A Nathalie Léger (París, 1960) le tomó tiempo llegar a la escritura. De sus comienzos en el teatro, al lado del gran director Antoine Vitez, conservó su pasión por la luz y la iluminación. Después vino su gusto por los archivos, que la llevó a dirigir en la actualidad el Instituto de Memorias de la Edición Contemporánea (IMEC), donde compiló los últimos cursos de Roland Barthes en el Collège de France bajo el título La préparation du roman (2003) y editó su impresionante Journal de deuil (2009). En 2006 se inauguró como autora con Les vies silencieuses de Samuel Beckett. A este libro siguieron L’exposition (2008), Supplément à la vie de Barbara Loden (2012) y La robe blanche (2018). En 2020 publicó Suivant l’azur, dedicado a su esposo Jean-Loup Rivière, fallecido en 2018. Desde un principio, su obra fue galardonada con importantes premios y reconocida por la singularidad tanto de los temas que aborda como de su escritura.
Su obra se caracteriza por recurrir a una forma híbrida que combina ensayo, relato y diario (de trabajo, de duelo). ¿Su elección se debe a cierta desconfianza respecto a la novela o incluso a cierto hastío?
Ni desconfianza ni hastío… De hecho, la forma híbrida siempre ha estado presente en la historia de la literatura. Si pensamos en la Vita nuova, de finales del siglo XIII, Dante no duda en alternar prosa y verso, mezclando canto y relato en sus comentarios. Era lo ultracontemporáneo de lo que mucho más tarde hemos llamado la Edad Media. Quizás la gran narración novelesca —como se la denominó en el siglo XIX—, que restituye el mundo en un relato en prosa abarcador, muy homogéneo, borró de nuestra memoria la inventiva de la novela. En el fondo, de ahora en adelante, podríamos designar como “novela” la capacidad, el poder de contar de cualquier manera. La novela es la forma más adaptable, capaz de contener a las demás, de mezclarlas todas, desde el reportaje deportivo al epitalamio. Lo que busco, creo, es justamente la mayor libertad de organización existente, la posibilidad de cambiar de registro, de asociar o romper —al menos así lo imagino—. Después, hay que decirlo, una hace lo que puede. Hablando de eso, vuelvo a su formulación, a la idea de elección. ¿Acaso un escritor escoge su forma? Ah, si tan sólo pudiéramos controlar todo, ordenarlo… pero más bien las formas nos atrapan, un ritmo nos conduce, las imágenes nos obsesionan.
El arte parece estar al centro de su escritura, ya sea mediante la fotografía (L’exposition), el cine (Supplément à la vie de Barbara Loden), el performance (La robe blanche), aunque no hay imágenes al interior de ninguno de sus libros. A su parecer, ¿qué une las artes visuales y la literatura? O, más bien, ¿su intención sería invertir la supuesta superioridad de la imagen sobre la escritura?
La cuestión del arte en el relato y la de la relación entre escritura e imagen no es del todo la misma. A mí me interesa inscribir una práctica en lo que escribo —gestos, una poética— y no un pensamiento acerca de la representación. Por ejemplo, ¿qué pasa cuando una mujer, durante su vida entera, se hace fotografiar, poniendo en escena el triunfo de su belleza o el duelo por sus perros, como lo hizo la condesa de Castiglione? ¿Cómo filmar el itinerario de una mujer abandonada, como lo intentó Barbara Loden? ¿Por qué atravesar Europa en vestido de novia con la convicción de salvar el mundo, como Pippa Bacca? Toda práctica implica su dramaturgia, cuando se sobreexpone y cuando queda fuera de cuadro. Y he intentado capturar en la escritura esos estados. Respecto a la imagen, diría que es una secreta incitadora, pues hace posibles nuevas relaciones y, en ese sentido, tal vez tiene el mismo poder que la metáfora, ya que desplaza, reordena, permite decir a veces algo esencial porque lo hace de modo distinto, porque apunta/mira hacia otra parte. Debo decir también que no hago distinción alguna entre Barbara Loden, Bruce Nauman o Virginia Woolf, lo cual dificulta todo, como si hubiera en lo que hago un malentendido inicial. Añadiría también que hay cosas esenciales que no podemos decir, sino a condición de pasar por algo más. La realidad es tan indistinta, tan espesa y es muy difícil extirparse de su masa confusa. Al configurar esa masa de pensamientos, al esbozar formas, las obras permiten salir de la indistinción: alejan, separan, permiten discernir, tal vez incluso comprender. Pero pienso en algo más, en el “buen efecto debilitante” del que hablaba Samuel Beckett. Lo utilizaba para explicar lo que el uso del francés le permitió: una lengua extranjera le dio la posibilidad de encontrar su voz, cuando la de James Joyce, su maestro, se lo impedía en inglés, pues volvía sin cesar a una especie de exceso suntuoso que sin embargo le estorbaba. Debilitar, filtrar, alejar. Yo podría decir que el arte es mi lengua extranjera. Como Cindy Sherman podría decir: “That’s me. That’s me. That’s me”. Pero al recurrir a la obra de esas mujeres, me alejo de mí. Zigzagueo entre recuerdos de obras que utilizo a lo largo de mis relatos para designar un punto que no lograría alcanzar de otra forma. Por eso la novela es una forma espléndida. Permite incluirlo todo. Y el desorden por fin cobra forma.
El epígrafe de La robe blanche, proveniente de El buscador de huellas, de Imre Kertész, habla de la necesidad de reparar la injusticia, pero también de la impotencia ante la tarea. Para usted, ¿el deber de la literatura consistiría en hacerle justicia al pasado?
