Irse. Hay que irse. Cuántas veces no he escuchado este imperativo llegado de ninguna parte y sin embargo ineluctable so pena de muerte o, lo que es peor, de marchitarse lentamente, de extinguirse. Irse en nuestro mundo llamado “árabe” es tal vez el imperativo más cumplido o anhelado. De hecho, el término “mundo árabe”, que abarca un concepto geopolítico sumamente problemático, colonial y poscolonial, es por sí solo responsable de un gran número de desplazamientos de población. Este término geopolítico, basado en una lengua compartida, el árabe, es en realidad bastante reciente, data del siglo XIX. También podría decirse que sus orígenes se hallan en la proximidad territorial. Árabe designa a un pueblo que habría habitado el desierto sirio-mesopotámico y el noroeste de Arabia. Dicho pueblo llevaba en acadio el nombre de Aribi, Arubu, Urbu, en hebreo ‘Arab (Arbí, un árabe). Su lengua era el árabe. Sin embargo, mucho antes de los acuerdos de Sykes-Picot en 1916, esta palabra se refería únicamente a los habitantes de Arabia, conocida hoy como Saudita. Aquéllos eran nómadas y el término “árabe” los sigue definiendo en Egipto: son los beduinos de los desiertos del Este y del Oeste. Poblaciones con un modo de vida análogo ocuparon alguna vez el desierto sirio y la península del Sinaí, pero se ignora si hablaban una lengua árabe. La etimología de la palabra árabe es oscura. Árabe y lengua árabe están intrínsecamente ligados al desierto y al nomadismo. Por otro lado, la palabra hebrea ‘Arabah indica el desierto y más específicamente la depresión desértica al sur del Mar Muerto.
El término cobra importancia con el auge del nacionalismo árabe, en particular en Egipto bajo el régimen de Nasser, quien nombra al país la República Árabe Unida, borrando de un solo golpe la palabra Egipto de su denominación. Este Egipto no sin nombrar se relaciona tanto con los argelinos en busca de liberación como con los palestinos a punto de formar su primera organización política en la diáspora, la OLP. La ideología del nacionalismo árabe de orientación socialista, aliado de la Unión Soviética y de sus satélites en los países del Este, en efecto cuestiona los acuerdos de Sykes-Picot que previeron la división del Medio Oriente entre las potencias colonialistas de la época: la británica y la francesa. Se trataba entonces de repartirse los territorios del hombre enfermo de Europa, el Imperio Otomano, después de su derrota en la Primera Guerra Mundial. A los franceses les correspondía el Levante (Siria, Líbano) y Mosul; a los británicos Mesopotamia, Transjordania y Palestina. Estos acuerdos fueron interpretados como una traición por las fuerzas nacionalistas árabes: contradecían las promesas que les había hecho el Residente Británico en el Cairo, sir Henry McMahon, quien se comprometió a crear un reino árabe unificado en recompensa por el levantamiento árabe en contra del Imperio Otomano. Chérif Hussein debía fungir como califa. Sin embargo, la conferencia de San Remo (1920) celebrada tras la derrota del Imperio Otomano, trazó fronteras artificiales y creó países, como Siria y Líbano, bajo protectorado francés, Palestina e Irak, bajo protectorado británico, además de Egipto y Sudán. Estas fronteras artificiales a menudo fraccionaban unidades geográficas, humanas y culturales evidentes. Fue el caso en particular de Al-Jazira y del Valle del Éufrates, divididos entre Siria e Irak. A través de estas nuevas fronteras, una migración intra-árabe se lleva a cabo según el imperativo histórico y político, incluso económico, del momento. “Así, a manera de ejemplo, citemos las migraciones intra-árabes entre las que se encuentra la de los argelinos hacia Marruecos, Túnez y Siria, una migración que arranca al día siguiente de la colonización de Argelia por Francia, en 1830. También es el caso de los palestinos, quienes, al inicio de la Nekba de 1948, se refugiaron en Jordania y en Siria. En ambos casos se trata de un exilio que les permite huir de la opresión de un invasor”.1 A finales del siglo XIX y principios del XX, la ocupación del Imperio Otomano en Medio Oriente y la miseria en Argelia obligaron a las poblaciones a huir hacia destinos como América del Norte y Europa. Más tarde, el descubrimiento de petróleo en los países del Golfo Pérsico, en