Mi ratón adolescente dice que nunca había probado unas quesadillas tan exquisitas como las que solita hizo el domingo y tiene para los incrédulos, como prueba irrefutable de su talento, el testimonio de haberse comido tres y no dos como acostumbra. Si pudieran ver lo que veo en sus ojos mientras lo cuenta una y otra vez, correrían a pedirle veinte quesadillas, la abrazarían fuertísimo y tendrían que inventar que un bichito se les metió en el ojo para justificar su llanto. No quiero cantar victoria, pero creo que hemos construido los cimientos de la rutina: sigue presentándose puntual, bañada, vestida y desayunada a las 8:30 am, pasa toda la mañana en su pantalla-salón de clases, pone la mesa para la comida, riega sus helechos, hace ejercicio por una hora, escucha la misa de san Gatell, luego el yoga, las pijamas, las preguntas, las historias. Ahora, además, tenemos quesadillas. Así siempre serán buenos nuestros días.
Ella se quedó con el comedor y yo con la mesita de lectura. Durante toda la mañana cada quien hace su vida a ocho metros de distancia. Si coincidimos una, tres o cinco veces en la cocina o en la puerta del baño, nos saludamos con alegría. Hoy, en pijama y de camino por el primer café del día, me llamó con los brazos y me pidió bailar juntas frente a la pantalla la cumbia del coronavirus. Repito, en pijama. La pantalla significa su salón: todos sus amigos. Y con una reverencia previa acepté la mano que me extendía y entre carcajadas bailamos gozosas. Quién dijo: “Mamá, ¡qué oso!”. Punto para el coronavirus. Cuando esto comenzó (ya sé que esto apenas empieza) pero cuando el principio que aún no termina comenzaba, tenía mucho temor de que la convivencia intensísima e ineludible desgastara la compleja y difícil relación entre un carácter como el mío y el de un ratón adolescente. Para mi sorpresa, ha sido todo lo contrario; no sé si sea la aceptación de lo inevitable o la perspectiva que dan circunstancias como estas, pero mi carácter y su adolescencia han decidido reordenarse y navegar por el más bello de los mares. La felicidad profunda siempre me ha generado miedo; muy temprano me convencí de no merecerla y cada vez que la toco me invade la sensación de que algo espantoso está por sucederme. Así, en medio de este mágico re enamoramiento entre mi ratón y yo, me distraigo un minuto y escucho al bicho contándome las horas.
Con ocho metros de distancia de 8:30 am a 2 pm y a tres semanas de esta nueva vida, puedo reconocer su agenda escolar como si habláramos de mi familia. Dos llantos incesantes de niños entre tres y cinco años; clase de francés, sollozo de bebé mezclado con un par de risas traviesas que juegan; es hora de ciencias, tres (cuando menos) perros ladrando; matemáticas. Me he acostumbrado a sus voces, los movimientos en sus casas, a sus hijos, sus mascotas, sus formas de silencio. “¿Oye Mila, la de las once estaba enojada?”, “Es francesa, ma.” Claro. Íbamos a sobrevivirnos sin mayores contratiempos y hasta con utilidades según mis proyecciones, hasta que supe hace unas horas que mañana salen de vacaciones. No sé si nuestra incipiente rutina resista este intermedio, si nuestra —hasta ahora exitosa— convivencia aguante seis horas más al día sin endeudarse pero, sobre todo, si mis días puedan ser iguales sin los llantos, los gritos, los ladridos, las risas, la vida que sale de esas bocinas y que llena mis mañanas.
Más rápido cae un hablador que un cojo; o mi instinto de temerle a la felicidad plena está basado en la sabiduría ancestral, o cuidado con lo que dices porque la vida se encarga siempre —siempre— de estrellarte en la cara tu propio discurso. Tras recibir una llamada de la escuela, le pedí al ratón adolescente que juntas revisáramos sus tareas y que hiciera las que faltaban. Respondió a mi atrevimiento con una sola pregunta que repitió cada treinta minutos: ¿Cuándo me puedo ir con mi papá? La mañana siguiente me despierto con la noticia de que el plan ya estaba hecho y que su papá venía en camino por ella. “Nos vemos en un mes, mamá.” Pude haberla detenido, quizás. Pero otra vez ese instinto se presentó y me detuvo. Sirva esta cuarentena para aprender a soltar. Sirva para que este par de ojos vean crecer nuestra cebolla, nuestra menta, nuestro perejil. Sirva para recordar sus quesadillas, para regar sus helechos, para no faltar al yoga. Sirva para escuchar mi silencio, para recordar, agradecer, para sonreír.
