Pongamos por caso que antes de ingresar a la carrera uno abriera Google y en la pestaña de imágenes buscara veterinario. Una cascada de fotografías pequeñas pero distinguibles de hombres y mujeres a finales de sus veinte o principios de sus treinta. Parece bastante lindo. Están sonrientes, cabellos relamidos; generalmente aparecen al lado de un labrador retriever (cachorro, por supuesto). Aunque casi todos sabemos que las imágenes publicadas cumplen su función de dar un panorama ideal y no son satisfactorias para los que viven en la realidad, uno se convence de entrar ahí tras leer el plan de estudios. En mi caso, desde el primer día, un médico (por ningún motivo debemos llamar maestros y menos profe a los que nos enseñan ahí; eso nos lo dejaron muy claro de inmediato) exclamó con solemnidad: —Aquí no venimos a acariciar perros; si su respuesta a por qué eligieron estudiar esto y no otra cosa es que les gustan mucho los animales, están en el lugar equivocado. En cuanto uno se encuentra en la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia cubierto de pelos, sin la bata blanca, que se usa específicamente en el laboratorio, y batallando entre tres por sostener a una criatura de setenta kilos (cruza de todas las razas grandes de perros) que babea, ladra, patalea y quiere saltar hacia la salida más cercana en busca de su dueño o de un lugar seguro, no se siente precisamente como Barbie Veterinaria. Y claro, por lo general no encontraremos publicidad ni una advertencia en letras pequeñas antes de la admisión sobre la alta probabilidad de que uno termine con ciertas mordidas, que luego se volverán heridas de guerra y anécdotas en los pasillos. Para llegar a una práctica de diagnóstico, primero se requiere un entendimiento más o menos cabal de un montón de materias, que al inicio no parecían guardar una relación del todo clara, y que de súbito se articulan conjuntamente. Justo del modo en que uno comienza armando partes distantes de un rompecabezas simultáneamente y al final las integra. Cerca de la mitad de los que entramos desistió tras el primer año: algunos, por la densidad del contenido; la mayoría, por el desencanto frente a lo que en verdad supone el oficio de desparasitar a una camada o atender a un animal cubierto de sarna, al que trajo un animalista que espera ser atendido de manera gratuita incluso en la clínica universitaria, que tiene un costo simbólico y quien, al escuchar que no es posible, despotrica contra todos gritando que nadie ahí tiene vocación. Y aquí cabe decir que, más allá de lo poco esencial que pueda parecer un médico veterinario en comparación con uno que atiende seres humanos, existe una mayor dificultad desde el inicio (alguna vez una conocida llegó a decirme: “¿Y por qué no mejor estudias medicina de verdad?”). Cuando se da consulta a un animal, éste no puede decirte dónde le duele exactamente, desde cuándo comenzó todo como una molestia menor, y en más casos de los que me gustaría, los dueños no saben responder a las preguntas; ya no hablemos de negligencia ni de si mienten con un sobreactuado “Ayer estaba muy bien” cuando la mascota está prácticamente en los huesos. También resulta que, en vez de aprender la anatomía y fisiología de una sola especie, se debe hacer sobre ocho. Tal vez parezca algo que basta con estudiar un fin de semana, pero el organismo de un animal es un microcosmos: se deben comprender sus funciones por sistemas, órganos, tejidos y células. Los seres vivos, en ese sentido, somos como esas muñecas rusas o cajas chinas que se replican conforme uno se adentra, pero cada vez más diminutamente (y eso sin entrar en cuestiones de partículas).