Irak y Libia, drenó mano de obra y profesionales provenientes sobre todo de Egipto, Palestina, Marruecos y Túnez. Los países árabes y en particular los países del golfo árabe-pérsico que conforman el Consejo de Cooperación del Golfo, además de Irak y de Libia, atraen unos 3.5 millones de árabes. Europa occidental cuenta con poco más de cinco millones, y América (América del Norte y América Latina) son los albergues más importantes de la migración árabe, con entre 14 y 30 millones de personas. Las cifras de aquí y allá son dispares: según algunas fuentes serían poco más de 14 millones en total, mientras que, si se combinan otras fuentes, se calcula un número máximo de 50 millones. Estas fluctuaciones se deben a las carencias de algunas estadísticas. En realidad, la cifra de tres millones tan sólo abarca el número de migrantes egipcios en el Golfo Pérsico.2 El ministerio egipcio de inmigración calcula por su parte que hay entre nueve y diez millones de egipcios en el extranjero, de los cuales 6.5 millones habitan los países del Golfo Pérsico. Toda la región del Medio Oriente es un lugar de grandes diásporas (judía, griega, armenia, palestina o libanesa). La palabra diáspora expresa la “posibilidad de mantener o fundar una identidad más allá de la distancia y de la discontinuidad del territorio de dicha identidad”.3 Si se adopta esta definición, se puede decir que existe una diáspora de judíos egipcios en Europa y América del Norte, así como existe una diáspora copta en Europa, América del Norte y Australia. Sin duda, la revolución del 25 de enero de 2011 en Egipto contribuyó a la formación de una diáspora egipcia que trasciende las divisiones religiosas y sociales. Pude ser testigo de ello en los eventos que organizamos en París para apoyar la revolución. De igual manera, la diáspora apoya al país de origen. Las remesas enviadas por los emigrados desde sus países de residencia fueron una fuente vital para la economía egipcia, en particular en 2011, cuando se derrumbó debido al descongelamiento masivo de las estructuras estatales. Estas transferencias, que representan alrededor del 5% del PIB, pasaron de 3.2 mil millones de dólares en 1985 a 8.7 mil millones en 2008, antes de disminuir ligeramente en 2009 y 2010, a causa de la crisis financiera. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados estimó que a finales de 2016 había en el mundo 65.6 millones de personas desarraigadas y desplazadas, es decir, un número superior a la población de Francia y a la de 90% de los demás países del planeta, y dicha cifra sigue en aumento. El conflicto en Siria, sin solución desde hace ya siete años, ha causado el número de refugiados más grande de los últimos tiempos (5.5 millones). Pero en 2016 la migración más grande provino del Sudán del sur: la catastrófica ruptura de los esfuerzos por la paz, en julio, engendró la partida de 737,400 personas antes de que finalizara el año. En total, unos 3.3 millones de sursudaneses huyeron de sus hogares en esta crisis de desplazamiento con el índice de aumento más alto del mundo. En cifras absolutas, Siria sigue contando con el número más elevado de desplazados, internos o refugiados fuera del país: 12 millones de personas (65% de la población). Los desplazados iraquís alcanzan 4.2 millones. El panorama es paradójico: el mundo árabe que arroja a las carreteras a millones de refugiados acoge al mismo tiempo al 26% de ellos. Egipto es un claro ejemplo de ello con la transformación que originó la migración masiva hacia los países del Golfo Pérsico, sobre todo hacia Arabia Saudita, antigua enemiga del gobierno de Nasser. A raíz de esta migración, Egipto se convirtió en un país con valores nuevos, un Egipto re-islamizado según un modo de reproducción mimética visible hasta en el atuendo de los egipcios que vuelven, triunfantes y orgullosos de sus nuevos conocimientos: los enarbolan al tiempo que se envuelven en los velos de sus amos sauditas y emiratíes. La palabra “amos” no se emplea aquí como juicio de valor, pues describe precisamente las relaciones laborales que siguen prevaleciendo en los países del Golfo. Son pueblos que ni conocen ni reconocen el trabajo como un valor y una fuerza: lo consideran un tipo de mendicidad. Por ello, un trabajador egipcio, sea cual sea su nivel