Una de nuestras lechugas amaneció con un pequeñísimo brote anunciando vida. Me emocioné y quise llamarla con un grito que se ahogó apenas me hice consciente. Cuánto me hubiera gustado que la descubriera antes que nadie, desde el principio; que la mirara crecer y creciera su asombro; turnarnos para hacerle compañía, juntas componerle una canción; nombrarla, regarla, quererla, honrarla. Tengo sentimientos encontrados con nuestro huerto; en la mañana me caché intentando negociar con las papas, la hierbabuena, el ajo, el perejil: “No es que no quiera que crezcan, pero tómenselo con calma, escóndanse del tiempo, esperen a que vuelva, ya falta menos.” Hice doble yoga, y lo hice sonriendo. No me atreví a regar los helechos. Hace muchos años, cuando era yo la adolescente, mi papá me dijo que los perros nos lamían las plantas de los pies y las palmas de las manos para limpiarnos las malas vibras que en los andares acumulábamos. Desde ese momento, ese acto me pareció de las más grandes y hondas pruebas de amor que un ser vivo puede dar, y no puedo sino conmoverme y sentirme honrada cada vez que soy receptora de tal demostración. El Chicken se enfermó la semana pasada, mejoró con homeopatía pero pasó días sin querer comer; ni queso, ni tortillas, ni pan duro (su platillo favorito por sobre todos). Mi ratón y yo, en una de esas sobremesas de cena post san Gatell y post yoga que voy a recordar y agradecer siempre, hablamos de lo extraño de su inapetencia y sus posibles razones. “Tú dices que ellos nos quitan las cosas que nos hacen daño, quizá nos quitó el coronavirus y se está enfermando por nosotros.” Pensar al Pollo como una versión de Jesucristo; sí, me gusta. “Claro, puede ser.” Le agradecimos el gesto sentidamente. Este perro patón oriundo de Topilejo ha decidido pasar por alto la sana distancia y no se me ha alejado más de medio metro desde el viernes. Sabe que algo me falta. Nos falta. También sabe cuánta tristeza me sobra, y no desperdicia un centímetro de mi cuerpo descubierto para ayudarme, en sus términos, a lidiar con ella. Si mis zapatos le impiden lamerme las plantas, ahí están los tobillos. Si mis palmas están agarrando un libro, ahí están los bíceps. Si estoy tomando el sol con el pantalón arremangado hasta la rodilla, tibial y peroneo para qué los quiero. Hoy pensé que no era coronavirus su malestar, que era el presentimiento de lo que venía. Que ella no se había ido y ya le dolía.
Lloré hasta hartarme de mi tristeza. Nunca he conocido las medianías. Le puse la correa a Chicken McNugget y le dije: “Vamos compañero, a sacudirnos esto de una vez, que a lamidas y lágrimas nos va a dar el año que entra.” Me impresionó mucho la cautela de la gente para no acercarse, espero que permanezca como un acto consciente y no acabemos por introyectar la distancia. Las cosas de adentro se miran tan distintas desde afuera, como si el sol les quitara peso, o el aire las traspasara llevándose lo que ahí se pegó sin pertenecer, revelando su verdadera materia. Me hubiera gustado estar con ella, por supuesto. Me hubiera gustado verla crecer exponencialmente por más tiempo, mirarnos desde ese nuevo lugar que las prisas cotidianas hace mucho no nos permitían; me hubiera gustado abrazarla después de cada quesadilla, ver sus ojitos asombrarse con cada postura de yoga mejorada, atestiguar el cuidado de sus helechos. Qué bonito es todo lo que me hubiera gustado pero no es. ¿Cuántas veces es la vida como queremos? Y de todas maneras sigue y nos vuelve a sorprender. En mi caminata comprendí que son otras las tristezas que en realidad estoy litigando, que nada tienen que ver con ella ni con su adolescencia, sino con la mía y con lo que no fue. Punto para el coronavirus.