Es mejor no mencionarle al taxista que se está estudiando eso, ni decirlo en la sala de espera y menos en una reunión. De todas formas, no se evitará que familiares, amigos y algunos conocidos lo sepan, irremediablemente. Así, apenas alguien haya entrado, otro comenzará con “Fíjate que yo tengo un perrito que camina chueco” o peor aún, no faltará quien quiera que, por medio de llamadas o mensajes, le digas qué tiene su mascota y le dictes algún remedio mágico para que se mejore de inmediato. No importa si es fin de semana o medianoche. Además se espera que puedas hablar sobre padecimientos de elefantes o especies de las que nunca has escuchado. Los animales exóticos y la fauna silvestre requieren de una especialización; apenas se abordan en las clases. Lo cierto es que la medicina veterinaria estudia concretamente ocho especies: perros, gatos, vacas, caballos, borregos, cabras, cerdos y pollos. Ahora los nombro así, como un exorcismo o una liberación, porque dentro de la escuela sería impensable que pudiera hacerlo; estaría obligado a nombrarlos caninos, felinos, bovinos, etcétera. Hay una resignificación del lenguaje en las ciencias que lo hacen algo hermético en su afán de exactitud. En cirugía uno no corta, uno realiza una incisión. Eso no solamente debe usarse, si se es profesional, para hablar entre pares o colegas, sino también con los dueños de las mascotas. Por ejemplo, le diría al señor Martínez que su cachorro contrajo una infección nosocomial, en vez de llanamente explicarle que el perrito se contagió en la misma clínica de algo que no tenía antes de llegar; o a la señorita Navarrete, que su gato esfinge tiene una urticaria idiopática, que significa que no hay causa conocida para lo que tiene en la piel. Afortunadamente mientras se es estudiante no se realizan consultas por cuenta propia; algún médico titulado estará ahí también para enseñarnos a hablar de nuevo. Aquí hay algo interesante, más que los grupos sociales (clichés, pero no por ello menos ciertos) que se dan en otras escuelas, en este tipo de facultades es muy común la segregación por divisiones del campo de trabajo: los que están interesados en la medicina veterinaria y los que quieren dedicarse a la zootecnia. No son bandos, pero sí hay afinidades en cuanto a intereses, lo que naturalmente genera dinámicas sociales particulares. Las fiestas y la convivencia casi diaria de los que están acostumbrados a la sangre, a manejar la reproducción y conocer sus ciclos son definitivamente distintas a las de otros. El contacto constante con la enfermedad, la muerte y lo animal también tiene una correspondencia marcada en lo íntimo, termina de intensificar la personalidad que ya tenía cierta inclinación por algo. En etología aprendimos el establecimiento de roles, ciertos cortejos y demás interacciones que eran claras entre nosotros. Tras ensayar en tela, luego en piernas de pollo y patas de cerdo compradas en una carnicería, llega la hora de castrar (con miedo y un bisturí que tiembla en la mano) a un macho con el que probablemente la canalización fue problemática por la falta de práctica real (generalmente este procedimiento quirúrgico se enseña primero por ser bastante sencillo) y se tiene la certeza de que en algo se contribuye a disminuir la población de perros abandonados en la calle. Uno sólo puede esperar para realizar su primera cesárea y contar los cachorros una, dos y no sé cuántas veces más, con el orgullo de traer a otros a la vida. Tal vez después, en los cuidados intensivos, uno sea recompensado con el agradecimiento silencioso de un lengüetazo. Pero las cosas naturales suceden con base en contrarios. También queda en la memoria la primera vez que se sacrifica a un ser vivo, siguiendo la biblia de la NOM-033-ZOO-1995, “Sacrificio humanitario de los animales domésticos y silvestres”. Se es humanitario al sopesar el dolor y defender la calidad de vida. Recuerdo las lágrimas de algunos, una reflexión taciturna, pero también el alivio triste de cierto dueño al dejar de escuchar a su pequeña yorkshire terrier de dieciocho años (ya ciega, sin levantarse ni consumir alimento) quejarse por el sólo hecho de existir. Uno no se insensibiliza, más bien acepta, comprende más cabalmente los ciclos que acompañan a cada ser. No es difícil acostumbrarse a eso en un rastro, tras el sacrificio de cada jornada o después de una cirugía, ni a comer tras limpiar algún vómito (incluso continuar comiendo carne tiene una dimensión más inmediata). La vida sigue, gran parte de la labor médica es lograr que así sea. Casi al graduarnos, después de una nota periodística en el noticiero de la noche que se sintonizaba en la cafetería de la facultad, tras todas aquellas experiencias con el sufrimiento ajeno y la liberación de él, una chica dijo que le parecía horrible que no existiera el sacrificio humanitario para las personas en nuestro país. Todos mis compañeros respondieron a favor de la eutanasia para sí mismos si el caso fuera insoportable o terminal. No hubo una discusión al respecto, más bien una comunión sobre el alivio, una concepción que internamente habíamos sembrado con la experiencia, también era cierto sentimiento de dignidad por la vida, del deber hacia uno mismo y hacia los otros. Dicen que uno no aprende en cabeza ajena, pero sí es posible aprender en cuerpo ajeno. Al final, las leyes del mundo animal, a diferencia de las que creamos, son inderogables.
Imagen de portada: Mateo Pizarro, Bestia sin nombre, 2016.