Where waters smoothest run, there deepest are the fords, The dial stirs, yet none perceives it move; The firmest faith is found in fewest words, The turtles cannot sing, and yet they love John Dowland
Para romantizar el encuentro y crear una atmósfera exótica bien podría decir que sucedió en lo hondo de la selva Lacandona o en un paraje remoto de la Amazonia, pero no: la verdad es que fue en una vulgar tienda de mascotas al lado de un restaurante, en plena Ciudad de México. Acompañé a mi padre a comprar alimento para sus peces y al deambular entre las jaulas y peceras de la tienda, entre perros y pericos, me miró una tortuga. A veces lo extraordinario se oculta en los pliegues de la vida ordinaria; tal vez si en efecto hubiera sucedido en la selva no habría siquiera reparado en ella. Cuántas veces no habré pasado de largo ante posibles hallazgos que no llegaron a serlo. Pero esta vez no fue así: ese pequeño ser —que entonces habría cabido en una cajetilla de cigarros— volteó a verme cuando pasé frente a él, con sus ojitos negros y vidriosos, llenos de lágrimas. Mientras estuvimos en el restaurante no pude quitarme de la mente esa mirada. Como si hubiera sido la de un genio maligno, la de la mujer más bella imaginable, o más bien la de un ser de otro mundo. Distorsionados ya por el recuerdo y mi imaginación, esos ojos se habían vuelto abismos insondables, hoyos negros, singularidades capaces de contener universos… Al salir le pedí a mi padre regresar un momento a la tienda de mascotas: tenía que verlos otra vez. Y ahí estaba el ser extraño, casi inmóvil, con una tranquilidad incluso desasosegante. Y nos miramos de nuevo, con extrañeza, como la otredad extrema que de alguna manera somos, en un diálogo efímero y franco entre dos especies que se descubren por primera vez, pero con la cercanía y la familiaridad fundamental de ser dos animales, dos seres que comparten el sol, el agua y la muerte. Dos que, sin conocerse, se reconocen. Se acercó una empleada de la tienda. Me desboqué en preguntas: “¿Qué cosa es este bicho, señorita?, ¿de dónde procede?, ¿de qué sexo es?, ¿qué come?, ¿cuánto vive?”, “Es una tortuga de patas rojas; viene de Brasil, de criaderos certificados por las autoridades de su país e importado de acuerdo con los reglamentos de la Semarnat. Aparentemente es un macho, pero eso sólo podrá comprobarse cuando crezca un poco más: si en efecto lo es, su plastron —el piso de su caparazón— se volverá cóncavo, para poder acoplarse sobre otra tortuga (o lo que sea, como se verá). Come de todo, pero especialmente ciertos vegetales le hacen bien: el calcio es vital para quien lleva el esqueleto por fuera. Alcanza una longitud de unos cincuenta centímetros, pero claro, usted ya no llegará a verlo: vivirá más que usted, debo decirle; con los cuidados necesarios —que son muy pocos— lo más probable es que muera aproximadamente dentro de un siglo”. Y se acercó mi padre: “¿Qué te traes con ese animal?, ¿quieres comprarlo?”, “No, ¿cómo crees? Está carísimo. Además, yo no tengo mascotas. Tienen la mala costumbre de morir”. Hasta entonces no había podido superar la pérdida de mi gato Mishima. “Pero, ¿no oíste a la señorita? Dice que tú te morirás antes que él… Vaya, sí está algo caro. Te pongo la mitad.” Algo así debe haber sido el diálogo. A los pocos minutos ya salía de la tienda con una canastita a modo de bambineto. Cuando llegué a casa lo escondí bajo la mesa y le dije a mi pareja: “Por favor, siéntate un momento; tengo algo que decirte…” Estaba muy nervioso, como una mujer a quien le acaba de salir positiva su prueba de embarazo. “Pues mira, no sé cómo decírtelo, pero allá va: vamos a tener una tortuga”, “¡¿Qué?…”, “Tú sabes que no me gusta imponer nada, sé que debí consultarte antes, pero te juro que no pude evitarlo; me sucedió…” Y antes de darle tiempo de reaccionar puse el pequeño bambineto sobre la mesa y, con toda la torpeza de un primerizo, me las arreglé para sacarlo de ahí y ponerlo frente a nosotros. Tenía guardadas la cabeza y las extremidades por el ajetreo. “Mira, asómate: ahí al fondo está su carita…” Y el poder de sus ojos, desde el fondo de su cueva natural, actuó de inmediato y surtió su hechizo sobre ella. Nos quedamos en silencio, contemplándolo, viendo sus colores de tierra, la simetría geodésica de los polígonos de su caparazón (son 36). Cuando después de un rato interminable tomó confianza y sacó la cabeza para vernos teníamos taquicardia, nos tomamos de las manos sudorosas y cuando dio sus primeros pasos seguramente gritamos.
