Arenas ocres, casi púrpuras, que se confunden con las murallas de los ksar en ruinas, ondulaciones de arenas rubias, cienos oscuros semejantes a los que dejan los ríos, destellos plateados puntuados por manchas profundas de formas indiscernibles, lenguas de sal que casi deslumbran. En otras partes, guijarros hasta donde se pierde la vista, un océano de piedras, la tierra en carne viva mostrando los huesos en un desnudamiento sin fin. Y luego, esas formaciones geológicas que encontramos en casi todos estos espacios: las mesetas de las hamadas hendidas por profundos barrancos, escudos de un pasado antediluviano a los que se aferra la mirada, formaciones detríticas dominadas por la arenisca, aristas esculpidas por erosiones milenarias. Así como la historia de las vidas pasadas va moldeando nuestras vidas, así el agua, el viento, las variaciones de temperatura y los accidentes telúricos moldean los paisajes que se nos ofrecen en los desiertos. Desierto, deseo de otro lugar, llamado a la deserción… En todas las épocas, han sentido ese llamado los habitantes de la vieja Europa y de las ciudades saturadas de ruido. Sean aventureros, místicos, militares sedientos de conquistas, científicos apasionados por los descubrimientos, geógrafos enamorados de la terra incognita, naturalistas, poetas, meharistas, trotamundos, deportistas de las arenas o simples turistas, muchos han encontrado en el desierto el lugar de la búsqueda y la superación de sí. Todos sabemos que los vacíos dejados en los planisferios y mapamundis de antaño no representan un vacío biológico. La vida existe en los rincones más inhóspitos de nuestro planeta. Ahí, las plantas y animales han desarrollado extraordinarias facultades de adaptación, ahí han nacido civilizaciones enteras, ahí han vivido y siguen viviendo personas. Como en todos los medios donde la biodiversidad es escasa, el desierto se presta a acercamientos transversales. Al ver la gacela que corre a lo lejos o las huellas elípticas que dejan las víboras cornudas del desierto, al ver la acacia enjuta cuyas raíces alcanzan el agua a varias decenas de metros de profundidad o el vivac donde la tagella, el pan de los tuaregs, se cocina entre las cenizas calientes, cada uno convoca distintos fragmentos de una cultura que lo rebasa. Geografía, geología, botánica, zoología, etnología, pero también música, pintura, literatura, espiritualidad… Toda travesía del desierto hace soñar con una travesía del conocimiento.
La historia de la exploración de los desiertos, en particular la del Sahara, se ha disputado entre personajes de pensamiento universalista, capaces de abarcar varios ámbitos del saber. Le debemos a Heródoto (nacido hacia el 485 de nuestra era) y sus Historias el más antiguo recuento de una expedición desértica. Sea al describir el oasis de Siwa en Egipto o la vida de “los pueblos del desierto y los confines de Libia”, sea al aventurarse lo más posible hacia el sur, donde ya no hay ni árboles ni agua, o al recorrer las estepas de las regiones frías de Escitia, al norte del mar Negro, este infatigable viajero se volvió el padre de los historiadores, los geógrafos y los exploradores. Fue el primero, según Jacques Lacarrière en su Diccionario del amante de Grecia, en “recorrer el mundo antiguo con la intención y el deseo de conocerlo, no para comerciar o hacer la guerra”. Se suele decir, al hablar de las aportaciones excepcionales de los exploradores griegos y romanos, que el inventario del mundo es obra de los “occidentales”. Esto equivale a desconocer el papel central que desempeñaron los viajeros árabes. Siguiendo los pasos de Al-Idrisi (c. 1100-1166), el geógrafo que escribió el Recreo de quien desea recorrer el mundo, o de Ibn Jaldún (1332-1406), historiador que evocó la vida pastoral “de los beréberes y de las dinastías musulmanas del África septentrional” entremezclando recuerdos de la poesía preislámica, muchos más han contribuido al conocimiento sobre el Sahara y las regiones ubicadas al este del Nilo. En la misma época, Ibn Battuta (1304-1377), que se definió como “el más grande viajero del islam”, llegó de Tánger a La Meca y luego hasta Asia surcando desiertos, describiendo los pueblos que iba encontrando y recorriendo más de cincuenta mil kilómetros a lo largo de su vida. Su obra, conocida como Los