Dinero y escritura de Olivia Teroba se compone de una serie de ensayos que se escribieron a lo largo de casi cuatro años. Apunté “se escribieron” donde debería haber puesto “Olivia escribió”, porque uno de los ejes que hacen orbitar el conjunto es la relación material entre quienes escriben, lo que escriben y el mercado. Me interesa reflexionar sobre la importancia de esto que hago yo ahora y eso que hace ella —escribir— en toda su extensión, desde el funcionamiento del cuerpo frente a la computadora hasta la remuneración real —o la falta de ella— que vendrá a costa de toda esa concentración, de los miedos, del esfuerzo. Pero la escritura no es el único tema que vertebra el libro, como podría parecer por el título, podría decir que ni siquiera es su asunto principal. En el acto de escribir se engloban otros, como la manera en que transformamos nuestro estar en el mundo y nuestra historia personal en literatura, y la forma en que esto es recibido por la gente que nos rodea.
Los trece ensayos funcionan como unidad en gran medida gracias a los personajes en común que recorren los textos, empezando por el central, que es, por supuesto, esa primera persona narradora. Sé que podría simplemente decir “la autora” u “Olivia” al tratarse de ensayos claramente personales, pero, para fines de esta reseña, me sirve pensar en un personaje principal que es a la vez ella y su doble. Esta doble —ensayista, caminante, hija, pareja, adolescente, adulta y todo lo demás— se narra y piensa pausadamente, y en esa ponderación profunda crea un relato coherente a través de la diversidad temática.
En el primer ensayo, “Indicios de un bosque”, se presenta una de las grandes cuestiones del libro: las tensiones identitarias que nos constituyen como personas. Al igual que en Un lugar seguro (Paraíso Perdido, 2019), obra muy cercana a ésta, Tlaxcala resulta un lugar determinante para la constitución de la ensayista y su percepción del mundo. Esta vez, la figura de la Malinche introduce el tema de la colaboración con el enemigo en un sentido amplio: la paradoja del autodesprecio inducido y el exceso de culpa que el país le impone al personaje de la traductora y amante de Hernán Cortés, y que es paralelo al que la narradora siente. “La peor traición es odiarte a ti misma”, dice Olivia y ese conflicto cruza el río de los ensayos. Al cuestionarse sobre el origen de esta percepción de sí misma, la autora se contesta con una exploración en torno a la familia, tema en el que ahonda en los siguientes ensayos. Desde aquí empieza la pregunta por los orígenes, las opresiones y la genealogía que nos hacen ser quienes somos.
Una figura central es el patriarca de la familia, el abuelo, que aparece en varios textos y tiene las dos caras del dios griego Jano: es quien le presenta la literatura a la narradora, pero no como fuente de deleite estético, sino como pieza medular del estatus social que anhela para su familia. El patriarca otorga, pero también sesga la posibilidad del disfrute, al hacer de los libros una herramienta para aventajar a los demás en la tensa carrera de la vida: “¿Cómo podríamos dejar de pensar la vida como una competencia donde hay que correr para adelantar a otros?” Sin embargo, el libro reconoce la historia del abuelo, quien nació en una familia de pocos recursos y logró cumplir el sueño meritocrático de ascender en la sociedad, al ocupar puestos en el gobierno, gozar de prestigio en la comunidad y casarse con una mujer blanca. Gracias a la capacidad de Olivia para mostrar las dos caras del patriarca, se teje un personaje complejo.
Si no hay peor traición que odiarse a unx mismx, no hay miedo más grande que el de perderlo todo por no vivir tras la barrera levantada para evitar el desprecio del otrx. Las discriminaciones del mundo —el racismo, el clasismo y la misoginia— tienen una presencia colosal en las vidas de todos los personajes. La tensión que surge del cuidado del abuelo, siempre atravesado por el miedo, lleva a la narradora a habitar los silencios con una pulcritud temerosa, lo que provoca una sensación de abandono y soledad. La dificultad de malabarear las dos emociones —el coraje y el amor profundo— que siente por él, así como sus orígenes —el regalo y el castigo— pintan el relato.