No teníamos aún conciencia plena de que esa vida nos iba a acompañar en adelante. Pese a mis eventuales episodios de culpa, a la autoflagelación por mi arrogancia de humano que se cree capaz de domesticar a la naturaleza, la verdad es que estaba como hechizado con esa presencia silenciosa y me parecía un privilegio tenerla ahí. Dedicaba horas a observarla. Devoré cuanta información pude y mi fascinación no hizo más que crecer. Por la relación entre el tamaño de los huevos de la especie —Chelonidis carbonaria— con el suyo y con los percentiles de crecimiento determiné que tendría unos cuatro años de edad. Aprendí cuáles lechugas tienen calcio; que las zanahorias hay que cocerlas, pues son demasiado duras y las tortugas no tienen dientes sino una mandíbula ósea, muy poderosa, pero que sirve sólo para cortar y no para masticar. En una cajita de madera, primero, improvisamos un terrario con un sustrato de fibra de coco. En realidad la empleada de la tienda exageró con lo de la longevidad garantizada. Mantener las condiciones de humedad y temperatura en un departamento representaba un reto considerable. También es frecuente —supe luego— que las tortugas bebés alberguen algún tipo de parásito o bacteria; la Salmonella es la más común. El artículo donde lo leí era casi tan optimista como la dependienta, pero con una salvedad tremenda: “Si no muere durante sus dos primeros años, entonces vivirá muchas décadas”. No murió. Poco a poco fue haciéndose incluso más vital y apoderándose de la casa: desde luego no queríamos que estuviera confinado en un terrario, y le hicimos una puerta para que pudiera deambular casi por todos lados. Años después le construí un pequeño lago en el balcón para que pudiera tomar baños soleados.
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Aunque para ojos legos pueden parecer animales primitivos, muy básicos, este engaño es parte del arsenal de estrategias de las tortugas: se trata, por el contrario, de seres que han evolucionado por millones de años y han desarrollado las más efectivas tácticas de supervivencia. La primera es la obvia: una coraza a toda prueba, un exoesqueleto que es una cueva portátil; ya quisiera algún mamífero poder cargar su protección a todas partes; ya quisiera un humano poder estar verdaderamente en casa en cualquier lugar. Y esta enorme ventaja se complementa con la capacidad extraordinaria de retraer todos sus miembros hasta convertirse en una piedra, infranqueable casi para cualquier depredador. Leí, sin embargo, unas historias terribles: que las águilas y otras aves rapaces las atrapan con sus garras y las llevan a las alturas para dejarlas caer contra riscos y acantilados, y así partirlas como una nuez y devorarles las entrañas a través de las grietas. Otro de los riesgos al que se enfrentan —un altísimo precio por tener un caparazón— es algo que hoy llamaríamos “un error de diseño”: si una tortuga cae de espaldas está jodida sin más; es como un insecto que no puede volver a poner las patas en el suelo. Se volvió uno de mis principales temores imaginar esa muerte tan angustiosa y desesperante: agitar las patas hacia el cielo hasta agotar toda la energía en vano, toda esperanza, y exhalar el último aliento. Incluso fue un tema de mis pesadillas imaginarme que despertaba en esa situación. Kafka revisited. Otro de sus talentos evolutivos es vivir con lo mínimo. Y eso quiere decir casi nada. Si no hay alimento disponible simplemente reducen su actividad y su consumo de energía. Pueden pasar semanas, e incluso meses, sin comer ni beber. Vivir del aire. ¿Cómo nombrar a un ser así? Si en un principio sólo le decíamos “la Tortu” pronto vimos que eso era incluso irrespetuoso. Poco a poco fuimos conociendo su personalidad, sus peculiares hábitos, y tratábamos de extraer de