La toma inicial que tenemos de la joven doncella la muestra emergiendo por primera vez del palacio subterráneo que gobierna su madre. Pertenece a la admirada casa de los formícidos que cultivan hongos, de la tribu de las Attini, y carga el estandarte de la hormiga chicatana (tzicatl en su natal náhuatl o “bichito culón” por su traducción al español; aunque también se la conoce como Atta mexicana en epopeyas evolutivas y cantares taxonómicos). Toda ella es gracia quitinosa. Tres centímetros de exoesqueleto bermejo, con el tórax y el abdomen sumamente pronunciados y la parte central ceñida por un corset tan ajustado que pareciera que en cualquier momento podría partirla a la mitad. Sobre el dorso presume un yelmo de espinas doradas, confeccionadas con tal finura y densidad que dan la impresión de tratarse de pelusa aterciopelada; lleva las mandíbulas filosas y siempre dispuestas, y despliega dos enormes alas de celofán ambarino.
Sin más caravanas, la princesa se sacude la tierra húmeda con sus seis patas, escruta los aires con sus antenas en busca de pistas bioquímicas y se eleva hacia el firmamento para unirse al frenesí invertebrado que marca el inicio de las lluvias. El vuelo nupcial (tal es el nombre que reciben estos enjambres reproductivos en menesteres entomológicos) concentra millares de consortes provenientes de los cuatro puntos cardinales de la comarca. Nubarrones difusos de futuras reinas y sus breves amantes que chocan los cuerpos fibrosos y se arremolinan por doquier. Cortejo ferviente de feromonas y ácido fórmico, avances ansiosos de artrópodos voluptuosos. Los insectos en brama se estampan contra las farolas, tapizan troncos y musgos, efervescen en su danza colectiva, presas del único arrebato erótico que les será concedido en la vida (los paladines que participan en dicho rapto volador, de hecho, apenas viven tres días). Es justo durante la celebración de estas congregaciones orgiásticas que la estirpe de las chicatanas confronta una de sus más grandes amenazas: hordas de primates gigantes que las cazan a mansalva para freírlas al comal o molerlas en molcajete (manjar de pueblos mesoamericanos desde los albores mismos de la civilización).
Supongamos que la princesa, una vez fecundada, logra evadir los puños de los orcos homínidos y alcanza terreno seguro. Encuentra un sitio propicio para fundar su colonia y comienza a escarbar. Empieza por un túnel profundo, posteriormente confecciona una galería. Una vez que el espacio le convence, se concentra en depositar el tesoro que todo este tiempo llevaba escondido dentro de la boca: un pequeño núcleo fúngico, viscoso y pulsante, proveniente de los cultivos de su madre —tal como se heredan los búlgaros, tibicos y levaduras de pan entre las familias humanas—, del cual sembrará el organismo simbiótico que alimentará a su prole. Puede ser que a manera de sustrato de germinación se arranque las alas y las emplee como bandeja o que utilice una piedra. También podría colocarlo sobre una raíz o bien colgarlo del techo de la galería; el caso es que el jardín de hongos preciados, que en este momento comenzará a propagarse, no esté en contacto directo con la tierra.
Puesta en marcha la siembra del micelio, la novel reina se aboca a gestar la primera camada de su prolífica progenie. Un bullente árbol genealógico que, a lo largo de los ocho a quince años que durará su reinado, llegará a sumar cientos de millones de hijas trabajadoras y futuras reinas, todas ellas producto de aquel breve vuelo nupcial donde la doncella se cruzó con múltiples machos y de los cuales guarda una dotación heterogénea de espermatozoides embebidos en sus tejidos para la posteridad. No obstante, la ayuda no se manifestará sino hasta dentro de los cuarenta a sesenta días que requieren la incubación de los huevecillos y el crecimiento de las larvas, por lo que, de momento, el incipiente asentamiento depende completamente de los esfuerzos de su majestad.
La soberana dedica los siguientes meses a ampliar su morada, confecciona nuevas galerías, pone más huevos, atiende a sus vástagos y sobre todo cuida de que su brotante micocultivo comience a crecer. Es una faena exhaustiva, pero su esmero será gratamente recompensado, pues con el tiempo sus hijas alcanzarán uno de los niveles más altos de organización social conocidos en la naturaleza: un hormiguero descomunal que en el ápice de su actividad podría registrar una población media de cinco millones de integrantes (más o menos lo mismo que la población completa de Noruega). Una colonia eusocial con división del trabajo bien establecida,1 generaciones superpuestas y cuidados cooperativos en la que podrán verse treinta variedades polimórficas (o anatómicamente distintas) de la misma familia de hormigas hermanas, cada una especializada en llevar a cabo una tarea específica: desde sutiles hortelanas del jardín mucilaginoso hasta matronas diestras en cunear larvas, desde recolectoras infatigables de hojas para alimentar el corazón del hongo que sustenta a la colonia hasta guerreras frenéticas de aguijón implacable —sí, las hormigas no muerden, pican, no olvidemos que su casa es parte del orden de los himenópteros, que también comprende a avispas, abejas y abejorros—.
