En menos de dos años de dictadura, el Estado encabezado por Efraín Ríos Montt asesinó a 100 mil personas: 2 mil de ellas, mayas ixiles. La mexicana y ganadora del premio Mauricio Achar Random House en 2021, Ximena Santaolalla, traslada a los lectores a la Guatemala del dictador con su primera novela, A veces despierto temblando. En ella, la autora hace una exploración minuciosa de la complejidad humana en un contexto de violencia brutal a través de un texto coral. Mediante la narración en primera persona, los lectores acceden directamente a las entrañas, los miedos, los traumas o los deseos de venganza y olvido de los personajes. Esa cercanía al horror del genocidio es justamente lo que aterra y conmueve al mismo tiempo. Un canto de voces que se escuchan fuerte y siguen vivas.
¿Qué has encontrado en la escritura?, ¿qué representó el premio Mauricio Achar de cara a tu futuro como escritora?
La escritura me ha brindado mucha constancia en el día a día. Es un trabajo duro y continuo que me empuja a dar lo mejor de mí. Siempre pienso qué quiero leer y eso es lo que termino escribiendo para lectores hipotéticos. Significa también compromiso y mucha paciencia. Los resultados no llegan rápido, hay que trabajar mucho. Eso es lo que he aprendido escribiendo esta novela. Por otro lado, el premio fue un estímulo para seguir escribiendo para aquellos lectores que ahora ya son reales.
¿De qué forma te ha permitido la ficción explorar esta historia?
Cuando escuché la entrevista a Claudia Paz y Paz, la fiscal que llevó ante la justicia a Ríos Montt por genocidio —y que, además, fue parte del GIEI para el caso Ayotzinapa—, me impactó mucho. Empecé a estudiar el tema y pude conseguir la sentencia. Toda la información estaba ahí. No hacía falta que escribiera una novela, pero la mayoría de la gente no iba a leer esos documentos. Sentí que era importante escribir algo que llegara al corazón, y la ficción es la mejor manera de hacerlo.
¿Qué fue lo que más te impactó durante la investigación?
Leer los testimonios, lo que les pasó a las personas, cómo fueron violentadas en sus comunidades. También entender el trasfondo económico y político. La decisión de desatar ese nivel de violencia tuvo dos razones: por un lado, el odio a los pueblos originarios; querían una Guatemala blanca. Por el otro, buscaban acabar con todos esos pueblos ubicados en la Franja Transversal del Norte porque a las élites les convenía explotar sus tierras fértiles y ricas en petróleo y minerales.
¿Qué parte fue la que más te costó escribir en el plano emocional y cuál a nivel narrativo?
El personaje de Aura fue el más difícil. Emocionalmente es muy fuerte describir un abuso como el que sufrió. Está basada en dos víctimas reales: en Yolanda Aguilar Urízar, a quien secuestraron y torturaron durante nueve meses cuando tenía 16 años para castigar a su madre, una sindicalista guatemalteca. Y también en una joven k’iche’ que fue violada y después sufrió la desaparición de su hija.
¿Cómo trabajas el silencio, tan presente en el texto?
En el caso de Ocelote hay mucho silencio. Me inspiré en especial en El llano en llamas (1953), de Juan Rulfo, donde el silencio y la sonoridad son personajes. Tal vez por eso se siente la presencia del silencio en los capítulos como algo importante, porque la historia de Guatemala y las dictaduras tiene mucho que ver con el silencio de las víctimas y los victimarios. Es justamente eso lo que perpetúa el dolor. Por un lado, está el silencio que se debe a la culpa de los que llevaron a cabo las masacres con sus propias manos; por el otro, el de las víctimas que creen que si les pasó algo terrible, era porque algo malo había en ellas.
Sumado al silencio, hay otro personaje importante representado en lo animal y en la figura del nawal. ¿Cómo surgió?
El nawal me sirvió como metáfora de la pérdida del espíritu en el personaje de Ocelote. Quería dejar claro que el entrenamiento de élite militar está diseñado para deshumanizar a las personas, para volverlas monstruos. Los nawal tienen forma animal, pero, al perderla, se vuelven seres viles que masacran, violan y torturan. Esa pérdida es simbólica, pues, para mí, el humano es peor que el animal. La figura maya del nawal, compartida por México y Guatemala, también me sirvió para representar la hermandad entre estos países. Además, los animales también son víctimas de las dictaduras militares al ser usados para enseñar a torturar.
¿Qué otros textos te inspiraron para capturar las voces de los personajes?
La fuente principal para este libro fueron los testimonios. El primero, la sentencia por genocidio contra Ríos Montt dictada por Iris Yassmin Barrios. Algunas frases me impactaron tanto que las adapté para la novela. Luego, otros textos de autores que hablan de Guatemala, como Miguel Ángel Asturias o Rodrigo Rey Rosa. También Horacio Castellanos Moya, aunque él no es guatemalteco [sino salvadoreño nacido en Honduras]. Manolo Vela Castañeda, en su libro Los pelotones de la muerte (2014), investiga sobre los entrenamientos militares. También admiro mucho a la escritora Svetlana Alexiévich y sus obras La guerra no tiene rostro de mujer o Últimos testigos (ambas de 1985), que tratan sobre el rompimiento entre generaciones. Otra gran fuente de inspiración fue Hijo de la guerra (2019), de Ricardo Raphael, o Claus y Lucas (1986), de Agota Kristof.
Pasando de los personajes a las personas, ¿pudiste hablar con los testimoniantes?
