Corea del Sur es una de las economías emergentes que está marcando más pautas a nivel mundial. La vieja tradición confuciana se ha fusionado con el capitalismo de último cuño situando a La Empresa como un miembro más de la familia, y la fórmula ha disparado los ingresos financieros y el número de bebedores de alcohol. Hay que velar por La Empresa como si fuera un papá, un abuelo —el sistema es ultrapatriarcal—, dedicarle catorce horas al día si es preciso y salir a cenar con el jefe cada lunes o martes, que es cuando los empleados socializan. El súper rendimiento se aprende temprano: a partir de los trece años, los estudiantes empollan con tal frenesí que, de no lograr los resultados previstos, demasiado a menudo se matan; es el país con el mayor porcentaje de suicidios del mundo después de la pequeña Guyana.
Para mantener el exigente ritmo, los coreanos buscan una alimentación saludable y vigorizante. Es cierto que la fiebre del café ha convertido al bebedizo en el producto más consumido del país; y que se multiplican los aficionados al Bacchus, esa bebida energética que venden las viejas prostitutas del parque de Jongmyo como contraseña para sus clientes potenciales. Pero más de un setenta por ciento de los alimentos consumidos aquí son de origen vegetal. Los nativos han hecho del kimchi virtud, demostrando con este plato idiosincrático su magisterio en la fermentación de la col (la invasión japonesa, primero, y la posterior guerra con sus vecinos del norte, hizo que muchos coreanos sobrevivieran a base de raíces terrestres, que fermentaban para cuando la miseria acuciara… aún más).
Lo que ocurre es que, después de mostrarse sublimes cocinando verde, ahora buscan otra energía en la carne. El cerdo y la ternera crudos menudean en las exitosas barbecues, “aunque si quieres fuerza de la buena, aquí tienes nuestro perro”, dice Kim Shi-woo, seulita cuarentón que esta temporada celebra el 45 aniversario de un establecimiento familiar con fama de servir una de las mejores carnes de perro de la capital.
El perro, como los vegetales, fue una comida de subsistencia para miles —o millones— de coreanos en los tiempos del hambre. Hoy, el hábito de comerlo perdura en la ciudad. “Pero solo les gusta a los viejos”, afirman muchos jóvenes mientras esbozan muecas de aversión. Kim Shi-woo está orgulloso de continuar sirviendo sopa de perro (Boshintang) pese a las restricciones impuestas antes de los Juegos Olímpicos de 1988, cuando el gobierno casi proscribió este tipo de restaurantes.
A Kim Shi-woo le ha costado una hora sentarse en el parqué a charlar con nosotros. “Le da vergüenza, esto es nuevo para él”, dicen Olga y Feruza, las camareras rusa y uzbeka que revisten de cierto glamour a un local condenado a la etiqueta de “viejuno” por la Seúl más vanguardista. Junto a la parrilla donde nos sirvieron el perro solo queda un colchoncito de verdura. Alrededor, una constelación de pequeños cuencos que incluyen desde el clásico kimchi a la sopa de algas con tofu, ajos pelados o arroz, además de varias fermentaciones bañadas en salsa picante y a saber cuántas botellas de Cass, la cerveza local, y soju, ese aguardiente traicionero que con sus veinte grados emerge como el sucedáneo del vodka y ha ayudado a los coreanos a convertirse en los grandes bebedores mundiales, doblando a los rusos en cantidad de alcohol ingerida al año.
Kim Shi-woo usa gafas de lupa amplia redonda, camisa rosa de manga corta. Habla desplegando la extrema gesticulación de los asiáticos tímidos. Al tomar asiento, ríe tapándose la boca con una mano.
—¿Habéis comido bien?
