“¿Han oído hablar de Ayotzinapa?”, pregunto a un grupo de niños y niñas de quinto grado de primaria. Responden a coro que no. Me sorprende el consenso. No esperaba que gritáramos “¡Vivos se los llevaron!”, pero creí que tendrían alguna idea. Insisto: “¿No les suena el número 43?” Y allí un niño se apresura a responder que sí, pero no logra explicar nada más. Su compañera de banca intenta: “¿Es algo de unos estudiantes?” La noche del 26 de septiembre de 2014 policías municipales, estatales y federales, miembros del ejército, sicarios y un observador de inteligencia militar perpetuaron, con sus propias manos y armas o en calidad de testigos cómplices, la desaparición forzada de 43 estudiantes y el asesinato de seis personas, tres estudiantes y tres civiles, entre ellos un joven futbolista de 15 años. A esta “etapa material”, así llama al primer momento del “operativo” el periodista John Gibler, le siguió una “etapa administrativa” que consistió en ocultar los hechos y fabricar una explicación de lo ocurrido; una perversa “verdad histórica” que pretendía cerrar el caso y proteger la extensa red narcopolítica, y que ha retrasado enormemente el proceso de esclarecimiento y justicia. En septiembre de 2014 la mayoría de los niños y niñas a quienes lancé esta pregunta tenían cinco años de edad. Naturalmente nadie les explicó entonces qué había ocurrido. ¿Quién hubiera querido sumirlos en semejante desasosiego? ¿Dónde acomodar un horror así de paradójico: cuidarte de quien debería cuidarte? Más de cinco años después, ¿deberíamos contarles? ¿Es necesario hablar a niños, niñas y jóvenes de otros niños, niñas y jóvenes torturados, desaparecidos y asesinados? ¿Explicarles qué es el terrorismo de Estado? ¿Preguntarnos con ellos dónde están 43 estudiantes que recién habían empezado sus clases? Me he planteado estas preguntas muchas veces en mi trabajo como mediador de lectura y como escritor; he preguntado a otros creadores, editores y mediadores. La respuesta es siempre la misma que imagina Cristina Bautista, madre de Benjamín Ascencio Bautista, normalista desaparecido: “Pienso que sí. Para que no se olvide.” Vuelvo al salón de quinto grado de primaria. Es septiembre de 2019, inicio un nuevo ciclo de lecturas y se acerca el día del quinto año sin saber dónde están. Planeo leerles La composición de Antonio Skármeta y Alfonso Ruano para detonar una conversación sobre Ayotzinapa. Ya he compartido con estos niños otras lecturas, cuando iban en cuarto grado, y sé que pueden dar un paso adelante como lectores y ciudadanos críticos. “¿Es algo de unos estudiantes?”, pregunta la niña. Y les digo que sí. “Hace cinco años desaparecieron a 43 jóvenes que estudiaban para ser maestros en una escuela de un lugar llamado Ayotzinapa. No sabemos dónde están; un grupo de criminales se los llevó, pero no sabemos a dónde ni cómo…” No digo mucho más. Espero. No hay preguntas. Miro de reojo a la maestra; creo que está incómoda. Recuerdo a una amiga mediadora que me cuestionó sobre la pertinencia de abordar este hecho con ellos. ¿Me equivoqué? ¿Tengo derecho a seguir sin conocer la voluntad de la maestra o de los padres? Por más confianza que tenga en el grupo, son niños de diez años; no puedo ser explícito ni fatalista. Lanzo mi ancla y continúo: “Hoy les voy a leer un libro que se llama La composición, que se conecta de alguna forma con Ayotzinapa. Ustedes deben descubrir cómo.”