Sí, no fue fácil; aunque ya han pasado cuarenta años, la situación en Guatemala sigue siendo delicada. De hecho, Zury Ríos, hija de Ríos Montt, dice que no hubo genocidio y tiene el apoyo de los militares y empresarios que se beneficiaron de la dictadura. A los testimoniantes les daba miedo hablar, que nos escucharan. Me pidieron que no dijera sus nombres. Por ejemplo, hablé con una chava que me contó que se llevaron a su papá y nunca lo regresaron. Supieron de él porque en el diario militar —allí se ofrecían datos sobre la gente que desaparecía y lo que les hacían— apareció su nombre. Lo torturaron de forma espantosa y después lo mataron. También hablé con una mujer que fue guerrillera durante tres meses y cuyo esposo fue asesinado durante la dictadura. Estos testimonios me ayudaron a corregir algunas cosas, me enseñaron qué palabras se usaban en esa época, por ejemplo.
Trabajar la sonoridad y el lenguaje significó un reto, ¿cómo fue?
Los personajes me daban la pauta. Ellos me decían cómo tenían que hablar de acuerdo con su posición histórica, social y geográfica. Yo solo debía hacerles caso y aprender. Escuché la radio, leí libros y hubo otras personas con las que revisé el texto.
La cuestión del abuso ronda el texto: “Supe cosas de personas sobrevivientes. Aunque no les llamaría ‘personas’, más bien cuerpos vacíos, vaciados, que quedaron vivos medio muertos.Mal”. ¿Qué sucede después?
No puedo saber qué hay después de una situación así de terrible, pero en las mujeres que sufrimos una agresión sexual primero hay una negación, para protegernos. Después hay culpa, esa sensación de tener algo podrido o sucio, “si me pasó algo terrible, debe haber algo terrible en mí”. Es un camino larguísimo que nunca termina y que se vuelve parte de nosotras. No digo que el abuso “se vuelva” la persona, pero sin duda estará presente. También existe vergüenza al contarlo. Se puede notar en las grabaciones de los testimonios. Es horrible y triste, pero natural en el proceso para sanar. En muchos casos hay algo de autodestrucción, por eso el camino es ambiguo, nunca recto: da muchos giros, como una espiral. A veces resulta frustrante porque da la impresión de que no se avanza. Hay demasiada neblina. Pero también hay momentos de mucha alegría al sentirse un poco mejor.
Háblanos de la presentación en Guatemala.
Uno de los libreros me comentó “Te quiero agradecer por contar la historia que nosotros no nos atrevemos a contar”. Yo le contesté que eso no era verdad, que a ellos sí les podría pasar algo. La amenaza, para ellos, es real. Una chica k’iche’ se acercó en la presentación para contarme que sus papás no estaban bien, que durante la dictadura asesinaron a varios parientes. Ella no entendía qué había pasado porque no le contaban nada. En la escuela tampoco se hacía mención de ello. Mi libro, me dijo, le había ayudado a entender mejor la historia y a su familia.
En otras entrevistas hablas de la necesidad de obsesionarte con las historias. ¿Qué temas te preocupan?
Me importa el dolor humano y poder transmitir lo que ocasiona un abuso en las personas. Eso puede conectar con quien lo ha padecido para que no se sienta mal con las consecuencias. Entender que es normal pasar por momentos extraños donde actuamos de forma errática o tenemos reacciones autodestructivas. Eso es lo que quiero mostrar en mis textos. También me interesa explorar por qué las personas dañan a otras o a los animales. Para mí es un misterio, no entiendo por qué alguien querría hacerlo. Me gustó meterme en las entrañas de quienes se comportan así, aunque da miedo, porque cuando te acercas mucho al fuego te puedes quemar. Cuando escribía la novela temía que me tragara ese lado del mal que existe.
México está presente en el libro ¿Por qué mencionas Jalisco, Michoacán y Guerrero?
Escogí esos estados porque ahí se ubicará otra de mis novelas. Quería hablar de mi país porque también es muy violento y tiene grandes problemas. Era relevante para mí decirlo. En Jalisco se gestó la primera organización criminal mexicana que se dedicó exclusivamente al narcotráfico. Ahora el Cártel Jalisco Nueva Generación es uno de los más importantes. En Michoacán surgieron las autodefensas, que sirven de protección del narcotráfico y del terrorismo de Estado. Guerrero es importantísimo en cuestión de insurgencias, a pesar de que no hemos escuchado nada desde 2017 porque el Ejército y el crimen organizado arrasan con cualquier levantamiento. Pensemos en Ayotzinapa, en 2014.
¿En qué trabajas ahora?
Estoy acabando una novela más íntima y psicológica, narrada por un solo personaje en dos tiempos, niña y adulta, sobre una familia disfuncional en la Ciudad de México. El otro texto en el que estoy trabajando retoma a Gavilán y Estrella. Empezará en los años setenta en Guerrero y luego saltará al año 2000. Hablará de cómo con la tecnología actual es difícil que sobrevivan movimientos insurgentes, pues son fácilmente aplastados, y de cómo muchas veces el crimen organizado hace mancuerna con la milicia. También de la minería extractiva en ese estado, un problema muy serio por los desplazamientos forzados masivos, la trata y la devastación ambiental que provoca. Antes, al crimen organizado no le convenía la minería. Sus integrantes seguían con sus plantaciones de marihuana y amapola, pero ahora ganan más con la explotación minera, ilegal y legal.
Imagen de portada: Guatemala, 2012. Flickr