La lechuga decidió esperarla. Se hizo un traje invisible protector del paso del tiempo y se metió en él para detener su crecimiento. Hoy traté de convencerla, ya convencida yo, de que estaremos bien sin que nos despierte su risa, que en los silencios profundos una puede escuchar el mar (a ver lechuga, ¿te habías imaginado el mar?), el mar ese que se lleva dentro y donde naufragamos. Yo no siempre conozco mi mar, por tiempos dejo de asomarme y naufrago justo por no reconocerlo. Hay que navegar en el mar de uno y el único barco es el silencio. Noté que las diminutas venas de sus incipientes hojitas brillaban cuando le hablaba de olas, de mareas, de cantos de ballenas y de lunas redondas. Espero contagiarla de vida con el mismo éxito con el que la sumergí en la tristeza. En el fondo de mi mar hay un par de barcos hundidos llenos de tesoros que no supe resguardar. Pero tu vida y tu mar están empezando, lechuga; aprovecha el silencio y sumérgete, recorre sus profundidades, sus arrecifes, reconoce sus corrientes, sus oleajes, y los muelles en donde puedes atracar.
Mientras la lechuga, el Pollo y yo pasamos días reflexionando sobre la nostalgia, los mares y las tristezas, una cuna de Moisés decidió nacer. Seguro lleva ya algunos días en este mundo, pero hasta hoy la descubrí. Tuve sentimientos encontrados: ¿no es un poco insolente florecer de la nada en estas circunstancias? ¿No ves que la humanidad entera está aterrorizada, que el mundo como lo conocemos está a punto de desaparecer? ¿No ves que ella se fue y, que si me lleva el bicho, ese abrazo a medias habrá sido el último? ¿No ves que ayer murió una lechuga, que le ofrecimos todo y se negó a vivir? ¿No ves que acá ya no cenamos quesadillas, que nos falta su risa, que nos sobran pasteles y caricias? ¿No ves que…? Quizá lo viste todo y por eso apareciste. Fui por un poco de agua y con profunda gratitud la regué. Sirva este tiempo para recordar que la vida siempre, siempre, siempre sigue y brota de donde menos la espero, y cosas bellísimas se gestan con las ausencias, con las tristezas, con la soledad.
Quizá por la edad mi ratón quiera alejarse un poco (o mucho) de mí, separarse y poderse diferenciar, encontrarse. En la vida de cualquier persona ese tiempo es vital para saberse y corre en otra dimensión que no pasa por el reloj. Pienso eso y no sólo estoy de acuerdo sino que lo celebro y me enternece. Pero a ratos me inunda el miedo y empiezo a hablarle en mi cabeza: ¿No ves, ratón, que este momento se mide distinto, que cada día con vida es una victoria fugaz, que la amenaza es incesante y la batalla permanente? ¿No ves que hoy el tiempo se cuenta por respiradores, por contagios, por número de muertes? ¿Sigues viendo las misas de Gatell? ¿Sabes lo que la palabra exponencial le hace al futuro? ¿Estás consciente del horror que viene, del que está a la vuelta de la esquina, quizás más cerca? ¿Y si es el final? ¿Lo último que recordarás de mí es que no dejé que te llevaras el tapete de yoga? ¿Sabes cuántas historias no te he contado? ¿Sabes cuántos abrazos tengo para ti? ¿Sabes que nadie podrá despedirse de nosotros, que esta época es también de morirse solos? ¿Sabes que no pienso en el virus obsesivamente como muchos cuentan, pero siento que todo el día tiembla? ¿Sabes que mis miedos siempre han jugado a las escondidillas? ¿Sabes que voy a odiar morirme y perderme tu camino y que son tus ojitos lo que más voy a agradecer? ¿Puedes detener ese otro tiempo que estás corriendo y venir a regar tus helechos? ¿Puedes hacernos quesadillas y echarle porras a la cebolla y al romero?
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Imagen de portada: Helecho con soros. Fotografía de Manuel M., 2011. CC