“El día de su cumpleaños a Pedro le regalaron una pelota…”. Leo y se van iluminando los circuitos. Cuando la historia ya ha dejado claro que Pedro vive en una ciudad donde los militares son una amenaza y, mientras él juega futbol, desaparecen a la gente, los niños y niñas empiezan a hacer conexiones complejas que revelan su capacidad de hablar del tema. Recupero dos comentarios que lo ejemplifican y que surgieron mientras leía, no al final; debido a que les lancé un desafío, estaban escuchando la historia políticamente activados. “Ah, ya sé”, dice uno, “es como en la película sobre los nazis, la de El niño con el pijama de rayas”. “¿Cómo?”, le pregunto. “Sí, los soldados se llevan a la gente para matarla.” Me sorprende la claridad de esta deducción y sus alcances. Este niño nos está diciendo que, en su experiencia, este libro cuenta algo que ha ocurrido otras veces, a otras personas, en otros lugares. Traza una continuidad histórica hasta la noche de Iguala. Abre múltiples vías para adentrarnos en la lectura. Los personajes militares se vuelven más peligrosos, la tensión dramática en el libro (y en nuestra sesión) se refuerza. Aunque no se diga qué pasa con el papá de Daniel, un amigo de Pedro al que se llevan los militares, con esta información que aportó el niño ahora sabemos que puede ser grave. ¿Los soldados se llevaron a los estudiantes de Ayotzinapa? ¿Qué pasó con ellos? ¿Los mataron? Nadie lo formula en voz alta, pero sé que algunos, como muchos de nosotros, empezarán a hacerlo. ¿No tienen derecho los niños y niñas a plantearse estas preguntas también? Sigo leyendo. Apenas un par de líneas después, otro niño se adentra todavía más: “Es como el caso de la guardería ABC.” Su comentario nos saca de órbita un microsegundo. Sé que ha hecho una conexión cruzada, ideológica, pero no es evidente. ¿Qué es como la guardería ABC? ¿Cómo se relacionan los soldados que se llevan al papá de Daniel y el trágico incendio en la guardería? ¿Trenzó este niño una serie de relaciones sobre el abuso de poder? No me queda claro, así que le pregunto: “¿Por qué como la guardería ABC?” Él responde: “Porque es una injusticia.” Ya estamos completamente fuera del libro, pero con el libro en las manos. Este lector ha continuado la línea de pensamiento, de deducciones colectivas e individuales. En el transcurso de una misma página fuimos del terrorismo de Estado como crimen específico a la impunidad como fenómeno a gran escala que enmarca éste y otro tipo de delitos en México. ¿Se resolvería en el libro el destino del papá de Daniel? ¿Le habría ocurrido lo que en otras dictaduras a los desaparecidos? ¿Vivimos una especie de dictadura o Estado fascista en México? ¿Habrá justicia para los estudiantes de Ayotzinapa como la que seguimos esperando para tantos otros casos en México? Tantas preguntas posibles y apenas vamos en las primeras páginas de La composición. El comentario de este lector nos coloca en un contexto de denuncia y nos recuerda que los niños y niñas también se enteran, temen, se enojan y quieren justicia. Insisto en la autonomía de estos lectores. Yo sólo había planteado una primera pregunta. Nada más. No sabía qué iba a ocurrir ni los presioné para que empezaran a hacer suposiciones y participaran, pero abrí la puerta. Eso suele bastar para que ellos pasen. El cuento de Pedro arrancaba y quería que continuaran en él y experimentaran la ficción, así que les dije que habían encontrado muy pronto buenas conexiones, pero que mejor las retomáramos al final. Entonces vivimos una proyección fascinante en el salón.
