dossier Racismo SEP.2020

Fantasmas chichimecas

Julián Herbert

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Ésta es la Sierra de Zapalinamé vista desde la azotea de mi casa.

Zapalinamé es el nombre de un semilegendario guerrero que, a finales del siglo XVI, organizó entre las cañadas de la Sierra Madre Oriental una guerrilla aborigen destinada a combatir a los colonos españoles que fundaron la Villa de Santiago del Saltillo. Según la tradición, fue líder de una etnia chichimeca hoy extinta (salvo quizá por los habitantes de un ejido que está al otro lado de la montaña): el pueblo huachichil. Un rasgo que compartieron el antiguo imperio azteca y el poder virreinal fue su odio a las naciones chichimecas. Despreciaban su lengua (los romanos remedaban hablas nórdicas mascullando “bar-bar”, de donde viene la palabra bárbaros; los aztecas usaron las sílabas “chi-chi” de manera semejante) pero, sobre todo, aborrecían su ética laboral: su pertinaz reticencia al sedentarismo y la plusvalía. A la larga, el racismo europeo contra las civilizaciones del altiplano se articuló como dominio. En cambio, los chichimecas fueron exterminados hacia 1760 durante las campañas antiindias ordenadas por los borbones. Un aspecto de estas guerras de extinción es que el repudio era mutuo: de haber podido, los chichimecas habrían borrado hasta el último vestigio de sus invasores. Existen múltiples testimonios al respecto. Quizá los más truculentos (Carlos Manuel Valdés compila varios) son los que narran cómo irritilas o coahuiltecos preferían asesinar a sus hijos pequeños ante el riesgo de captura, pues les horrorizaba la posibilidad de que fueran adoptados por una familia blanca. Para muchos saltillenses del siglo XXI, “Sierra de Zapalinamé” es un nombre vagamente idílico, tal vez bucólico: refiere bosques y corrientes de agua: el estado feraz y musculoso del mundo nómada idealizado como ancestro. También es el nombre de un barrio popular edificado al pie de la sierra: la “Zapa”, o “Zapa Kolombia” según tribus urbanas adictas al vallenato. Quienes inventaron el topónimo debieron conferirle en sus fantasías un significado muy distinto: asesinato y tortura, terrores nocturnos, el Mal y la crueldad encarnados en las flechas y las lanzas de enemigos inenarrables. Esto es un ejemplo geográfico y lingüístico de lo que llamo racismo residual. A diferencia del racismo operativo, que se articula mediante la discriminación, la persecución, la dominación o el exterminio, el racismo residual tiene un carácter ambiguo: confunde el vituperio con el homenaje, puede ser neutro o paródico, se actualiza y reabsorbe en la imaginación, mezclándose con nuevos referentes. Es, en esa medida, un laboratorio poético mestizo.

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Ésta es la avenida Ignacio Allende, por donde corría la acequia que, en tiempos de la Colonia, separaba la villa española Santiago del Saltillo del pueblo indígena San Esteban de la Nueva Tlaxcala.

Es una exfrontera racista (un apartheid avant-la-lettre) situada a dos cuadras de mi casa. La foto está tomada desde el punto de vista tlaxcalteca, que es la zona del barrio donde vivo. Al fondo aparece la torre más antigua de la catedral, en el sector que alguna vez estuvo reservado para la gente blanca. La siguiente es una imagen del mismo cruce, pero tomada a contrapunto: desde el antiguo límite de la villa española y con vista a lo que fue el sector tlaxcalteca.

