto han sido los de Paliyenko, Wierzbowska y Brogniez—, uno en el que se demuestre no sólo la concordancia de sus postulados teóricos respecto a sus poemas sino el desarrollo, en éstos, de una teoría estética de la talla de la mallarmeana, podemos decir que el problema en el que se inscribe la completa ausencia de Krysińska de la historia de la literatura francesa —y, más profundamente, si creemos todavía en la categoría de Goethe, de la literatura universal— es precisamente un problema de destino: el romanticismo imperante en la crítica literaria de finales del siglo XIX no le permite al grupo hegemónico reconocer que detrás suyo estaba una mujer, la cual, para colmo, ni siquiera era poeta, ya no digamos “francesa”. No sólo no inventan el verso libre sino que, en el fondo, los simbolistas son profunda, recalcitrantemente románticos: niegan el postulado acerca de la individualidad del Arte para afirmar que el genio es algo que los precede, que les guía la mano. Ahí también Krysińska tiene algo que decir, por cierto: al negar la explicación de la evolución de las formas hacia su perfección y afirmar que las excepciones forman en sí mismas la regla, Krysińska adelanta el programa lingüístico saussuriano: “las reglas [poéticas] están hechas de hallazgos aislados y constatados”. Hallazgos aislados, es decir, individuales, que, del mismo modo que el “habla” para Saussure, conforman la “lengua”. Krysińska concluirá que la evolución de las formas literarias es “eminentemente racional”. ¿Praxis, entonces? Puede ser. “Es normal que la palabra hablada tenga su reflejo fiel en la poesía escrita contemporánea”, sencillamente porque, aunque no los veamos, estamos rodeados de símbolos. Ésa es la novedad: la poesía, para Krysińska, no es sino una dimensión más de la vida de los individuos cuando demuestran una propensión a la creación. Por ello, no ha menester de una fórmula específica de versificación que la aleje de su musicalidad. Todo lo contrario: de lo que se trata el verso libre es de “expresar en lengua clara, sin superficialidad, un pensamiento, evocación, descripción o confidencia que valga la pena”. Eso es, básicamente, toda la poesía del siglo XX y lo que va del XXI. Pero hay más, pues para Krysińska sólo hay verso libre cuando “su carácter de obra equilibrada [entre Lógica y Armonía] no pueda ser objeto de duda por parte de un lector o un escucha competente”. Reconocemos el verso libre, dice, si su “proposición rítmica y su musicalidad se afirman con evidencia”. Es decir, el destino del verso siempre fue la música, siempre fue la libertad. Pero en la libertad no caminamos: erramos, nos perdemos. El verso libre está destinado a regresar a Krysińska. O a no ser tal.
Imagen de portada: Clémentine-Héléne Dufau, La Fronde, 1898, National Gallery of Australia