Sigo leyendo y mostrándoles las ilustraciones de La composición cuando toca el turno de la maestra. Ya no parece incómoda, está atenta. En el libro, un capitán del Ejército visita la escuela de Pedro, entra a su salón y la maestra dice: “De pie, niños, y bien derechitos.” Le pregunto a la maestra de la vida real si quiere leer la frase. Lo hace y automáticamente los niños siguen el juego y se ponen de pie. Esta transformación performática de un espacio de lectura es preciada para los lectores, no sólo por su carácter lúdico; también, según Michèle Petit, por sus múltiples implicaciones simbólicas: imaginación colectiva que estrecha lazos sociales, trasposición de su realidad para habitar la ficción, proyección de escenarios posibles, etcétera. Entiendo entonces que yo, al frente de la clase, con el libro en las manos, debo convertirme en… “Buenos días, amiguitos. Yo soy el capitán Romo y vengo de parte del Gobierno”, leí. El capitán les informa que habrá un concurso de composiciones, ensayos, y que el mejor se llevará una medalla de oro que será entregada por el presidente del país. El texto dice que el capitán “puso las manos tras la espalda, se abrió de piernas con un salto, enderezó el cuello levantando un poco la barbilla” y dijo: “¡Atención! ¡Sentarse!” Hice mi parte y ellos también: se sentaron entre risas. Enseguida, el capitán les indica cómo se titulará la composición: “Lo que hace mi familia por las noches”. Los oigo contener la respiración y sobresaltarse a medida que continúo leyendo: “Es decir, lo que hacen ustedes y sus padres desde que llegan de la escuela y del trabajo. Los amigos que vienen. Lo que conversan. Lo que comentan cuando ven televisión. Cualquier cosa que a ustedes se les ocurra libremente con toda libertad. ¿Ya? Uno, dos, tres: ¡comenzamos!” Los niños de la vida real identifican perfectamente que el militar es una amenaza y, esa libertad, una trampa. Les preocupa Pedro y su familia, pues ya saben que ellos están contra la dictadura y que escuchan la radio de la resistencia en las noches. Los niños en el libro empiezan a hacerle preguntas al capitán. Los niños en el salón leen: “¿Se puede borrar?”, “¿Se puede hacer con bolígrafo?”, “¿Cuánto hay que escribir, señor?” “Dos o tres páginas”, respondo. Los niños en el libro protestan, los de la vida, también, los invito a que al mismo tiempo digan fuerte: “¿Dos o tres páginas?” El militar cede: “Bueno, que sean una o dos.” Este diálogo introduce un subtexto significativo: el capitán es una autoridad pero es posible reclamarle. Subvierte la relación de poder adultocentrista en favor de los estudiantes. Y lo hará todavía más en el desenlace del libro.
Tiempo después, el capitán vuelve con las composiciones ya leídas; los felicita, les regala un dulce y les comunica que nadie de ese salón ganó. Luego, en su casa, Pedro les cuenta a los padres del concurso y lee su composición. Allí demuestra que él también está contra la dictadura y es capaz de resistir y quebrarla. No revela lo que hacen sus padres, se inventa un rutina ordinaria para el capitán. Incluido que juegan ajedrez. “Habrá que comprar un ajedrez, por si las moscas”, dice el papá. En otro momento Pedro le había preguntado a su padre si él, igual que el papá de Daniel, estaba contra la dictadura. Cuando el papá le responde que sí, Pedro teme que también se lo lleven preso. El padre le dice que no será así y entonces Pedro pregunta: “Papá, ¿yo también estoy contra la dictadura?” La madre interviene: “Los niños no están en contra de nada. Los niños son simplemente niños. Los niños de tu edad tienen que ir a la escuela, estudiar mucho, jugar y ser cariñosos con sus padres.” Pedro ya conoce esas “frases largas” que lo dejan en silencio. Pero al final demuestra que sí, los niños y niñas también están en contra del autoritarismo, y que debemos tomarlos en cuenta. Contarles es contarlos. De manera espontánea, cuando termino de leer la historia, uno de los niños grita: “¡Re-sis-ten-cia!” Es una palabra que aparece varias veces en el libro, incluso dibujada como grafiti en una pared. Todos gritamos varias veces “¡Resistencia!” Retomamos brevemente la conversación sobre las injusticias. Pero ya no hay mucho tiempo y prometo que el próximo lunes continuaremos. Agradezco a la maestra su tiempo y ella me sonríe. “Pasó de la tensión, a la atención”, me dirá después una colega. La composición resuelve algunas preguntas y abre otras, sin paralizar a los lectores, al contrario. Salgo del salón y por la ventana veo a un niño en el interior que alza un puño y gesticula. Leo en sus labios, otra vez “Resistencia.” Quizá la próxima sí podamos gritar “¡Vivos los queremos!”
