William dibuja con un lápiz a la luz de una salita. Lo hace de manera natural, como si su mano siguiera un mapa de ríos imaginados previamente. Pero lo que plasma son escenas de comedias que, sin que nadie se lo pida, decide llevar a cabo. Y su hermano menor, un tal Henry, lo observa desde el suelo, de la misma forma en que se mira caer un rayo a través de una ventana: con asombro, contemplativo, apabullado por esa ligereza del trazo que apenas desata unos cuantos gestos —“las cejas en constante acción”— en el dibujante. Se trata de una mirada genuina, que surge con el afán de respetar los rangos de las edades. Así lo miraría siempre Henry. William, en cambio, ni siquiera repara en el espectador, su presencia le representa algo similar a un objeto de la estancia. Ante todo prefiere el silencio, la concentración, la voluntad de las formas y, de un instante a otro, parece que estar con Henry es igual que no estarlo. Ciertamente, lo que quiere es dibujar. Ese impulso lo abstrae de cualquier lazo, lo lleva a un lugar mental al que su hermanito todavía no llega. Es poco más de un año el que los separa, pero para Henry serían muchos más:
Una de [mis impresiones], y probablemente la más inmediata en manifestarse, fue la de mi hermano ocupando un lugar en el mundo al que yo no podía aspirar en absoluto, y con respecto al cual me parece haber sido siempre consciente de haber renunciado a toda pretensión. La pálida luz del recuerdo me devuelve la noción resignada y decidida de que lo veía ya por delante de mí del modo más ejemplarizante […] como si en los dieciséis meses en los que su experiencia del mundo precedía a la mía me hubiese tomado tal ventaja que yo jamás, en lo que duró nuestra infancia y juventud, logré ponerme a su altura o adelantarlo.
William, nacido en 1842 en Nueva York, se encamina al dominio del dibujo desde sus primeros años; muestra dotes de una inteligencia sensible que reconoce las texturas y las proporciones. Él y Henry toman clases de técnica. Pero es evidente que Henry, quien dibuja mayormente con pluma —un detalle que a contraluz podría darnos un perfil sobre la línea trazada; a él no le importa equivocarse en sí—, lo hace por seguir sus pasos. “La satisfacción más inmediata estriba en la imitación, en la emulación”, diría mucho después el autor de Una vuelta de tuerca, “eso en mi caso, en el de W. J. no precisaba otras razones o evidencias que su propia facilidad”. Llanamente, lo que lleva a ese niño a mirar a su hermano mayor es puro embeleso. Un día, en una excursión, Henry se ofrece a acompañarlo, pero el otro responde: “sólo juego con niños que dicen groserías”. Dominado por una suerte de autocontrol del lenguaje, que lo obliga a vigilar sus palabras el día entero, como el hijo bien portado que es, a Henry no le queda más que aceptar que no es parte de esa categoría, y que ni siquiera tiene el deseo de pertenecer a ella. Por más aptitudes que tenga, no se siente cualificado. Nunca compartieron aula. Ni siquiera participaron en el mismo juego alguna vez. La distancia se siente tan real que abre un abismo: “siempre estaba a la vuelta de la esquina, fuera de mi vista. (…) él ya había salido [cuando] apenas yo había acabado de entrar”. Ser hermano. Estar lejos. Eso era William para Henry James.
El hermano ideal
Se sabe que tras la muerte de William, en 1910, Henry, dolido profundamente, casi al grado de experimentar cierta orfandad, decide escribir una serie de notas biográficas, a petición de su cuñada y ahora viuda, Alice. El escritor se encuentra acaso en su mejor época para desarrollar una ficción; tiene 67 años. Sin embargo, movido por un gesto fraterno, explora en el tiempo más remoto de la memoria. Sin nada más que un puñado de cartas, se encierra en su habitación de Chelsea para llevar a cabo un aparente homenaje: “lo que de momento me interesa, sin embargo, es identificar el escenario de nuestras impresiones primeras”, apunta. El estilo de Henry, maestro ya del narrador no confiable, subjetivo hasta la médula, termina por capturar, quizá sin proponérselo, diversos momentos en cuyo centro está él y, por contados segmentos, William, o una versión suya que, bajo el punto de vista del hermano menor, parece huraña y hasta petulante. Lo cierto es que, tras publicarse en 1913, A Small Boy and Others, junto con un segundo volumen que vio la luz el siguiente año, pudo saberse de primera mano sobre la vida privilegiada que tuvieron ambos y la relación compleja que los hacía poseer una suerte de rivalidad que no trascendería a su trabajo, pues, con el paso de las décadas, lo que Henry sería para la literatura —una estela potente cuyo rastro abrigó a las siguientes generaciones de escritores—, William lo sería para la filosofía y la psicología. Hijos de una familia rica y representativa de los Estados Unidos del siglo XIX, radicados en Nueva York, cuidados por decenas de institutrices, los James siempre tuvieron acceso a la educación; a su alrededor estuvo rondando el halo de la formación científica y, aunque tenía un peso distinto, también la del arte. William —heredero del nombre del abuelo paterno, un inmigrante irlandés del que obtendrían una fortuna útil para dar a la familia, especialmente a los nietos, una vida de viajes— reveló una vocación demasiado pronto. A sus padres no les agradaba que se convirtiera en pintor. El tercer viaje que hicieron a Europa tenía la enmienda de distraerlo. Henry James padre mostraba una oposición