educativo, deberá tener siempre un kafeel, a saber, un maestro nativo o un tutor que garantice su existencia, se quede con su pasaporte y a menudo hasta con su sueldo. Dicho kafeel puede ser una persona física, o moral cuando el empleador es el Estado o una institución pública. El trabajador no puede hacer nada sin su consentimiento. Esta población masiva, representante de todos los estratos de la sociedad egipcia, reinyectó a su país de origen los valores extranjeros recientemente adquiridos, como si el sometimiento rimara con el bienestar material y con la culpabilidad por las creencias, de pronto juzgadas lascivas y permisivas, que hasta entonces dominaban en la sociedad egipcia. Era necesario redimirse y volverse como los sauditas, privilegiados y practicantes. Los signos exteriores fueron copiados hasta en los mínimos detalles, empezando por lo que ha sido llamado el velo islámico. En el contexto de la Guerra Fría, este movimiento se combinó con otro fenómeno. El presidente Sadat, miembro del movimiento de los oficiales libres y aliado de la Unión Soviética, cambió de trinchera, pactó con Estados Unidos y adoptó políticas económicas neoliberales. Para llevar esto a cabo, para oponerse a la izquierda dominante, presente en sindicatos y universidades, y seguir los pasos de la administración estadounidense, ¿quiénes podían ser sus aliados si no los islamistas que se hallaban encarcelados o exiliados? A finales de los años setenta, Sadat asume dos políticas: la primera consiste en liberar a los islamistas aún encarcelados, la segunda en regresar a los que se habían exiliado en Arabia Saudita o en Pakistán. La guerra entre soviéticos y afganos le ofrece un pretexto perfecto para iniciar las movilizaciones, incluso para el envío de yihadistas a Afganistán con la encomienda de salvar al Islam de los ateos e infieles soviéticos. Estos enemigos son desde entonces asociados con la izquierda laica egipcia. Ése es el contexto en el que pasé mis últimos tres años en Egipto, como mujer de izquierda y feminista.
Primer encuentro con los integristas
Es 1979. Soy una estudiante de letras y también una militante de extrema izquierda en la Universidad de Minia, una ciudad tranquila del sur de Egipto. En octubre, a principios del año escolar, un grupo de militantes islamistas recientemente liberados de la cárcel por Sadat, decide marcar su entrada en el terreno político, aún dominado por la izquierda y hasta por la extrema izquierda en las universidades egipcias, con un incidente que puso fin a la presencia de la izquierda, al menos en mi universidad, hasta el día de hoy. Un estudiante se encuentra en el patio, frente a un anfiteatro, apoyado en su bicicleta, y a su lado está una joven que desea aprender a andar en ella. Un islamista los interpela e intenta separarlos: “Usted sabe, hermano, que la promiscuidad entre hombre y mujer está prohibida en el Islam”. Los jóvenes lo mandan al diablo, le responden que no es asunto suyo. Poco a poco sube la tensión, un grupo de estudiantes de izquierda y algunos liberales se unen a la pareja, mientras que una horda de islamistas llega con barras de hierro, nudilleras de metal y cuchillos, al famoso grito de “Allah Akbar”. Se entabla una batalla entre los estudiantes desarmados y sus oponentes armados hasta los dientes. El grupo de liberales decide parapetarse en el segundo piso del anfiteatro y alertar a las autoridades. Los estudiantes logran cerrar la puerta en espera de la policía. Pero la policía llegó cuando ya había ocurrido una masacre. El resultado del ataque fue de varias personas muertas, arrojadas desde el segundo piso, unos treinta heridos, algunos con secuelas de por vida, aquellos cuyas piernas fueron trituradas con las barras de hierro. Los islamistas nunca fueron juzgados, ni siquiera detenidos. La consecuencia más duradera, histórica, fue la abolición de un espacio político que hasta ese momento había sido muy dinámico en la universidad; la separación entre hombres y mujeres; la imposición casi por la fuerza del velo islámico; la intimidación de los profesores, en su mayoría liberales; y la amenaza permanente en contra de las y los que, como yo, se oponían a dicha política. Vi cómo fue destruido el escenario de un teatro y toda representación proscrita. Vi cómo