ahí algo que lo distinguiera. A pesar de que era muy pequeño, ya era evidente su dignidad de ser viejo y sabio. Tras descartar la vía fácil de homenajear a Burocracia —la tortuga de Mafalda y probablemente la más famosa en nuestro contexto— o bien a las maravillosas Morla y Casiopea de Ende, decidimos mejor llamarlo Funes, en honor a la ficción de Borges. Inventamos la fantasía de que era un tipo incapaz de olvidar y que estaba medio pasmado por la infinidad de recuerdos e información innecesaria que se agolpaban en su mentecita. Como si fuera un nombre larguísimo, de pronto devino en Fu. Pero eso ya en absoluto cuadraba con su carácter. Conforme pasaban los meses y nos habituamos a su presencia en nuestras vidas, mientras se fue volviendo algo como el espíritu de la casa, alguien que nos tranquilizaba con sólo mirarlo unos minutos, dimos con el que sería su nombre por varios años: Paz. Así de simple. Algo más tarde, la señora que nos ayudaba con la limpieza debe haber dicho algo como “El Señor Paz ya se cagó de nuevo en el tapete” y nos pareció natural que espontáneamente, y pese a su reprobable acto, ella decidiera darle ese tratamiento respetuoso. Resolvimos que en efecto Paz era su apellido y no hacía falta nombre de pila. Comenzamos a hablarle de usted, como parecía más adecuado, pero de nuevo y como siempre sucede con el desgaste cotidiano, acabó por perder su apellido: “Querido, ¿ya le diste su lechuguita al Señor?” Dos documentos se hicieron necesarios: una hoja en la que dibujábamos su circunferencia cada tanto, para registrar su entonces apresurado crecimiento y otro, una suerte de testamento.
La hija de un primo nació justo en el año de su llegada a casa y la designamos heredera. Dejamos ahí asentado que cuando mi mujer y yo muriéramos la tortuga pasaría a sus manos. Lo que nos resultó estremecedor fue comprender que ella misma —una recién nacida entonces— a su vez tendría que dejárselo a alguien más, pues probablemente también la iba a sobrevivir.
Años más tarde, cuando mi ex pareja ya no vivía con nosotros y generosamente me había cedido la potestad, fue una prima gringa quien después de contemplarlo largamente dio con su nombre definitivo. Desesperada por su inmovilidad —seguramente era invierno— concluyó: “He’s like a stone. A living stone”… El Señor Livingstone sería en adelante.
Hacía ya unos años, por otra parte, había quedado claro que en efecto era “Señor”, aunque en términos humanos no fuera sino un niño. El plastron ciertamente se le volvió cóncavo, pero más que eso, a partir de su quinto o sexto año de vivir en casa comenzó con una conducta algo extraña —siempre en el verano—, que bien mirada era del todo natural: empezó a perseguir a las mujeres. O más bien sus pies. Primero los de mi nueva pareja, que entonces llegaba a vivir por cinco años con nosotros. Las uñas pintadas de rojo le eran especialmente irresistibles. Yo al principio pensaba, con ingenuidad, que le recordaban a los jitomatitos cherry de algunas de sus ensaladas de lujo y que simplemente quería una comilona inocente. Pese a mis ruegos, sin embargo, ni ella ni las amigas que nos visitaban tuvieron el temple de mantenerse inmóviles y comprobar sus intenciones.
En algún momento me empezó a seguir a mí también y a mis contados amigos varones, de modo que mostró su versatilidad —o que la diferencia entre feromonas masculinas y femeninas no es discernible para otras especies—. Más aún: cuando descubrió los zapatos se hizo evidente que la naturaleza de su atracción no era en absoluto química: sólo quería algo en qué montarse. Dejé unos Crocs a su disposición, pues eran lo más compatible con sus dimensiones y sus necesidades anatómicas; las botas lo incomodaban y las pantuflas lo aburrían. Era claro que había que conseguirle una pareja.