He compartido la cena con Carles Mercader, fotógrafo erudito en esta parte del mundo, dos amigas, Cammy y Anya, que trabajan a tiempo parcial en esta especie de Palacio del Perro gastronómico, y Olga y Feruza, quienes, en fugaces intervenciones entre cliente y cliente, han contado que su jefe “es un tío majo, nada que ver con el típico jefe duro coreano”, o que han venido a Seúl a estudiar y, quizá, pillar novio, porque los coreanos tienen fama de formales. Jun Woo Park, un veinteañero que ha viajado por América Latina, nos hace de traductor.
—El perro estaba buenísimo —respondemos Carles y yo—. Lo hemos preferido al pato.
Cabeceamos hacia la parrilla del fondo de la mesa, rebosante de carne de pato. El anfitrión la añadió por si nos sobrevenía un arrebato antiperro de última hora.
“Buenísimo” es una respuesta sincera. La carne de perro cocinada, nos dice Kim Shi-woo, que además de ser el dueño es el chef, posee una ternura enriquecida por los jugos de tres horas de cocción, aunque no entra en detalles porque recibió la receta de su madre y quiere guardarle el secreto.
—De hecho, heredé este local de mi madre. Ella trabajaba aquí como empleada hasta que lo compró en 1978, después de separarse. Lo sacó adelante sola. Mi madre cazaba perros por los ríos, cualquier clase de perro, el que apareciera por allí. En aquel entonces había un boom de la construcción en Seúl y venían montones de obreros, porque esta sopa es buena para trabajar.
—Tanta energía… parece un sitio más apropiado para venir en invierno, ¿no?
El verano está a punto de empezar y hay ventiladores girando sobre cada mesa del restaurante. Tiene capacidad para sesenta personas y está casi lleno.
—Qué va. Tradicionalmente se ha comido perro el día más caluroso del año. Se dice que es para conquistar el verano. Lo puedes comer de tres formas: suyuk, que es carne asada sobre un fondo de agua hervida; muchim, que se cocina parecido pero con más condimentos; y jeongol, que es cuando se cuece la carne en caldo, la sopa de perro en sí. Pero al principio mi madre no sabía cómo prepararlo. Cocinar un perro no es cualquier cosa y como ella no le pillaba el truco, en los primeros tiempos solo ganábamos unos doscientos mil wones al día (60 dólares, más o menos). Ahora, hemos multiplicado esa cifra por diez.
—El restaurante se abrió para mantener una tradición aparecida en los años de la miseria. Alguna gente dice que estos sitios no le traen buenos recuerdos.
—¿Por qué? Los perros ayudaron a sobrevivir a miles de personas. Y su carne es estupenda para los pulmones, para la piel… Además, se ha evolucionado mucho en el sacrificio. Antes había hombres que pasaban con carros gritando ”¡Compramos perros!” La gente se los vendía y entonces los llevaban a un árbol, los ahorcaban y mientras morían los remataban a palos, porque así la carne queda más tierna al cocinarla. (En algunas zonas de campo todavía se mata a los perros de esa forma.) Luego, se les cubría con heno y se les prendía fuego, para sacarles el pelo. Entonces estaban listos para hervirse y comer. Ahora no. Ahora se les electrocuta, como hacen con las ovejas, con las vacas…
—Usted debió crecer comiendo esta carne.
—Claro. He comido perro desde siempre. Nunca me he preguntado por qué comía perro, simplemente estaba ahí, en la mesa. Era comida. Y ya ve. Tengo más de cuarenta años y aún juego futbol, corro maratones. Los maratonistas coreanos comen mucha carne de esta. Hace poco fui a hacerme un chequeo y al verme por los rayos X el doctor me preguntó en qué trabajaba. Le impresionó que tuviera unos pulmones tan grandes.
—Sin embargo, el gobierno ha legislado contra estos restaurantes y muchos han tenido que cerrar.
—Los problemas empezaron con la cultura de ver a los perros como mascotas. Lo de comerse a la mascota… ya sabe. Y luego llegaron los Juegos Olímpicos y el Mundial. Los políticos querían borrar la imagen de Corea como pueblo bárbaro que come carne de perro. En fin. Los occidentales comen hígado o caracoles. ¿Y eso no es raro? Pero no creo que, cuando organicen un Mundial, los políticos europeos manden cerrar los restaurantes que ofrecen caracoles.