Si existe un espacio fuera del poder y, por ende, fuera de todo deber, es justamente el de la literatura. Sin embargo, su pregunta me interesa, porque me permite precisar un punto: si en algunos de mis libros quise decir lo que mi madre no supo o no pudo decir, y si hacerlo me permitió desplegar un relato novelesco que asocia elementos documentales, autobiográficos o biográficos; si quise hablar por ella, fue porque le retiraron toda palabra. Y aunque así, tal vez, haya contribuido a reparar la flagrante injusticia cometida en los tribunales, no asigno un deber a la literatura. Por cierto, y tiene razón en señalarlo, lo que más me interesa, en efecto, es la impotencia cuando no se consigue. Pero no es lo más importante ni, mucho menos, un deber de la literatura. Ningún deber, sólo tentativas, un proceso incierto, el mayor desorden capturado como tal por la sintaxis.
La relación con su madre está presente en cada uno de sus libros, a través de conversaciones y del relato discontinuo de la historia con su esposo, el padre de usted, quien la abandonó. Transcribe su incesante exigencia de que su hija la defienda e incluso la vengue. Esa exigencia me hace pensar en la voluntad de Annie Ernaux de “escribir para vengar su raza”. ¿Sería también su intención?
Existen, desde luego, ideas obstinadas que conforman el nervio de una obra y también existen frases que testimonian la terquedad insensata y necesaria para escribir. Por supuesto que eso no resume una obra, pero sin duda le da su línea vibratoria. Marguerite Duras insistía en cuán necesario era reparar la injusticia que sufrió su madre al comprar tierras inundables y en cómo establecía un vínculo explícito con su voluntad de escribir. Resultaría imposible enumerar la totalidad de maneras en que cada escritura busca recuperar, mediante una forma singular, la fuerza de la experiencia, su extrañeza o su violencia, su emoción, pues la única cuestión que cuenta es saber cómo la escritura transformará la experiencia: ¿cuál voz utilizar?, ¿cuál construcción?, ¿qué ritmo? ¿Qué forma toma el “magma de palabras y emociones” del que habla el escritor Claude Simon? ¿Qué distancia lo permite? ¿Cuál astucia? Por mi parte, yo no “transcribo” la exigencia de mi madre, como lo sugiere usted, más bien, la construyo —es muy distinto—. De hecho, puedo afirmar que mi madre me ordenó vengarla y, a la vez, nunca me lo pidió. Y eso es justo lo interesante. Su voz nunca dejó de suplicarme, pero su voz se mezclaba con la mía, hacía de mí su ventrílocuo y también es posible que la hija haya pedido la venganza para su madre. Todo es verdadero en esa historia, pero verdadero en cuanto resulta habitado por una verdad aún más interesante.
Aunque encontramos en su obra una dimensión autobiográfica importante, no habla de usted. Sus libros, con excepción del que le consagró a Beckett, se enfocan en la dolorosa historia de algunas mujeres: la condesa de Castiglione, Barbara Loden, Pippa Bacca, su propia madre. ¿Se trataría de rastrear una genealogía femenina o, incluso, una estirpe del fracaso? O más bien, ¿le interesan sus diferentes maneras de interrogar la propia imagen? Así podríamos leer La robe blanche como el relato de un fracaso o L’ exposition como el de una decadencia.
Creo que me interesan más las afinidades que la genealogía y la imbricación más que el linaje. Y quizás no es tanto el fracaso lo que me resulta interesante, sino la derrota, el desinterés, la evasión. En la derrota, todo sigue en movimiento. Existe un posible arte de la derrota, pero no del fracaso. Durante mucho tiempo creí que el núcleo de mis tres libros era poner a prueba la posibilidad de contar la historia de una mujer (que puede ser mi madre u otra), decir su desdicha, la injusticia que se cometió contra ella. Pero es cierto que la cuestión de la imagen del cuerpo de las mujeres, la representación de sí o su cuestionamiento, esa figuración dolorosa, incierta, alimentada por la ilusión, hecha de órdenes y de limitantes, es un tema vertiginoso. Ahí quizás se encuentra el centro exacto de lo que he intentado hacer. Al inicio tomó la forma de una pesquisa y, como una sola no bastaba, tuve que continuar con cada libro. Partí en busca de esas mujeres: era algo que se hacía poco cuando comencé, ahora es más recurrente. Al querer hablar de mi madre, hablé de esas mujeres y, al hablar de esas mujeres, busqué el punto ciego que nos unía.
Volver lo íntimo público parece una de las principales exigencias de la literatura contemporánea. Suivant l’azur, especie de diario de duelo, interroga esa “experiencia que no concluye nunca”, que es su manera de definir el duelo. ¿Por qué escribir acerca de un tema tan doloroso?
El dolor es una voz tiránica. No tenemos elección en momentos así. Todo parece tan desolador, destruido y, sin embargo, la escritura permanece. Obsesiona y calma. Consuela. Ante el abismo, era el único borde del que podía asirme y lo hice de manera obstinada, sin que me importaran los cuestionamientos sobre el exceso de exposición de ese desastre íntimo. La escritura se inventó para decir la brutalidad de la muerte. Desde Homero, sabemos que la literatura es un canto de lamentación. Aunque no se limite a decir la muerte, pues es capaz de enunciar con exactitud todo, la literatura marca el tempo de lo que perdimos para siempre, la pérdida que puede hacernos enloquecer.
Imagen de portada: Kōshirō Onchi, Cine, 1929