Aube empezaba a desesperar: Karin no encontraba trabajo y su vida miserable se reducía a comer los escasos víveres que le enviaba Al y a refugiarse en el estudio de sus amigas. Gail parecía ignorarla y eso le agradaba. Desde que Linda y Joe se instalaron tan cerca de ella, el miedo que le producía aquella mujer hombruna había aumentado. Le debía varios cientos de dólares a Soffer y la perspectiva de volver al establo de Connecticut la deprimía. Ya no prestaba atención a las llamadas anónimas que recibía para amenazarla si continuaba frecuentando a la señora Lelinca. Después de todo, ella y su hija eran también víctimas. ¿De quién o de qué? No lo sabía, pero continuaban compartiendo las comidas y la televisión. Aube esperaba siempre alguna carta. ¡Era necesario que alguna agencia de modelos contestara! En el buzón descubrió una tarjeta colocada sobre el número del piso de las nuevas inquilinas: Fedra Bucci Basso Bass. “¡Qué nombre!”, se dijo. Por la noche se lo comunicó a sus amigas.
—Los tres nombres son falsos y muy parecidos. Esa mujer es peligrosa. ¡Espionaje! —afirmó María.
—¿Y a quién espía? —preguntó Aube asustada.
—¡A nosotras! Es amiga de Joe, la vi entrar en su casa. ¡Cuidado! ¡Mucho cuidado! —afirmó “la soviética”. María convenció a sus amigas de llamar inmediatamente al señor Soffer y el viejecillo suplicó que lo esperaran en la puerta al día siguiente. Aube y Karin esperaron y el señor Soffer llegó puntual al mediodía. Las deliberaciones se llevaron en el estudio de la señora Lelinca. ¿Quién era la nueva inquilina? Soffer se miró las manos regordetas y sonrosadas.
—Trabaja en la Oficina Federal del Seguro del Desempleo —contestó.
Todos, hasta Ken que había acudido a aquella cita importante, se quedaron boquiabiertos. ¡Y él estaba sin trabajo!
—No es guapa, pero no es mala —afirmó el señor Soffer.
—¿Ha visto los andrajos que subió? Si trabajara tendría muebles, ropa —contestó Aube.
—No todas las mujeres son guapas y coquetas como usted, señora Mayer —dijo Soffer.
Ken sacó de su bolsillo la queja escrita contra Linda y Joe y obligó al viejecillo a firmarla. Después la firmaron Aube y Karin. “La soviética” le hizo una seña a la señora Lelinca indicándole que no firmara y ésta enrojeció y se negó a estampar su firma.
—¿Por qué? ¿Por qué?… ¡Firma! —exigió Lucía. La deslealtad de su madre para con sus amigas la cubrió de vergüenza.
—Tengo miedo…
En unos minutos Karin recogió las firmas de las dos hermanas de color, del abogado Green y de Nety; después bajó a ver a Gail y encontró un papel clavado en su puerta anunciando que se había ido de viaje. “La vi esta mañana…”, se dijo Karin asustada. Subió para llamar en la puerta de Fedra.
—¡No contés conmigo para discriminar a nadie! —le gritó Fedra Bucci Basso Bass. Y cerró de golpe.
El señor Soffer, acompañado de Ken, salió rumbo a la comisaría. Antes entraron a la boutique Butterfly y Madame Schloss estampó su firma. A partir de ese día, la vida se volvió insoportable: todos desconfiaban de todos y se hacían la misma pregunta: “¿Quién trajo a Joe?”. Por las noches, las escaleras se llenaban de gritos y carreras. Blancos y negros drogados llamaban a las puertas y las mujeres temían reunirse, por miedo de alcanzar su puerta y hallarse frente a algún drogado. Aube colocó varios cerrojos y la señora Lelinca una cadena, que amaneció rota una mañana. Fue esa mañana cuando alguien llamó a su puerta. Al abrir, la señora Lelinca se encontró frente a Joe, enorme, envuelto en su bata marrón, casi desnudo.
—¿Quiere fumar? Sé que tiene problemas y esto ayuda —le dijo tendiéndole un cigarrillo malhecho y con tufo a mariguana.
Ella se quedó atontada, pues Joe, sin esperar respuesta, se introdujo en su piso y observó con curiosidad a Lucía, que todavía estaba acostada. La falta de maquillaje la mostraba pálida y con cercos oscuros alrededor de los ojos. Al verlo, la chica se enderezó en la cama.
—¡Fuma! —le ordenó Joe tendiéndole el cigarrillo.