—Exactamente no les ordenaron cerrar.
—Bueno, no. Pero obligaron a que un montón se trasladaran a callejones poco visibles.
—El suyo es un buen ejemplo.
El restaurante se sitúa en un callejón próximo a la estación de Cheongnyangni. A pocos pasos, un cartel prohíbe la entrada a menores a la zona donde las prostitutas se exhiben en escaparates al más puro estilo “rosa” holandés.
—Después de los juegos, varios restaurantes cerraron porque no entraban clientes. Los otros tuvimos que cambiar el letrero. Desde entonces, en lugar de presentarnos como restaurantes de sopa de perro (Boshintang) lo hacemos como restaurantes de Sopa de las Cuatro Estaciones (Sacholtang). Cambias el nombre pero todo el mundo sabe lo que se sirve aquí.
—Hay mucha superstición en torno a esta carne.
—Existe la creencia de que un perro no se debe regalar o recibir gratis. De lo contrario, alguien enfermará. Antes estaba prohibido comerla a principios de año, durante todo el mes de enero, por los budistas. Ellos creen en la reencarnación y si resulta que, no sé, tu abuelo ha reencarnado en perro, de pronto podrías estar comiéndote a tu abuelo. En cualquier caso, los budistas decían que querían empezar el año con el alma limpia y no dejaban comerlo. Antes había muchos budistas en Corea pero cada vez quedan menos, y encima la mayoría son pobres, así que su influencia es menor. Por otro lado, ahora la gente no es tan supersticiosa. Y, después de todo, no es una carne prohibida, ¿no?… aunque tampoco sea legal.
—¿Qué quiere decir?
—Que se mueve en un limbo raro. No se puede vender carne en el mercado sin un permiso muy especial, pero sí se puede comer en un restaurante. No sé por qué se complican tanto la vida, si esta carne también se consume en países como China, Vietnam, Tailandia… pero como da mala imagen… Eso sí, los occidentales solo critican a China y Corea. ¿Por qué? Porque como nos hemos desarrollado igual que ellos, ahora parece que tenemos que ser iguales.
—Dicen que la clientela de estos restaurantes es de edad más bien avanzada.
—Un poco sí —Kim Shi-woo se da la vuelta para echar un vistazo a los comensales. La mayoría oscila entre los cuarenta y los cincuenta años, aunque también se ve a un par en la treintena—. Pero también atendemos a muchos deportistas. Jugadores de futbol, de bádminton, de béisbol, maratonistas. Por no hablar de enfermos de todas las edades. Vienen muchos convalecientes de operaciones y gente con cáncer. Dicen que el perro va muy bien para recuperarte de operaciones porque su grasa es seca y pegajosa. No resbala, de modo que ayuda a que las heridas cicatricen mejor. En Rusia hay un refrán que dice: “Cicatriza como perro”. Los budistas aún aseguran que no comen carne de perro pero cuando enferman… rezan, se sientan en estas mesas y se piden un plato de perro como medicina. Tenemos un cliente de setenta años que dice que esta carne es mejor que el Viagra. Y las mujeres aseguran que es buena para la menstruación. Mire, la verdad es que la mayoría de parejas más o menos jóvenes que vienen aquí son amantes. No esposos, no: amantes. Y lo hacen por lo afrodisiaco.
—Si esto es así y buena parte de la sociedad aún comparte esa visión, debería haber muchos restaurantes de Boshintang.
—Es que los hay.
—Nos dijeron que el suyo era casi único.
—Lo que somos es viejos, pero en Seúl hay cientos de restaurantes de Boshintang. Lo que pasa es que hay que buscarlos en las esquinas escondidas.