fueron prohibidas las fiestas universitarias. Vi cómo mi revista mural fue destrozada con una navaja que después fue apuntada hacia mí con un gesto amenazador. Fui vigilada, se me amenazó de muerte; fui el blanco de una campaña de calumnias organizada durante la oración de mediodía que, por primera vez en la historia de la universidad egipcia, se llevó a cabo en el patio de la facultad. Acusada de prostitución y de moral ligera durante la plegaria, tuve que acudir al rector. Le conté lo que pasaba abajo, en el patio, del terror que reinaba en la facultad, de las calumnias, a lo que él respondió: “No puedo hacer nada. A ti te acusan de prostitución, a mí ya me acusan de maricón”. Así, mi vida en aquella pequeña ciudad se convirtió en un infierno, cuando aún no cumplía veintiún años. Un gesto del cual no me enteré hasta mucho tiempo después me salvó la vida. Un pariente mío, cercano a los islamistas, no podía tolerar que me trataran así debido a los lazos familiares bastante feudales prevalecientes en esa región. Lo que después supe me dejó estupefacta y hasta el día de hoy me cuesta trabajo creerlo. Ese pariente, un hombre barbudo, dijo a los islamistas que yo era virgen y que se podía pedir a un doctor un certificado médico para comprobarlo y luego presentar una demanda por difamación. La credibilidad del grupo sufriría al infamar a una joven virgen. El acoso en mi contra cesó de tajo. Yo no hubiera aceptado nunca ese gesto de haberlo sabido, pero fue así como obtuve algo de paz para poder terminar mis estudios. Poco a poco los islamistas radicales dominaron el espacio universitario y hasta el país entero. Dos años después asesinaron a Sadat. Los islamistas que se habían vuelto lo suficientemente fuertes como para formar un poder paralelo no se conformaban con atacar a las mujeres, sino también a los coptos. Ellos constituyen la primera diáspora egipcia en el extranjero y su número va en aumento. Ahora eligen países nuevos como Sudáfrica y hasta Georgia para exiliarse, pero en aquella época Estados Unidos, Canadá y Australia eran sus países de predilección. Ahí fundaron comunidades muy organizadas. Una de mis experiencias trágicómicas de aquel año fue mi protesta en contra del tratamiento infligido a los coptos. Se les hostigaba en la calle, con el incendio de sus iglesias y sus casas, con ataques a sus tiendas, con asesinatos. Yo misma fui agredida en un autobús de estudiantes y por poco me linchan porque me consideraron copta por no llevar puesto el velo. Los coptos conforman la mitad de la población de Minia, una ciudad que hoy sigue siendo un foco rojo por las mismas razones.
Como no teníamos impresoras ni fotocopiadoras utilizábamos papel carbón para hacer volantes. Me puse a escribir un texto para denunciar las prácticas islamistas en contra de los coptos de Minia. Con mis hermanas, copiamos a mano unos treinta ejemplares. Una de mis hermanas dejó algunos en los cajones de los escritorios de los estudiantes de preparatoria. Yo los pegaba donde podía, hasta en el elevador del edificio en donde vivíamos, puesto que la mitad de los residentes eran coptos. El volante fue arrancado por una vecina copta que no quería tener problemas. Luego fui convocada por la policía política junto con mi padre, siendo él mismo oficial de policía. Me dijeron claramente que los islamistas eran sus protegidos y que yo no podía nada contra ellos. Durante mi cuarto y último año en la universidad me dediqué solamente a la literatura, la música y el psicoanálisis. Luego pasé un año en El Cairo y me fui a Francia en donde ya casi no resido porque siento una segregación muy fuerte. Me fui a México, a los Estados Unidos, a Alemania, a España y a Marruecos. Sigo mi peregrinar sin descanso.
Imagen de portada: Arnaud Zein El Din, Sultan Hassan, 2017.
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Salah Ferhi, Migrations société, 2009/5 (núm. 125). Centro de Información y de Estudios sobre las Migraciones Internacionales. ↩
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Delphine Pagés-El Karoui, “Égyptiens d’Outre-Nil: des diasporas égyptiennes”, Tracés, 23, 2012, Diasporas, pp. 89-112. ↩
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Stéphane Dufoix, Les diasporas, París, Presses Universitaires de France, 2003. ↩