viajes, contribuyó enormemente a la difusión del saber geográfico y etnográfico sobre las regiones desérticas. Sin embargo, el destino más singular es seguramente el de Leone di Medici, mejor conocido como “León el Africano” (1483-1552), un musulmán que huyó de Granada y de la Inquisición, cruzó el Sahara y visitó África antes de ser capturado por los cristianos y entregado al papa León X, quien le confió la redacción de una “Cosmografía de África”, publicada en Venecia bajo el título Descrittione dell’Africa. Le debemos a esta obra mucha información sobre la vida, tradiciones, usos y costumbres de los pueblos de África, incluida una evocación de Tombuctú, una ciudad que quedaría alojada en el imaginario de los europeos. “Soy hijo del camino, la caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía”, le hace decir el escritor franco-libanés Amin Maalouf en su novela León el Africano. Tombuctú… El nombre resuena con una incomparable carga mítica. Pero “la perla del desierto” no es la única que ha fascinado a los europeos. En el firmamento de los exploradores intrépidos centellean otras ciudades —Chingueti, Esmara, Agadez— y regiones marcadas por el misterio donde se consuman aventuras de alto riesgo: el valle del Draa, el macizo de Ahaggar, las montañas de Air, la llanura de Djado, la meseta de Ennedi, el Adrar de los Ifoghas… Durante cerca de un siglo, aventureros solitarios intentaron llegar a estos lugares. Muchos nunca regresaron. El primero de ellos se llamó René Caillié. ¿Su itinerario? Una locura. Los hechos hablan por sí solos: nacido en 1799 en el departamento francés de Deux-Sèvres, plebeyo temerario que nunca conoció a su padre porque estaba condenado a prisión, Caillié se embarcó hacia África disfrazado de peregrino árabe con la esperanza de llegar a Tombuctú. En 1825 concluyó un primer viaje de exploración entre los norafricanos, para luego emprender un periplo de veinte meses que lo condujo a Tombuctú, donde entró en abril de 1828 en harapos, devastado por el escorbuto y calcinado por el sol. Sin embargo, la ciudad de sus sueños lo decepcionó, no era más que un centro caravanero que obtenía sus escasos recursos del comercio de la sal. Su segunda decepción fue enterarse de que lo había precedido un mayor del ejército británico, sir Alexander Gordon Laing, asesinado en el camino a Taoudeni mientras se preparaba para dejar la región. Nuestro aventurero no conocería la misma suerte, pero el viaje de regreso fue toda una prueba. Traicionado por sus propios compañeros de ruta, obligado a mendigar en busca de agua y alimento, perseguido por jaurías, logró por fin llegar a Francia, donde lo esperaba el escepticismo de sus contemporáneos, que lo acusaron de fabulación. Ese hombre, que murió a los 38 años después de haber publicado los tres tomos de su Journal d’un voyage à Temboctou et à Jenné dans l’Afrique centrale [sic], es un héroe. Julio Verne no se equivocó al presentarlo en 1863, en su novela Cinco semanas en globo, como “el más intrépido viajero de los tiempos modernos”.
Veinte años después, fue otro hombre de extracción humilde quien intentó la gran aventura sahariana. Camille Douls, nacido en Aveyron en 1864 y amamantado con los relatos de René Caillié, intentó a su vez llegar a Tombuctú abriéndose paso por el Sahara occidental, por entonces aún inexplorado. No dejó nada al azar: aprendió árabe y las leyes del islam, recitaba de memoria aleyas del Corán, se vistió de musulmán y se hizo circuncidar. Al igual que su ilustre modelo, este joven de tez morena salió de Francia y se hizo pasar por musulmán. Sin atender los consejos que le prodigó Henri Duveyrier, entonces consejero de asuntos saharianos, se incorporó a las tribus nómadas del sur de Marruecos y alcanzó a encontrarse con el gran jeque Ma al-Aynayn, fundador de la ciudad sagrada de Esmara, antes de que una muerte brutal pusiera fin a su aventura: en febrero de 1889, Camille Douls fue atacado por sorpresa, estrangulado y luego decapitado por sus guías tuaregs. Solo tenía veinticinco años. Su historia fue la de un loco del desierto, exaltado, audaz y temerario, que garabateaba sus notas en papeles que ocultaba entre los pliegues de la chilaba. Después de su muerte, estas fueron publicadas bajo el título de Voyages dans le Sahara occidental et le sud marocain.