Escribas doctos en materia entomológica catalogan, a la fecha, 245 especies de hormigas cultivadoras de hongos —distribuidas en 19 géneros—, aunque advierten que podría haber bastantes más; en cualquier caso, todas pertenecen a la tribu Attini y son oriundas del continente americano, con presencia en la región del neotrópico: desde Cabo de Hornos, en la punta austral de Chile, hasta el sur de Estados Unidos. Aquellos druidas versados en leer huellas pétreas y ecos moleculares provenientes del pasado lejano postulan que la innovación de estilo de vida —el cambio de una modalidad de cazadoras recolectoras (común al grueso de las 14 mil especies descritas de hormigas) a una basada en la agricultura fúngica— data de una antigüedad de al menos 50 millones de años. Historia milenaria de alianzas entre el reino de la fauna y el de la funga en la que varios linajes de hongos y levaduras diferentes han sido reclutados, y que, de acuerdo con el clan al que pertenezcan sus animales asociados, expresa distintas modalidades de interdependencia. Para aquellos insectos que practican la más basal y antigua “agricultura menor” el alimento que provee el hongo constituye solo una fracción de la dieta, que debe ser completada a partir de otras fuentes; en el extremo opuesto, y con una historia evolutiva de 20 millones de años, está el linaje de las chicatanas o arrieras, géneros Atta y Acromyrmex (también conocidas como las “cortadoras de hojas”), que se alimentan exclusivamente del hongo, conformando así una simbiosis obligada con este.
Volviendo al hormiguero de nuestra saga, estamos ya en una fase madura de la colonia, 5 millones de hermanas trabajadoras y una emperatriz en el cenit de su reinado que habitan en un complejo sistema de galerías bajo el subsuelo. Una ciudad de túneles radiales que descienden trazando espirales hacia las profundidades de la tierra y cubren un área aproximada de ocho metros cuadrados. Su excelso y ocre jardín micológico, cuyo aspecto remite a una serie de montículos de amaranto apelmazado, se expande y florece. Gracias a los cuidados recibidos, del micelio fructifica un maná de turgentes y jugosos gongilidios, puntas de hifas modificadas y sumamente ricas en nutrientes que las hormigas cosechan con fervor extático por tratarse del único alimento conocido por sus entrañas. A cambio, ellas alimentan al hongo con “papilla” de hojas machacadas a partir de la abundante materia vegetal que sus millones de arrieras recopilan cotidianamente.
En parajes selváticos de Latinoamérica, la estampa de largos desfiles de hormigas portando trozos de hojas en sus orgullosas mandíbulas es bastante familiar. Si siguiésemos el curso de ese río caudaloso de diligentes insectos, con láminas verdes más grandes que ellos mismos a cuestas, comprobaríamos que se dirigen de vuelta al nido y que en el agujero de entrada a este convergen numerosos caudales similares. Una dinámica e intensa empresa de poda que, junto con el resto de hormigueros circundantes, integra una fracción considerable de la defoliación local. En los ecosistemas forestales donde habitan, se estima que las hormigas cortadoras de hojas representan alrededor del 25 por ciento de toda la actividad herbívora (o si se prefiere adoptar por un momento la perspectiva vegetal, son responsables de un cuarto del grueso de las bajas botánicas causadas por animales en dichos entornos) y que mueven de vuelta a sus nidos entre el 10 y el 15 por ciento de todas las hojas comprendidas en su área de alimentación.
Para muchos congéneres de nuestra especie cuyo interés mercantil recae en la industria maderera y agropecuaria, lo relevante de dicha presteza defoliadora se centra en el impacto que la tribu de las Attini llega a tener sobre nuestros propios monocultivos. Dado que la carrera de coevolución armamentística entre flora y zoología ha provocado que gran número de plantas autóctonas haya desarrollado toxinas (o cuenten ahora con microhongos endófitos como parte de su microbioma) para repeler la embestida de las arrieras —usualmente no las afectan directamente a ellas sino al micelio que atesoran—, no es de extrañar que las hormigas suelan preferir vegetaciones no nativas; es decir, en tiempos modernos, las plantas invasoras que los primates recién llegados a la odisea viviente de este planeta —y que, pese a tan solo llevar unos 300 mil años sobre la faz de la Tierra y apenas unos 12 mil de historia agrícola, osan llamarse la “especie dominante”— insisten en introducir en los campos. Vamos, que el embate de las chicatanas representa una de las pestes más temidas en las plantaciones de los trópicos latinoamericanos, donde se les acusa de causar pérdidas exorbitantes (del 20 al 30 por ciento en el caso del cacao y los cítricos, estimadas a nivel global en alrededor de 1000 millones de dólares anuales). Razón por la que se les responde rociando bombas de insecticidas.