—No. Muchas gracias —contestó Lucía, mientras su madre de pie veía a Joe acomodarse en la mecedora y lanzar miradas hacia todas partes, como si temiera que alguien estuviera oculto. Solo Lola se había metido debajo de la cama y escuchaba. Joe se puso inquieto y, con rapidez, se tiró al suelo y descubrió a la desdichada.
—¡Joe, tú sabías que tenían a alguien escondido! ¡Oh! Joe… Joe, siempre te dije que tenías algo en los sesos. Nunca fuiste tonto, Joe. ¡Lástima que te escapaste del colegio!… ¡Lástima! Doctor Joe, abogado Joe, te dirían ahora, pero tú, Joe, hiciste tu voluntad y ahora no puedes ayudar a esta pobre señora. ¡Pobre dama! ¡Huy!… ¡Qué pena! —dijo Joe y volvió a insistir en que la señora Lelinca fumara.
—¡Es mariguana! —le reprochó la mujer retirando la enorme mano de Joe que se empeñaba en acercarle el cigarrillo a la boca.
—¡Eso mismo! ¡Ma-ri-gua-na! Joe, no golpees a la señora. Joe, no la obligues a fumar. ¡Hey! ¡Hey! Joe, recuerda que ella no firmó la queja contra ti, como lo hicieron esos cerdos. ¿Verdad, Joe, que tú puedes ayudarla? Sí, sí puedes. Tus hermanos se ocuparán de ella. También de la chica enferma, ¿verdad? —dijo el negro y continuó dando chupadas al cigarrillo y observando con el rabillo del ojo a las dos mujeres aterradas.
—No le dicen nada a Joe. Pero Joe hablará con sus hermanos. Si alguien las ataca, llamen a Joe. ¿Entendido? Joe podría ir a la comisaría a denunciar lo que piensan hacerles, pero Joe no puede ir a la comisaría. ¡El FBI no lo quiere! ¡Lástima, Joe! Has estado dos veces en presidio. ¡Dos veces! Joe, no mientas: has entrado once veces en la cárcel… once —repitió Joe en voz baja.
—¿Once veces? ¿Por qué? —preguntó Lucía.
Joe se columpió alegremente en la mecedora, se echó hacia atrás y soltó una carcajada. Su voz y su risa eran bajas y apagadas. Se llevó la mano a la cabeza y fijó sus ojos redondos en la chica.
—Esto no se lo vas a decir a las cerdas amigas tuyas. ¡Joe nunca estuvo en la cárcel!… Joe sí estuvo en la cárcel… Los cochinos judíos y los cochinos blancos quieren que Joe se muera, que no trabaje en su comercio, que no viva con Linda, que no vea a sus hermanos. ¿Tú quieres eso? —le preguntó a Lucía.
—¡No, no! Yo quiero que seas muy feliz… Pero ¿por qué estuviste once veces en la cárcel? —insistió la tonta de Lucía.
Joe se puso de pie de un salto, su bata marrón de baño se abrió y enseñó su barriga, le dio una patada a la mecedora y se volvió a la señora Lelinca con aire contrito:
—Dile a tu hija que no pregunte nada a Joe. ¡No puede ir a la comisaría a denunciar lo que les van a hacer! ¡No puede! Ha estado once veces en la cárcel y tú lo sabes… sí lo sabes: la palabra de un convicto no sirve, hermana. ¡No sirve! ¿Puedo llamarte hermana?
—Sí, llámame hermana. Dime, ¿quién va a hacernos algo… y cuándo? —preguntó la señora Lelinca con las rodillas flojas por el miedo que le provocó la confidencia de Joe.
Joe volvió a sacudirse de risa. Movió la cabeza y la miró con curiosidad.
—¿No lo sabes?… ¡Hey! ¡Hey, Joe! No lo digas. Entonces es un secreto. ¡Un secreto! Pero puedes llamarme cuando me necesites —terminó.
Con una majestad estudiada, Joe se dirigió a la puerta. Antes de salir se volvió a la madre de Lucía, se llevó un dedo a los labios y dijo con voz autoritaria:
—¡Silencio! ¡Joe no es un soplón! No, no es un soplón. ¿Verdad, Joe? No digan nada a nadie —y bajó las escaleras silbando.
La señora Lelinca y su hija permanecieron mudas. No comieron y Lola se rehusó a salir de su escondite. ¿Joe había venido a amenazarlas? Era un astuto. Se había dado cuenta de que por miedo no habían firmado la queja. ¡No, tal vez por agradecimiento quería prevenirlas de algún peligro! Lo peor era que no podían consultar con nadie. En el maldito edificio todos se enteraban de todo aun antes de que sucediera. “¡Joe no es un soplón!”, había dicho el negro, y si se enteraba de que ellas se habían confiado en alguien, entonces sí que les sucedería lo peor. El miedo se instaló en su estudio y el menor ruido las sobresaltaba. ¿Cuándo terminaría ese infierno? Tal vez lo más prudente era mudarse. Leyeron los anuncios de los pisos vacíos que estaban en el periódico. Eran carísimos. Ellas sobrevivían de una miserable pensión que siempre llegaba con retraso, a veces se perdía y apenas alcanzaba para pagar el alquiler de Soffer en abonos, para alimentarse de comida enlatada, la más barata. Inmóviles vieron avanzar el día y oscurecer.