El personaje de la madre es visto bajo la misma luz en ensayos estremecedores. En “Dientes”, por ejemplo, Olivia explora la relación entre su propia dentadura y el dentista que fue pareja sentimental de su madre, quien le causó problemas dentales que padeció durante años, como consecuencia de su mala praxis: “La predilección de mi familia materna por el silencio parecía haber cobrado materialidad al interior de mi boca”. De nuevo se manifiestan los silencios y la sensación de desamparo, esta vez acompañados de dolores y deudas. Aquí se concentran varios de los motivos centrales del libro: la herencia de las heridas, el autodesprecio aprendido, la exigencia insensata de padres y madres que hace de la vida un constante estar en falta. El relato se completa en “Retrato de mi cuerpo a través del suyo”, en el que la madre narra su propia versión de su papel en la historia, que resulta ser un espejo de la relación que tiene con su hija. Sus conclusiones son poderosas: “Dada la ausencia de mi padre, dirigí el resentimiento, el rencor, le cobré las deudas que, a mi parecer, el mundo me debía, a ella”.
Si describo este libro como si tuviera la trama de una novela es porque el quehacer de la escritora en él está íntimamente ligado con su vida personal, lo que me lleva a preguntarme lo siguiente: ¿dónde quedan la escritura y el dinero en toda esta historia? Están en todas partes. Al cuestionar su lugar en el mundo, de manera inevitable Olivia cuestiona su lugar en la escritura. Si para el abuelo la literatura era un aditivo al prestigio de una persona, en la exposición que hace Olivia de las condiciones reales que vivimos quienes trabajamos en esto, se deja ver que nuestro oficio está tan pauperizado como muchos otros. Así como la familia, el mercado laboral está lleno de silencios: en la manera de cobrar, en los maltratos, en la exigencia de performar el papel de escritora con todas sus reglas. La nuestra es también una carrera aspiracional muy competitiva.
Todo el libro es una cruzada contra “el silencio, el pudor y la discreción exagerada” que el catolicismo, el mercado y la familia le impusieron a la autora. Pero sus ensayos (y esta reseña) quedarían incompletos sin la otra gran búsqueda que contienen: la de una fe propia; no se trata sólo de criticar lo que está mal, sino de construir en pos de una nueva manera de vivir. Si la crítica se lleva a cabo es para romper la cadena de abandono, no para repartir latigazos hacia adelante. “El día que hablé con Dios” y “Personas mirando el cielo” muestran el deseo de elaborar formas de concebir un dios desde la esperanza y no desde el desamparo.
En “Rezar, recitar o decir”, la lectura de un texto en una iglesia, algo que al inicio del ensayo ignoramos, deviene en una invitación a la palabra como ritual: “Entiendo que lo religioso, es decir, el acto de cuidado, es el ritual tramado en complicidad”. Olivia alimenta la búsqueda de la espiritualidad en la escritura, en el amor a otras personas y en la conexión con el propio cuerpo, lejos de su uso como una máquina para el capital. Lo espiritual está en arrancarle al mercado nuestros afectos y nuestra finalidad en el mundo, sobre todo cuando éste es entendido como una serie de prácticas competitivas en las que falta el disfrute. Resarcir ese ritual colectivo exige romper la secrecía, pero no los lazos. Como dice Olivia en “Personas mirando el cielo”: “Pienso que es posible imaginar lenguajes y prácticas que sean una suerte de compañía, que nos inviten a retroceder, respirar, apreciar y por lo tanto a cuidar la memoria de lo vivo”. Dinero y escritura es parte del nuevo esfuerzo de refundarse y refundarnos.
Sexto Piso, México, 2024
Imagen de portada: Augustus Leopold Egg, Las compañeras de viaje, 1862, Birmingham Museum and Art Gallery