Hay que leer estas obras —y, además, Les touareg du Nord: exploration du Sahara de Henri Duveyrier o el diario que Heinrich Barth intituló Voyage au centre de l’Afrique— para entender lo que vivieron a mediados del siglo XIX los pioneros de la exploración sahariana. Son en su mayoría documentos de primera mano, escritos por agudos observadores de la naturaleza, pero también buenos conocedores del islam, abiertos al diálogo con los pueblos autóctonos y a menudo capaces de hablar varias lenguas.
La evocación de estas exploraciones singulares —a las que podríamos agregar la de Arthur Rimbaud por Abisinia— quedaría incompleta si la limitáramos solo a las aventuras masculinas. El desierto se escribe también en femenino. Testimonio de ello es la vida de la joven holandesa Alexine Tinne (1835-1869), que organizó una expedición muy costosa al desierto de Nubia, donde perdió la vida en un enfrentamiento entre su servidumbre y los tuaregs. Su muerte prematura nos recuerda la de Isabelle Eberhardt (1877-1904), quien se ahogó en pleno desierto, en la crecida de un uadi. Esta mujer, a quien el coronel Lyautey se refería como “la refractaria”, no era una simple aventurera. Excéntrica y anticonformista, se convirtió al islam y se inició en el sufismo, se vistió de hombre y se rasuró la cabeza, se hizo llamar Si Mahmud o Mahmud Saadi, denunció la ideología colonial y se declaró una mujer plenamente libre. Por su conocimiento de la cultura árabo-musulmana y de los parajes desérticos, por su voluntad de integrarse a la vida y cultura locales, se volvió la figura quizás más incandescente de la exploración sahariana.
Otras mujeres han dejado huella de su paso por el desierto: Aurélie Picard (1849-1933), conocida como Lalla Yamina, a quien retrató Roger Frison-Roche en su novela Djebel Amour; y Gertrude Bell (1868-1926), inglesa convertida en agente de inteligencia en Bagdad y apodada “la espía del desierto”. Más recientemente están Odette du Puigaudeau (1894-1991), que peinó el Sahara occidental armada con sus cuadernos de notas y de dibujo, para finalmente unirse al Azalai, la caravana de sal que recorre desde hace siglos la ruta de Tombuctú a Taoudeni; y Ella Maillart (1903-1997), excampeona de vela que surcó los desiertos en busca de un punto medio “entre el amargo saber del occidental y la indolente ignorancia del mundo propio de los nómadas”. Cada una de estas “pasionarias de las arenas” ha contribuido, a su manera, a hacer del desierto el sitio de un doble viaje: exterior e interior, físico y espiritual. Les debemos más que una simple aportación de conocimientos. Más bien, sus maneras de acercarse a las zonas áridas contribuyen a ese reencantamiento del mundo que tanta falta nos hace hoy en día.