Aube vio entrar a Joe en la casa de Lucía. “¡Las traidoras, por eso se negaron a firmar la queja!”. Ahora, la ira de la mafia caería sobre ella y sobre Karin, dos mujeres indefensas. “Lo merezco. No sé quiénes son esas mujeres”. Recordó la voz gangosa: “Usted ignora quién es esa vieja prostituta…”, y Aube perdió el apetito. Tampoco comió Karin. Temerosas de que Fedra Bucci Basso Bass escuchara su conversación, guardaron silencio. No contaban con nadie: la Schloss era demasiado rica y amiga de Al; además, cerraba su tienda temprano y se retiraba a su casa de lujo. ¡Era odiosa! El abogado Green se encerraba muy temprano con Nety y ambos permanecían muy quietos. ¡Tenían miedo! Sobre todo desde que tuvieron la ocurrencia de firmar la queja. ¿Y la policía? ¡No hizo ningún caso! “Ahora Joe me va a demandar y esa lista de la Lelinca le servirá de testigo”, se dijo Aube furiosa. Joe había ido a ofrecerle dinero, por eso estaba callada. Era “una rata hambrienta”: había aceptado el dinero y firmaría la queja de Joe. Llamó al señor Soffer.
—Señora Mayer, señora Mayer, tenga paciencia, ya contestará la policía… No, no, la señora Lelinca no le hará ningún daño. ¡Señora Mayer, es viernes, estoy muy cansado; iré a visitarla el lunes! No sé por qué tuve la mala idea de invertir mis ahorros, el dinero ganado con mi música en ese maldito edificio… ¡Me están matando, señora Mayer! —gritó el señor Soffer y con mucha cortesía colgó el teléfono.
¿Y la rata andrajosa de la Bucci Basso Bass qué pensaba? También ella era amiga de Joe. Aube encogió las piernas, apoyó la cabeza sobre las rodillas y pensó que iba a llorar. Su hija Elizabeth tenía razón: “el mal” había entrado en el edificio. Pero ¿quién era el “mal”? ¡Todos! La Lelinca, su hija, las hermanas de color, Green, Gail, Nety, Linda, Joe, la Schloss. ¿De dónde había salido aquella chusma? ¡Y la última en entrar, la Bucci Basso Bass, era la peor! Había pasado el día espiando a la señora Lelinca y ésta no había dado señales de vida, ni siquiera salió a comprar nada a la tienda de comestibles. ¡Se escondía después de su traición! Oscureció y Aube y Karin echaron los cerrojos y se tendieron en la alfombra sin cenar. No pudieron dormir; espiaban los ruidos y las carreras que subían por la escalera.
El sábado por la mañana la señora Lelinca llamó a la puerta de Aube. Ésta guardó silencio y no abrió. “Se fueron al campo”, se dijo la mujer con desconsuelo, y después de salir a comprar leche y pan se refugió en su estudio. El día transcurrió lento y cargado de amenazas. Nadie se movió en el edificio. La Bucci Basso Bass estaba encerrada con sus colchones y su perro. Hacía dos días que Mina, su hija, había salido con una maleta en la mano y el maletín de Aerolíneas Argentinas en la otra. Después nadie la había vuelto a ver. Lola se sentía muy deprimida, sin ganas de comer ni de moverse; tendida en la cama, con la barbilla apoyada sobre las manos simulaba dormir, pero al menor ruido abría los ojos y se estremecía. ¡Estaba tan cansada de huir y de esconderse que a veces se le ocurría que morirse era lo mejor que podía ocurrirle! Lucía trató de terminar La vida de Nijinsky, pero la tragedia del bailarín ruso la hizo llorar tanto que abandonó el libro y, abatida, continuó columpiándose en la mecedora.
—Andamos huyendo Lola… ¿Para qué? —le preguntó a aquella pobre desvalida.
Fragmento de “Andamos huyendo Lola” de Elena Garro (1980), Cuentos completos, Ciudad de México, Alfaguara, Penguin Random House Grupo Editorial México, 2016. (Reproducción sin fines de lucro. Todos los derechos reservados.)
Imagen de portada: Fred Bergere, Centro de Kansas en invierno, 1974. Smithsonian American Art Museum