En los mares de internet hallé Foro Tortuga, que además de mucha información útil ofrece una especie de Tinder para ayudarlas a encontrar pareja. Allí hice el perfil del Señor: hablé de su guapura y sus talentos, de sus dimensiones y su especie y, sobre todo, de lo que esperaba de una relación… De momento no se han comunicado tortugas ni humanos para tratar de propiciar un encuentro. Más tarde encontré, con decepción, que la página se originaba en algún país de Sudamérica y que hace varios años que no se actualiza; hay otra de España, pero desde luego se antoja difícil lograr que el bicho cruce el Atlántico sólo para tener un poco de buen sexo. Seguiremos esperando, con paciente impaciencia. Si algún lector de estas líneas conoce a alguna interesada, de unos dos kilos de peso de preferencia y el tamaño de media sandía pequeña, comuníquese de inmediato. Pero un momento: me falta hablar de otro atractivo. El tamaño sí importa.
De momento el Señor se ha resignado a copular con zapatos. Sólo quien lo ha atestiguado me creerá las dimensiones extraordinarias de su pene, que mide más de la mitad del largo de su cuerpo (unos 12 centímetros de los 22 que tiene ahora su caparazón); es morado oscuro, brillante y termina en una especie de rombo plano con forma de mantarraya.1
Pero ésa es sólo parte de la variante veraniega. Además del desarrollo de su sexualidad, conforme ha ido creciendo el Señor ha adquirido hábitos más definidos. En realidad casi estoy hablando de dos seres distintos, según la temporada. En tiempos de calor es un caminador irrefrenable: recorre cada centímetro de la casa varias veces al día y sólo se calma si le rascan el caparazón: cierra los ojos a la mitad, baja la panza al piso y se adormece. Hay una amiga que nos visita seguido y así se comunica con él, mientras a mí me ignora. Pero en invierno todo estímulo es en vano. Aunque esta especie no hiberna, como otras parecidas, de octubre a marzo digamos que “se apaga”: deja de comer casi por completo y de hacer sus caminatas, se guarda en su terrario y sólo de vez en cuando sale a buscar algo de alimento. Se convierte casi en una piedra; todo lo que hace es respirar y ser.
Hace 12 años que está conmigo y se ha vuelto la presencia más importante y sólida de mi vida. Me da una sensación de permanencia, es un remanso de tranquilidad en medio de las tormentas exteriores. Una de las pocas constantes entre cientos de variables. Trato de aprender de él virtudes como la quietud, la ecuanimidad. Conforme he estudiado el zen, por otra parte, me doy cuenta de que encarna varios de los objetos de búsqueda: él vive imperturbable, en una meditación permanente; shikantaza. Él sólo es.
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Escribo durante la cuarentena de 2020. Vivo en mi propia cueva artificial y no tengo mucho contacto con personas. El Señor Livingstone y yo somos compañeros de vida. Nos miramos y nos comunicamos silenciosamente. Comemos poco, dormimos más de lo que deberíamos. Yo ante la reclusión me vuelvo como un león enjaulado y la emprendo con mil actividades frenéticas. Y él me deber ver como una mosca nerviosa, desde su calma y su aceptación plena de lo que es. La primera mujer, la del tiempo en que él llegó, tras nueve años acabó por irse de la casa. Yo estoy seguro de que él lo sabía, y con toda ecuanimidad, como una sabio zen, le debe haber dedicado una mirada en la que le dijo: “De manera que ya te vas”. Y años más tarde, cuando llegó a vivir a casa la siguiente: “De manera que ya llegas”, y cinco años después ella nos dejó también: “De manera que ya te vas”… Esos lapsos que para mí han sido épocas de vida enteras, seguramente para él han sido periodos veloces en su reloj biológico alineado con los suaves movimientos planetarios; mis horas para él son parpadeos. Cuando yo muera me dedicará esa misma mirada tranquila: “De manera que ya te vas.”
Imagen de portada: El Señor Livingstone devora una flor de calabaza, 2017. Cortesía del autor