En el siglo XX hay un nombre que resume en sí mismo la voluntad de abarcar todos los dominios del saber: Théodore Monod. Botánico, oceanógrafo, ictiólogo, geólogo, geógrafo, explorador, escritor, metafísico, director del Instituto Fundamental del África Negra e investigador del Museo Nacional de Historia Natural, es el arquetipo del viajero naturalista. Este hombre dotado de una memoria fenomenal y fascinado por la naturaleza y las trampas de su supervivencia creó su primera sociedad de historia natural a los quince años de edad, donde publicó un boletín y redactó artículos en los que exhibía a “las damas que adornan sus sombreros con el copete arrancado a la garza blanca”. Concluyó el bachillerato a los dieciséis años y se graduó con honores de la Sorbona tres años después, tras lo cual fue nombrado asistente del Laboratorio de pesquerías y productos coloniales de origen animal, donde dedicó una monumental tesis doctoral al pequeño crustáceo marino Paragnathia formica, con lo que se volvió uno de los mayores expertos en crustáceos de su generación. Paradójicamente, fue a orillas del mar donde arrancó la gran aventura sahariana que fue su vida, en un viaje para estudiar los peces de Mauritania. Según Jean-Claude Hureau, que fue su colaborador en el Museo Nacional de Historia Natural, esta región lo fascinó porque es “la unión de dos océanos: el Atlántico y el Sahara”, la unión de dos llamados, el del mar y el del desierto. “A fuerza de vivir sobre esta franja rocosa entre el océano de las aguas y el de las arenas, acabé por rodar del primero al segundo”, diría lacónicamente Théodore Monod. Desde sus primeros recorridos en camello, su visión del desierto fue global: el sustrato rocoso, la flora y la fauna constituyen un mismo conjunto indisociable. Si el científico se relaciona con todo, es porque todo está relacionado. En un mundo donde la especialización engendra una compartimentación del saber, Théodore Monod resulta ser el último viajero naturalista capaz de captar un biotopo en todas sus dimensiones. Su cultura científica “transversal, prácticamente universal, está en la encrucijada de todas las disciplinas”, diría de él Jean-Claude Hureau.
En cierto modo, el acercamiento pluridisciplinario de Théodore Monod es también metafísico. No porque parta del postulado, perfectamente exacto, por lo demás, de que los tres grandes monoteísmos de la Historia nacieron en el desierto, sino porque ve en las tierras áridas una dimensión que empuja al hombre a la ascesis y a la vida ermitaña. Sabe que el vacío es necesario para la plenitud del alma. Para él, le Nu appelle l’Un, “lo desnudo llama a uno”.
Hacia el final de su vida, tras haber buscado en vano el meteorito de Chinguetti, que un oficial apostado en la región mauritana de Adrar creyó haber descubierto en 1916, el científico se entregó a la fe y la poesía. En las últimas líneas de su ensayo intitulado Le fer de Dieu, el anciano se muestra humildemente conmovido ante los grandes enigmas del universo:
La noche ya descendió sobre el desierto, y la flor roja de una fogata se encendió al pie de nuestra montaña de bloques y pedrusco. El aire refrescó, se levantó el viento. Por un largo camino de arena adherida al relieve, voy a llegar, en algunas zancadas, de vuelta a la llanura, donde la conversación de mis compañeros evocará, estoy seguro, otros misterios, otros problemas, otros proyectos de investigación incansablemente abiertos a la necesidad del hombre de descubrir y comprender.
La poesía… Con ella conviene cerrar esta demasiado breve travesía del desierto. Está presente en todas partes: en los textos arábigos anteriores al islam; en el modo de expresión de los nómadas, donde subsisten tradiciones de altos vuelos; entre los Padres del Desierto y su tardío heredero, Carlos de Foucauld; bajo la pluma de los orientalistas del siglo XIX y en las descripciones de los grandes viajeros; en el ardor de los locos del desierto y en el relato de las aventuras sin retorno. Y le corresponde al poeta Loránd Gáspár, que ejerció su oficio de cirujano en Jerusalén y luego en Túnez, el mérito de haberle cantado a la presencia de lo vivo en el desierto, al mezclar materialismo con poesía, observaciones de campo con búsqueda espiritual, conocimientos de etología y botánica con la ciencia de los armónicos de la lengua. La verdad es que la experiencia del desierto se parece a la de la escritura. Así como el nómada recorre el desierto para encontrar un lugar, el poeta intenta, según lo expresa Edmond Jabès, “circunscribir el territorio de blancura de la página”. Escritura nómada, polvo de palabras, rastro del sentido… Las regiones desérticas, “que son el territorio de las lenguas muertas”, confrontan al escritor con lo indecible. Las palabras del poeta son los pasos del silencio.
Publicado originalmente en Reliefs, “Déserts”, núm 11, París, 2020, pp. 43-49. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Ernst Schiess, Caravana, s.f.