—¿Cuándo se sacrificó al perro que nos hemos comido?
—Escuche esto: anoche estaba vivo. Pido el mejor género, por eso mi local funciona tan bien. La carne llega aquí hacia las cuatro o las cinco de la madrugada y hay que comerla enseguida porque se pudre muy rápido. La traemos de un mercado en la zona de Moran, un suburbio que provee a Seúl de un noventa por ciento de la carne de perro que necesita. Para nosotros matan tres perros al día.
—¿Es suficiente para trescientas personas? [su media de clientes diarios]
—Son perros grandes.
—¿Alguna raza en especial?
—Los restaurantes trabajamos en exclusiva con un perro muy parecido al tradicional de Corea, el jindogae. Solo que a este le llamamos “perro de mierda”.
—¿Cómo ha dicho?
—Perro de mierda. Le llamamos así porque es un mestizo que, durante la hambruna, iba comiéndose toda la carroña que encontraba. Y luego la gente se lo comía a él. Era un perro literalmente de mierda. Mire, es muy parecido a este.
Kim desenfunda el android —Samsung, por supuesto—, y teclea “jindogae”. En pantalla aparece un gran perro de pelo blanco que los cánones de belleza occidentales tenderían a definir como hermoso.
—Cada perro pesa unos treinta o 35 kilos —continúa el chef—. Se los cría para ser comidos, en plan granjero. Pero estoy buscando perros más grandes porque, bueno, es verdad que a veces vamos un poco justos de carne.
—¿Usted tiene mascota?
—Síiii.
—¿Y qué mascota tiene un cocinero de perros?
—Un pollito.
—¿En serio?
—Sí, sí, un pollito.
—¿Ha pensado en comérselo?
—Noooooo. Lo crié en una habitación. Le encantaba subirse a mi hombro, como si fuera un loro —ríe tapándose la boca con la mano—. Pero un día me quedé dormido mirando la televisión. De alguna manera me eché hacia atrás demasiado rápido y lo aplasté.
—No.
—Sí, sí. Así fue.
Esta vez no se ríe.
—Ya. Volviendo a los perros, después de todo lo que ha dicho parece que su restaurante tiene futuro pese a los críticos, las organizaciones animalistas…
—Uf, ha salido un movimiento que quiere prohibir esta carne, pero qué quiere que le diga: sin duda, la gente va a seguir comiendo perro.
—¿Ha designado heredero?
—Tengo un hijo pequeño pero qué va, no le pienso dejar el restaurante. Para él sueño dos futuros: que sea futbolista o un empresario normal. Un restaurante no es una empresa normal. Yo entro aquí todos los días, veo esa cosa —mira hacia la parrilla donde nos sirvieron el perro caliente— y me encierro doce horas a cocinar lo mejor que puedo. Es un estrés tremendo, porque tienes que vigilar la cocción al milímetro y cada animal requiere su tiempo exacto. Y luego está el olor. La vaca, el cerdo o el pescado no huelen mucho cuando se cocinan pero el perro sí, y deja un tufo que no se va. No, no. Mi hijo no seguirá con esto.
Al final de la charla, Kim Shi-woo está más relajado, aunque todavía se tapa la boca al reír. Brindamos todos con cerveza, soju y makkoli, el vino de arroz que recuerda a un sake suave. “¡La carne de perro hace que te emborraches más lento!”, tranquiliza al proponer el cuarto brindis. La entrevista le ha gustado tanto que, al cerrar el local, propone ir a un noraebang (karaoke). Después de entregarse al micrófono, sale de nuevo a la tibia noche de primavera y, de pronto, se pone a correr. Según sus camareras, es la forma que tiene Kim Shi-woo de coronar lo que está siendo una velada “superespecial”. Corre con los brazos abiertos mientras proyecta un par de gritos que, dicen las chicas, indican la magnitud de su felicidad.
Imagen de portada: Busan, 2020. Fotografía de Daniel Bernard. Unsplash