Luces y estruendos de aspas sobre las copas de los árboles en movimientos ondulares, iris en llamas entre el follaje del campo, destellos y sudores nocturnos. Los quelonios como tentáculos de un dios ajeno al mundo, al que se hubiera dejado atrás con la misma rapidez con que se creó, y sus criaturas entregadas a los brazos de la selva, en espera, a punto de amputar los miembros de su padre, machetes añadiendo fuego a las manos y un ruido de pájaro que se acuesta y se encoje en la tempestad. En otro tiempo, en un distante fulgor del largo pasado. En otra vida. Ahora mismo. Aunque la jaula era muy pequeña, él de todas formas permanecía de pie, en el centro. Sus músculos monitoreados por sensores que no eran capaces de medir su tensión de jaguar, sus ojos aferrados a las rejas, como si sólo hubiera rejas en la Tierra: rejas, sólo rejas que mirar. Más allá, había la memoria. Y las imágenes, allende la memoria: la ceniza y los escombros de la destrucción. La ruina guiada por su sereno esposo, el olvido. Al final de aquel año (que bien puede ser éste, ahorita mismo), una guerra que se había mantenido en sordina desde hacía siglos explotó al fin por todo el planeta, y guerrilleros vascos, palestinos, gallegos, curdos, georgianos, irlandeses —hasta tibetanos— reaccionaron de manera organizada a sus opresores. Esa unión de etnias tan distintas era una leyenda que recorría el internet mundial desde los últimos años del siglo XX, pero nadie imaginaba que los rumores podrían ser verdaderos. Más extraño aún fue el caso de una tribu aislada y primitiva como la de los Zo’é, del alto Pará, que se unió a los esfuerzos suicidas del Levantamiento Revolucionario de las Minorías Mundiales. Los estudiosos creen que la información sobre el LRMM fue transmitida a los indígenas por empleados de la Fundación Nacional del Indígena o por antropólogos y estudiosos de la Universidad de São Paulo, pero no se comprobó nada. Un hecho: la última noche de un noviembre incierto (¿o de este año, que todavía está por venir?), 150 hombres desaparecieron de la reserva Zo’é, a orillas del Cuminapanema. Algunos creen que los guerreros bajaron el río en canoas y después se embreñaron en uno de sus numerosos afluentes, inmiscuyéndose en la oscuridad de la gran selva amazónica. Las mujeres y los niños que quedaron guardaron silencio, no dijeron ni una sola palabra sobre la desaparición de los hombres de la aldea Zawarakiaven. Ni siquiera los esfuerzos de la lingüista Ana Sueli Cabral, muy cercana a los indígenas, bastaron para hacerlos hablar. Todo siguió así hasta que, de pronto, guerrillas incitadas por el LRMM irrumpieron en diversos lugares del mundo. Soldados del IRA bombardearon el parlamento inglés en una operación desesperada, asesinando al primer ministro laborista reelegido. Terroristas vascos mataron a balazos al rey español en Madrid. Y los Zo’é al fin resurgieron del interior de la selva, diezmando con salvajismo un campamento de buscadores de oro en la desembocadura del Erepecuru. Las estrellas bajan del cielo en el vientre invertido de las tortugas que flotan en el aire, caen de las neblinas de luz y en ese momento los ojos brillantes de los Zo’é desocupan el matorral, rastreando blancos al alcance de sus flechas. Las hélices decapitan la alta copa de los castaños bajo las nubes. El vendaval negro del descenso de las enormes estrellas, cada vez más grandes, amplía la oscuridad de la noche, y los guerreros tensan las cuerdas de sus arcos apuntados hacia arriba. La andanada perfora la primera estrella y la barriga de la tortuga gigante que la sostiene suelta chorros de sangre negra sobre las tiendas incendiadas de los buscadores de oro, a orillas del río. Explotan llamas alimentadas por la sangre que vierte la estrella flameante. La primera tortuga se desploma del cielo. La estrella muere enterrada por su caparazón. Y surgieron destellos entre las rejas reflejadas en su pupila. Está rememorando lo sucedido, murmuró el científico que tenía delante. Los sensores fijos en toda la extensión de la piel del Zo’é vibraron, y algunos signos dieron vida a los monitores. Minúsculos puntos luminosos en sus ojos y en las pantallas, ardiendo como palacios e incendios en los senderos de la noche. Parecen cometas, pensó el científico, ojos reflejando las chispas de los ojos del indígena aprehendido: parecían estrellas fugaces, recuerda el guerrero Zo’é, encadenado por la corriente eléctrica de los monitores. Aparentemente, el ataque de los indígenas a las tiendas de los buscadores de oro en el Erepecuru sirvió sólo como una trampa. Pocos momentos después de la masacre, dos helicópteros despegaron de la base estadounidense en Belém, rumbo al lugar de los hechos. En aquella época (que muy bien puede ser ésta que vivimos ahora), los E.U.A. se habían apoderado de la Amazonia y la explotaban con exclusividad. Incluso sobre los aires de las zonas mineras y los campamentos de cazadores de pieles tremolaban las banderas estrelladas. Y entonces él surge por un agujero que hay en la parte lateral del caparazón de la tortuga voladora, vestido de negro desde las botas de cuero hasta el ornamento reluciente de la cabeza, redondo como una calabaza, sus ojos también encubiertos por las tinieblas. Es Jipohan, el creador, y lleva en las manos la herramienta de huesos que usó para volver a crear a los Zo’é después del devastador diluvio que pertenece al remoto pasado de los mitos. Es blanco como decían las leyendas. Es un Kirahi y cabalga una tortuga amarrada a una estrella. De su arma de huesos salen proyectiles hechos de médulas y los Zo’é empiezan a caer uno a uno bajo la antorcha tenue de la lucha que empieza a esparcirse a lo largo del río. Mientras los palestinos al fin reventaban Tel Aviv y los monjes zen-budistas ensandecidos se hacían explotar en las calles de Beijing, los bravos Zo’é se escondieron en los matorrales quemados que había en torno al campamento de Erepecuru. Cuando los dos helicópteros de rescate estadounidenses llegaron al lugar, fueron atacados con flechas y machetes. Uno de los helicópteros se averió, explotó y cayó sobre las tiendas ya destruidas por el fuego. La otra aeronave disparó fuego sobre los indígenas. Médulas y tibias disparadas, esqueletos pulsando blancos en la noche, ciñendo los aires. La estrella grande como la luna, agigantándose cada vez más y más, hasta cubrir todo el cielo. Y entonces Jipohan, con sus ojos de tiniebla, frente a frente con Zo’é: el creador ante su criatura. En el centro de la pupila del Zo’é aprisionado vibra una estrella, el astro del que vino. Este indio va a ser un gran villano de videojuegos, balbucea el científico en el laboratorio. Dentro de la clara estrella en la negrura del ojo del guerrero fulgura el último indígena sobre la faz de la tierra. Jipohan va a volver a crearnos, estoy seguro, piensa Zo’é. Y esta vez nos hará pequeñitos, refulgentes como estrellas.
Imagen de portada: Sigmar Polke, Supermarkets aus dem Zyklus, Wir Kleinbürger, 1976. © Sigmar Polke