La siguiente semana entro al salón y antes de dar los buenos días alzo el puño y grito: “¡Re-sis-ten-cia!” Los niños y niñas responden igual: “¡Re-sis-ten-cia!” Hablamos del libro, de Pedro y de cómo relacionaron la lectura con los 43 estudiantes de Ayotzinapa, y enseguida empiezan a compartir la noticia del quinto aniversario de la desaparición. El grupo ha crecido en siete días: unos vieron imágenes de la manifestación en la tele y otros la oyeron en el radio, uno cuenta que hay un monumento con un 43 “gigante” y otro que vio un campamento en la calle de Reforma, y que los padres de los normalistas desaparecidos fueron a la marcha y salieron en internet… Traigo otro libro: El maestro no ha venido, escrito por Marcela Arévalo e ilustrado por Natalia Gurovich. Les cuento que Arévalo se basó en las desapariciones forzadas y lo dedicó a los 43, y que fue su manera de hacer algo al respecto. Luego de leérselos empiezan a teorizar sobre qué pudo haber pasado con los estudiantes y deciden que también quieren hacer algo para exigir justicia. Algunos escriben y dibujan carteles con 43 lápices o plantitas que dicen “¿Dónde están?” o “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”; otros, cartas a los propios normalistas desaparecidos, a sus padres (“lamento su pérdida, les escribo esta carta para darles fuerza, alegría […] A mí me daría miedo si desaparecieran a mis papás. No quiero saber cómo se siente pero me doy una idea…”) y hasta al presidente (“Sr. Presidente, si ustedes tienen a los 43 estudiantes, les exigimos que nos los regresen por favor, porque todas las familias están preocupadas porque no aparecen, por favor, regrésenlos.”)
Todos intentan darles fuerza. “Yo estoy con ustedes”, “yo sé qué se siente”, escribe una niña; otra sólo dibuja dos nubes llorando lluvia, otro, una manifestación y agrega “Protestar sin violencia.” Les piden que no estén tristes, aseguran que sus hijos van a aparecer. Y me doy cuenta de que la mayoría de estos niños tiene la esperanza intacta. Creen que los normalistas regresarán vivos. “Este año los van a recuperar y sin un rasguño”, escribe uno. He hablado con varios de los padres de los 43 recientemente y comparten esa esperanza. Luminosa expresión de resistencia en el oscuro desvelo. Hablan en plural: “Los vamos a encontrar”, “Exigimos que nos los regresen…”. En dos sesiones el grupo pasó de ignorar qué había sucedido y qué eran las desapariciones forzadas a sentirse parte y escribirle cartas al presidente. Sus elaboraciones reflejan que saben más de lo que creen o expresan (no están al margen ni son ajenos a lo que ocurre) y comprueba que abrir preguntas en espacios de escucha atenta y compartir lecturas detona acciones y pensamiento crítico. Se ha tratado de emanciparlos como lectores, como dice María Teresa Andruetto en su texto “Resistencia”, que a su vez dialoga con El espectador emancipado de Jacques Rancière. Escribe Andruetto:
En el acto de leer ligamos en todo momento lo que vemos con lo que ya hemos visto o dicho o hecho o soñado. En ese poder de asociar y disociar, en recorridos que de tan particulares son únicos porque ir hacia lo desconocido es descubrir, es “profundizar allí dónde uno hace pie y lo pierde”, como dice Jorge Larrosa citando a Peter Handke, reside la emancipación de cada uno de nosotros como lector.
Me llevo las cartas y dibujos. Les digo que la siguiente semana podrán terminarlos y decidiremos qué hacer con ellos. Además, les leeré Ah, pajarita, si yo pudiera de Ana María Machado, con otra protagonista que no sigue órdenes, actúa para vencer el miedo y consigue justicia. Y sucede. Antes de salir grito: “¡Porque vivos se los llevaron!”. Y ellos responden: “¡Vivos los queremos!”
Los títulos que ilustran este texto son parte de una secuencia de lectura que el autor propone en su blog Linternas y Bosques, disponible aquí
Imagen de portada: Diseño de Ilustradores Otros Mundos A.C. en solidaridad con Ayotzinapa. BY-NC