Detrás del conjunto escultórico, que representa a un monje franciscano, un niño tlaxcalteca, un guerrero chichimeca y un conquistador español, se alcanza a ver la fachada de San Esteban, patrono de la migración indígena (si se me permite el oxímoron). La impecable lógica de los conquistadores: los nahuas son morenos y los chichimecas también, ergo los morenos pueden aprender a vivir como la gente. El objetivo de exportar familias nativas del centro del país al noreste de lo que hoy es México fue inocular en los nómadas la idea de que ellos también podían vivir en casas y pueblos, y montar a caballo, y sembrar maíz, y rezarle al dios cristiano. De lo que no se daban cuenta los conquistadores (ningún racista lo hace) era de que, ontológicamente, los tlaxcaltecas y ellos se parecían más entre sí de lo que nunca podrían parecerse, juntos, a los chichimecas. Lamento incurrir en cierto grado de estupidez al recalcarlo, pero una de las cosas que más distorsiona el racismo es la semejanza. ¿Subsiste algo de esta impronta en el Saltillo contemporáneo? Creo que sí. Sus coordenadas territoriales han cambiado y se han expandido: si antes corrían de oriente a poniente, ahora lo hacen de sur a norte. A lo largo de la mayor parte del siglo XX, la función que hace cientos de años cumplió la acequia de la calle Allende se trasladó a las vías del tren, que recorrieron durante décadas el bulevar Francisco Coss. Ahora tal demarcación corresponde a los distribuidores viales que abundan en el norte (rico y mayoritariamente blanco) de la ciudad, con sus respectivos no-lugares, lotes baldíos y territorios residuales. Empecé a pensar en términos de estética residual en el verano de 2015. La idea surgió en colaboración con el arquitecto francés Laurent Portejoie. Trabajábamos en torno a las fronteras internas que separan las colonias de la Ciudad de México; algunos de sus signos evidentes. Por ejemplo: las calles de la colonia Roma están mucho más iluminadas por la noche que las de la colonia Doctores. Es algo en lo que pensé y después lo olvidé. Ahora, tras varios meses de confinamiento debido a la pandemia, he tenido que hacer ejercicio corriendo en el techo de mi departamento y subiendo y bajando los tres pisos de escaleras que tiene mi edificio. Esto me ha hecho pensar en los espacios residuales domésticos y sus posibilidades infraordinarias de discurso, a la manera de Georges Perec. También me ha hecho pensar en la memoria residual (aquí vuelvo a Perec y sobre todo pienso en Joe Brainard), la narrativa residual (relatos fragmentarios con cierto grado de estructura que se vuelven plausibles tras observar la calle desde un balcón durante varios días seguidos), la historia residual (vivo frente a un edificio que, por azar, pintó Edward Hopper en 1947, cuando iba de paso por mi ciudad), el racismo residual: ficciones documentales. Caminatas contingentes. Resentimientos exorcizados con talante de flâneur.

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Según Google Maps, la Parroquia del Santísimo Cristo del Ojo de Agua está a 1.4 kilómetros de mi casa.

Es una caminata de veinte minutos. En sus terrenos está el ojo y el salto de agua al que Saltillo debe su nombre. Empecé a escribir este ensayo con una obstrucción métrica: no alejarme, dentro de la página, más de un kilómetro de mi habitación. Si recorrí los cuatrocientos metros extras que conducen, pendiente arriba, hasta esta iglesia, fue porque en su gruta de agua cristalina encontré una sinécdoque de otro racismo residual: la segunda guerra de exterminio implementada en los desiertos coahuilenses. Mientras los criollos virreinales masacraban huachichiles, los colonizadores anglosajones que fundaron Estados Unidos hicieron lo propio con las tribus originales de su entorno, empujando a los apaches cada vez más al sur. Estos grupos no tardaron en llegar a las inmediaciones de mi ciudad. (En realidad, es inexacto decir que las naciones apaches “llegaron” en algún momento: su condición seminómada les permitió durante siglos desplazarse sin visa por lo que hoy es un territorio binacional. Los enunciados de este texto nunca son de índole académica: atienden más bien al territorio binacional —bárbaro y apache— de la imaginación histórica.) En el Archivo General del Estado de Nuevo León hay una carta del gobernador Santiago Vidaurri cuyo destinatario era un señor Jesús Carranza, de Cuatro Ciénegas. Fue expedida en la década del sesenta del siglo XIX. La misiva consigna el envío de dos bidones de veneno y la orden de esparcir dicha sustancia en todos los ojos de agua que no estuvieran dentro de una población sedentaria fiel al gobierno establecido. El objetivo declarado de Vidaurri era asesinar a los últimos apaches que quedaban en las inmediaciones de su poderío. Ésta, y no la lucha armada, fue la cómoda manera en que la nación mexicana decidimos (el mayestático retroactivo está hecho adrede) enfrentar a la última línea de defensa de un país de guerreros a la altura del western. Así luce hoy el ojo de agua de Saltillo, libre de veneno.