férrea; estaba convencido de que al llevar a sus hijos a Alemania se encandilarían con el idioma y optarían por aprenderlo. William se mantuvo firme, aun en ese continente que los deslumbraba culturalmente. La familia entera regresó a Estados Unidos. Una vez matriculado, se volvió aprendiz en la escuela de William Morris Hunt; pero algo cambió en el entonces joven artista, no se sentía preparado, no creía tener talento. Una percepción que, después de todo, habría aliviado a su padre. William decide estudiar química y medicina en Harvard. Mucho antes de convertirse en el admirado profesor de anatomía y fisiología, y de su arribo a la filosofía y sobre todo a la psicología, se enfrenta a una salud atropellada que lo aleja de los laboratorios. La vista se le cansa, lo cual le impide emplear microscopios, y la espalda le duele si permanece mucho tiempo de pie. En 1865 se integra a una expedición al Amazonas, un viaje con carácter científico. Entonces convive de manera cercana —al menos en cartas— con Henry, quien ya comenzaba a dar pasos en la escritura, nada que fuese significativo para el resto de los James y mucho menos para su propio hermano. Henry compartía con William los dolores de espalda. Pero éstos desaparecen cuando el hermano mayor, al volver de Brasil en 1866, tras quince meses, parte hacia Alemania en busca de su propia salud. Henry manifiesta continuamente a su madre que, con la ausencia de su hermano, los padecimientos se nulifican. Pero al regreso de William, Henry deja de publicar, deja de leer y de escribir, incluso vuelve su dolor de espalda.
William tuvo presente que su paso por la medicina, más allá de cumplir las expectativas paternales, trazaba un subterfugio de sus propios intereses: en el fondo, evadía las clasificaciones científicas, prefería la experiencia sensorial y la abstracción; la enseñanza llevada de la mano por una práctica significativa. La psicología, que entonces se trataba de una serie de sospechas, se presenta en su formación de modo inesperado, como a un buscador de metales que sin preverlo da con un cofre lleno de monedas: “La primera conferencia sobre psicología que escuché fue la primera que di”. Uno de los méritos que figuran en su trayectoria es haber constituido el primer laboratorio de psicología de Estados Unidos, en 1875, aunque jamás se encontraría del todo cómodo en espacios dedicados a desarrollar experimentos. En gran medida, los viajes a Europa lo acercarían a las ideas más actuales de la época y lo harían relacionarse con pensadores, filósofos y científicos; entre ellos, destaca su vínculo con Charles S. Peirce, con quien mantuvo una amistad intelectual de profundo alcance. Como maestro, William era reconocido por su gran don de gentes, don que a veces se veía dinamitado por episodios relacionados con la neurosis, en los que lo aquejaba la melancolía. Sus conferencias se hicieron muy populares, tanto que llegaron a reunir hasta a mil estudiantes. En ellas se manifestarían ya los gérmenes de lo que sería su libro Las variedades de la experiencia religiosa (1902), una serie de textos que se cuestionan el origen epistemológico y conceptual de la religión. Aunque doce años antes ya había publicado la que sería su contribución más relevante, Principios de psicología, que fue un punto de partida para darle autonomía científica a la disciplina. Junto con Peirce, William fue llamado “padre fundador de la psicología norteamericana”, en especial de la corriente nombrada pragmatismo. Henry leía con entusiasmo las obras de su hermano, para él era “un pozo de sabiduría desde la infancia”. Apenas se publicaban, mandaba pedirlas y las disfrutaba; no así en el caso contrario: William criticaba sus relatos y aun en las novelas le sugería cortantemente un tono claro y directo; aunque en general aprobaba lo que hacía. Pero en Henry existía una predisposición al rechazo, de tal modo que era preferible que no fuese leído por él, pues su obra parecía estar condenada a la incomprensión ante sus ojos. Acaso por este pensamiento del autor de Los papeles de Aspern cabe la sospecha de algunos teóricos acerca de las representaciones desafortunadas de los hermanos mayores en la obra de Henry. Verdad es que también lo influyó en la búsqueda del yo y la conciencia en sus personajes, en el reconocimiento de lo sobrenatural —ambos reflexionaban en torno a la existencia de fantasmas— y, muy probablemente, en la experimentación psicodélica y la contemplación de diferentes realidades. Las ideas de William James encontraron cauce en más disciplinas de las que él mismo hubiera imaginado. Ya fuera en Henry, en el dibujo, en la medicina o en la filosofía, su figura brilla eclipsada por un halo de razón y conocimiento. En Latinoamérica tuvo una importante resonancia que da pistas sobre lo que vendría en la literatura del siglo XX. Mantuvo debates epistolares con Macedonio Fernández. El padre de Borges, profesor de psicología, basaba sus clases en la obra de William, lo citaba textualmente. Borges creció escuchando frases de las teorías de William como aprendizajes fundamentales. Lo incluyó en su Biblioteca personal y lo prologó. Para varios estudiosos la conexión entre los dos es ineludible. El resultado fue una obra que marcó a todo un continente y aun a otros países lejanos, a través de la especulación metafísica y una poética renovada de la literatura fantástica.
Imagen de portada: William y su hermano Henry James. Ilustración de Santiago Solís