Como si no fueran suficientes las dificultades de defender el reino continuamente del asedio de ejércitos de hormigas agrodepredadoras, temibles huestes que van de hormiguero en hormiguero asaltando las colonias, decapitando y devorándose a las aldeanas, para que encima las filas de las cortadoras de hojas se las tengan que ver con el napalm fulminante de los changos adoradores del plástico. Y eso sin tomar en cuenta la batalla cotidiana librada al interior de las galerías que ocupa el jardín de hongos contra las pestes propias que lo asaltan, malezas en forma de microhongos parasíticos (Escovopsis) que infestan el cultivo de micelio y las hormigas combaten por medio de antibióticos. Efectivamente, las hormigas se nos adelantaron por decenas de millones de años no solo en lo que respecta a la agricultura, sino también a la medicina dirigida de farmacoquímicos para contrarrestar patógenos (cosa que nosotros solo hemos sido capaces de hacer durante el último siglo). Su técnica consiste en exudar sustancias azucaradas que favorecen el crecimiento de bacterias filamentosas de los géneros Pseudonocardia y Streptomyces en criptas especializadas de sus tegumentos,2 de manera que sus cuerpos se mantienen recubiertos por las sustancias antibióticas que estas generan. Por supuesto que tal exudado de azúcares anatómicos también se ve sujeto a su particular variante de peste: levaduras negras del género Phialophora que se aprovechan del banquete y compiten contra las bacterias.
En lo que corresponde a relaciones no nocivas con otros organismos, los cultivos de las hormigas, así como los extensos entramados de catacumbas, sótanos y corredores que esculpen bajo la superficie, fungen como cimiento para establecer una cifra sorprendente de interacciones con diversos simbiontes y comensales, desde bacterias fijadoras de nitrógeno que abonan el jardín de hongo hasta cientos de especies de lombrices, gusanos, escarabajos y moluscos que se valen de los túneles para hallar morada. Incluso es común encontrar serpientes coralillo asociadas a las residencias subterráneas de las hormigas. Sin ir más lejos, en la cámara de desechos de un solo nido de Atta sexdens rubropilosa, el entomólogo brasileño M. Autuori registró formas adultas de 1491 coleópteros, 56 hemípteros, cuarenta moluscos, quince dípteros, cuatro reptiles y un pseudoescorpión; en suma, una taberna medieval cosmopolita, posada socorrida por todo un aquelarre de viajeros invertebrados y demás criaturas errantes del bosque. En un estudio paralelo, el investigador y entomólogo mexicano José Luis Navarrete-Heredia contabilizó 411 especies de escarabajos (pertenecientes a veinticinco familias) estrechamente ligados a esta logia secreta de los subsuelos forestales. Los fastuosos reinos simbióticos de la tribu Attini y sus micelios resultan así un componente imprescindible de la sofisticada y biodiversa red de alianzas y pactos entre delegados de múltiples feudos, del mismo modo que su profusa destreza minera prueba ser esencial para la mezcla de sustratos y nutrientes que mantiene latente la fertilidad de la tierra.
Me temo que ha llegado el momento de comenzar a cerrar esta saga. Despidámonos poco a poco de la colonia trazando un zoom hacia afuera, al tiempo que atestiguamos la rotunda actividad del palacio en una jornada más de colecta. Conforme lo hacemos, podríamos conjeturar dos cuestiones finales. La primera es que valdría la pena preguntarse: ¿quién domesticó a quién, las hormigas al hongo o viceversa? Digamos que es una paradoja análoga a la acontecida entre nuestra propia estirpe y los cereales que cultivamos obsesivamente (maíz, trigo, arroz y el resto de granos de los que hoy en día dependemos por completo), ¿fuimos los changos los que manipulamos a las plantas o fue al revés? A fin de cuentas, ¿quiénes salieron más beneficiados, los sésiles pastos que ahora recubren buena parte del globo terráqueo o los primates que intercambiamos una antes rica dieta por unos cuantos componentes primordiales que nos esclavizaron? La segunda es que la estrategia simbiótica que entrelaza fauna y micelio no se limita a las hormigas del nuevo mundo, sino que también es puesta en práctica por escarabajos de la ambrosía y termitas en África y Asia, estas últimas artífices de proezas arquitectónicas incluso más extraordinarias y vastas que los hormigueros mencionados, con sistemas de climatización y ventilación dignos de las más laureadas hazañas ingenieriles. Sin embargo, esas constituyen pautas narrativas para temporadas futuras de una serie que bien podría llamarse Juego de hongos.
Imagen de portada: Hormiga cortadora de hojas, 2022. Fotografía de Victor Rault
-
Alto nivel de organización social en el que se desarrollan ciertas especies de animales. La eusocialidad implica la división en castas, que convivan dos o más generaciones y los adultos cuiden a las crías. [N. de los E.] ↩
-
Conjunto de órganos que componen la capa más externa del cuerpo de algunos animales y sirve como barrera de protección entre el ambiente externo y el interior. [N. de los E.] ↩