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La alameda Zaragoza está dos calles al poniente de mi casa, a contramano de la antigua acequia virreinal. Es un perfecto paseo porfiriano: un kilómetro cuadrado de nogales y álamos, setos, islas de césped y un pequeño lago con un islote que dibuja el contorno de la República mexicana. A finales del siglo XIX, era el espacio público más recóndito del pueblo; su extremo occidental marcaba el límite con el desierto. Frente a sus jardineras se establecieron, amén de la Escuela Normal, las mansiones de la élite provinciana. El origen de la alameda (como el de casi todas las fortunas que se amasaron en su entorno) tiene un granito de abyección: la leyenda de un asesino en serie al que apodaron El Rey Dormido.

Dice la voz popular que se llamaba Braulio Flores. Se dedicaba a regentear prostitutas. En 1847, cuando Estados Unidos invadió México y estableció una de sus principales bases en Saltillo, Flores ideó una truculenta venganza patriótica en connivencia con las mujeres de asuntos subalternos —así llegó a llamarlas la gente decente—. La estafa consistía en que, tras seducir a un oficial extranjero en alguna de las tabernas céntricas, la prostituta arrastraba al militar hasta alguno de los callejones aledaños, bajo promesa de favores sexuales. (Colijo que los mentados callejones serían las actuales calles de Padre Flores y Narciso Mendoza, en las inmediaciones del mercado. Todavía subsiste en esos lares una precaria red de sexoservidoras.) Hasta esos rincones oscuros se allegaba la silueta de El Rey Dormido. Mientras las damas suscritas a su protección confortaban carnalmente al enemigo, Braulio atravesaba con su puñal el corazón de los jariosos incautos. Así mató a varios. Hasta que lo descubrieron, lo arrestaron y lo condenaron a muerte. Aquí el relato se vuelve más difuso. Versiones afirman que logró escapar disfrazado de cura. Otros aseguran que nunca las tropas extranjeras pudieron capturarlo, sino que en realidad fue el propio Braulio, consumido por la culpa, quien se entregó al ejército mexicano. Y aun otros relatos —tal vez más realistas— dicen que no fue perseguido por los crímenes de tiempos de la guerra, y sólo fue a prisión por faltas administrativas posteriores. Sea cual fuere el caso, la historia tiene siempre un final pintoresco: El Rey Dormido solicitó a los jueces que conmutaran (o redujeran) su sentencia a cambio de volverse el jardinero principal de la alameda. Mi amigo el escritor Jesús de León sugiere (no sin cierta lógica muy mexicana) que aceitó el acuerdo donando a las autoridades unos terrenos suyos aledaños al parque original. La leyenda concluye con un serial killer antiyanqui que envejece cultivando arbolitos en un parque. ¿Cuál es la moraleja? 1.- Para la razón estética posmoderna, tiene más densidad cognitiva la historia de un asesino serial decimonónico con prejuicios raciales que el relato del exterminio de una nación entera en tiempos de la Conquista. 2.- No existe tal cosa como el “racismo inverso”. Por la misma razón que, en el caso de la guerra entre chichimecas y españoles, no hubo una “extinción inversa” (aunque el odio irritila tuviera la misma intensidad que el odio europeo): las atrocidades no dependen tanto de la voluntad y el deseo como de los medios de producción. 3.- Al hablar de racismo residual me tomo, deliberadamente, un montón de licencias conceptuales. Es la ventaja que tiene la literatura sobre la academia: sus evocaciones están al servicio de la observación y la experiencia directas, no de la consolidación de una tesis. 4.- ¿Cuánta materia estética residual hay a un kilómetro y medio a la redonda de tu casa? ¿Cuántos siglos y fenómenos alcanzas a ver desde el balcón o la azotea? Quizá.

Todas las imágenes son del autor.