En la película The Constant Gardener (Fernando Meirelles, 2005), Tessa le pide a Justin que detenga el auto. Observan por el retrovisor a un niño de unos diez años que camina junto a su hermana un poco mayor. Ella va cargando a su hermanito recién nacido. La madre de los tres murió en el parto, y ahora ellos regresan a pie a su empobrecida aldea, ubicada a 40 kilómetros de distancia. Justin le dice a Tessa: “No podemos involucrarnos en sus vidas. Sé razonable, hay millones de personas que necesitan ayuda, para eso están aquí las agencias” de la ONU y otras de la sociedad civil. “Sí, pero a ellos tres los podemos llevar”. “Lo siento Tessa, tú eres más importante. Te tengo que llevar a casa”. De esa película recordaba la mirada triste de Tessa, su dolor e impotencia, y las palabras “no podemos involucrarnos en sus vidas”. Ese recuerdo volvió con mucha fuerza hace un par de meses, en un momento de depresión profunda, cuando regresé de Tapachula, en la frontera entre México y Guatemala, de cubrir varios momentos de la crisis migratoria que tiene retenidas en esa ciudad a miles de personas de diferentes nacionalidades. En los hechos, Tapachula es un gran campo de refugiados: ahí se vive la estrategia de contención migratoria binacional (México y Estados Unidos), que busca evitar que miles de migrantes lleguen al norte mexicano y crucen la frontera. Varias imágenes persiguen mi memoria. Recuerdo a June, un migrante haitiano que conocí cuando, en compañía de su madre casi anciana y dos hermanos adolescentes, intentaban escapar de Tapachula. June y su familia lograron llegar a Tamaulipas, pero ahí fueron detenidos y deportados a Haití. Pocos días después June se comunicó desde Puerto Príncipe, desesperado, pidiendo ayuda para salir, porque las pandillas armadas que hay en su país —semejantes a las llamadas “maras” en Centroamérica—, estaban deteniendo y asesinando a los jóvenes deportados. No puedo olvidar los rostros lozanos de los tres hermanos, sus miradas transparentes, sus ganas de seguir viviendo, estudiando. Tampoco puedo olvidar al papá de Kerven, cuando afuera de las oficinas migratorias de la ciudad de Tapachula buscaba, sin recibirla, ayuda para su esposa, enloquecida de dolor desde que Kerven, de tres años, fuera arrastrado por el río en la selva del Darién, ubicada entre Panamá y Colombia, una zona de paso de migrantes por la que tuvieron que atravesar. Me revivió el recuerdo de Nadjela, una mujer africana que perdió a tres hijos en esa misma selva. Nadjela ahora se encuentra postrada en el sur de México, sin poder avanzar ni recuperarse. A Tapachula los refugiados llegan arrastrando las violencias que los obligaron a salir de sus países, también llevan a cuestas las violencias del camino: discriminación, enfermedad, hambre, secuestro, abuso sexual, muerte. Y, en este país, a la lista de agravios se suman los operativos de contención, la amenaza de detención y deportación, la imposibilidad de moverse, de trabajar, de mantener la esperanza de llegar al norte. Un número incontable de migrantes han perdido contacto con sus familiares porque fueron detenidos durante los operativos de contención migratoria.
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Pongamos datos y cifras en perspectiva. Entre enero y septiembre de 2021 el Instituto Nacional de Migración (INM) registró la entrada de 190 mil 476 migrantes sin documentos.1 A esta cifra se suman quienes entraron a México sin ser detectados por los agentes migratorios, una cantidad que se calcula que es tres veces mayor. Datos del INM indican que cuatro de cada diez personas migrantes detenidas por los agentes migratorios fueron deportadas a sus países de origen: Haití, Honduras, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Venezuela y diversas naciones de África. Las autoridades migratorias utilizan los términos “rescate” y “retorno asistido” como eufemismos de la detención y deportación de migrantes. Para escapar a las deportaciones, en este mismo periodo 90 mil 314 migrantes solicitaron asilo en México; un mes después la cifra subió a 108 mil 105 solicitantes.
La Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR), encargada de procesar las peticiones, solo cuenta con 45 especialistas para dar trámite a los procesos de refugio, por lo que el sistema de atención colapsó, y más del 80 por ciento de las personas migrantes solicitantes están retenidas en Tapachula, una nueva “ciudad prisión”, e imposibilitadas de movilizarse por México hasta que obtengan una respuesta a sus solicitudes.2 Quienes logran escapar y llegar a Estados Unidos avanzando por rutas cada vez más peligrosas por la presencia del crimen organizado también son expulsados de ese país, donde la pandemia de COVID-19 está siendo utilizada como una estrategia para justificar las deportaciones. Bajo una ley llamada “Título 42” se les expulsa, argumentando que así se evita un riesgo sanitario. Hasta septiembre de 2021 han sido deportados a Haití más de ocho mil migrantes. Una vez deportadas, la posibilidad de sobrevivencia de las personas migrantes se ve todavía más mermada que cuando comenzaron sus travesías. Organizaciones defensoras de los derechos de los migrantes plantean el siguiente escenario: deportarlos a sus países de origen es regresarlos a las mismas condiciones de violencia y pobreza que les hicieron salir. Muchos, al volver, son asesinados. Las causas de la migración, la situación en los lugares de procedencia de la población migrante, son multifactoriales. Diversos análisis señalan que estas se deben a los sistemas de gobierno y democracias fallidas, el aumento del crimen organizado, las crisis climáticas o el crecimiento de la pobreza. De acuerdo con las cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), en 2021 había desplazadas en nuestra región 18.3 millones de personas migrantes; una cifra sin precedentes que se incrementó a consecuencia de los impactos que ha dejado la reciente pandemia. No es exagerado afirmar que lo que coloca en crisis a la humanidad y provoca la migración es el modelo de desarrollo capitalista que impulsa la apropiación y explotación de grandes territorios, de donde son expulsados sus habitantes, directa o indirectamente, cuando no encuentran medios de vida. La pobreza y la violencia no son las causas, sino las consecuencias. En su informe sobre desigualdad de 2021, la organización Oxfam3 detalla que la crisis del COVID-19 se ha propagado por un mundo en el que dos mil millonarios poseen más riqueza de la que podrían gastar, aunque vivieran mil vidas; en contraste con el resto de los habitantes de este planeta, quienes sobreviven con menos de cien pesos al día. Añade el informe que el uno por ciento más rico de la población ha generado el doble de emisiones de carbono que el cincuenta por ciento más pobre, lo que agrava el cambio climático que hace improductivas miles de hectáreas de tierra.
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Durante mucho tiempo me sentí culpable por la tristeza, la impotencia y la depresión con las que regresaba de cada cobertura periodística en la frontera y me colocaba frente a los rostros de la desigualdad. Me sentía poco profesional porque en más de una ocasión se me quebró la voz durante las entrevistas, porque alguna vez no pude contener el llanto cuando conversaba con una mamá migrante que viajaba con sus tres hijos y se sentía sola, agobiada, mientras intentaba conseguirles alimento. Me sentía poco profesional porque en las escuelas de periodismo —y estoy segura de que en las escuelas de las demás profesiones también— nos dicen, como le dijo Justin a Tessa, aquello de “no podemos involucrarnos en sus vidas”. Que podemos escribir sobre elles, contar sus historias, hacer estudios y después mantener distancia. Me sentía poco profesional por el enojo que me provocaba, y provoca, la xenofobia que observo en gran parte de las poblaciones que hay en las rutas migrantes. ¿Cómo son capaces de venderles a 200 pesos una cubeta de agua? ¿Cómo son capaces de venderles dos bolillos a 50 pesos? ¿Cómo son capaces de correrles de los patios en sombra, de decir que todes son delincuentes potenciales, de verles como competencia? Luego fui entendiendo que esas actitudes también son producto del sistema económico que nos hace ver en nuestros pares una competencia, que no fomenta la solidaridad, que no promueve la cooperación, que provoca el rechazo a le pobre, porque al verle se refleja nuestra propia realidad y eso nos asusta. Un hecho es cierto: estamos en un punto de quiebre en este sistema económico, medioambiental, social. Gran parte de les miles de migrantes que ahora se encuentran en México en su ruta hacia Estados Unidos ya no podrán cruzar la frontera y se quedarán a vivir con nosotres. Si antes la política migratoria y las estrategias gubernamentales de contención por parte de Estados Unidos nos atravesaban como tercer país en los procesos,4 ahora nos colocan de manera personal en estas dinámicas sociales. Quienes vivimos en México tenemos un papel protagónico en la acogida y asimilación de las personas migrantes. Si yo tuviera que salir de mi país de manera forzada, ¿qué trato quisiera que me dieran? Si tú tuvieras que salir de tu país de manera forzada, ¿qué trato quisieras que te dieran? Ante la migración, ¿dónde nos colocamos?
Imagen de portada: Migrantes caminan en caravana por el municipio de Huixtla, Chiapas, rumbo al norte del continente. Fotografía de © Pedro Anza. Cortesía del artista y Cuartoscuro.com
Instituto Nacional de Migración, Estadísticas migratorias enero-septiembre de 2021. Disponible aquí ↩
Ángeles Mariscal, “Tapachula: la ciudad prisión”, Pie de Página, 5 de septiembre de 2021. Publicado en este link ↩
Oxfam, “El virus de la desigualdad”, Oxfam internacional, enero de 2021. Disponible aquí ↩
El primer país es al que pertenecen las personas migrantes, el segundo es el de destino; México es el tercer país, el de paso. ↩