El mayor experto en Chaucer de los Estados Unidos, quien fuera el Director del Departamento de Literatura en la Universidad de Harvard durante más de diez años, toca con insistencia la puerta de un departamento en Telegraph Hill, San Francisco. El frío de ese lluvioso 5 de enero de 1944 no merma su empeño. Dentro de la casa, silencio. Golpea con el puño cerrado, pero sólo le responde el sonido de la lluvia contra el vidrio. Se rinde, baja los escalones hasta nivel de calle y se abre paso entre los arbustos que se sacuden el agua sobre sus mocasines de gamuza para llegar hasta la escalera de emergencia. Sube tan rápido como se lo permite su cuerpo torpe de intelectual, levanta una ventana y con todo y sus 67 años a cuestas se desliza por la apertura. No se detiene a tomar aire: se incorpora y comienza a recorrer el departamento pieza por pieza. Encuentra a Jean, su hija menor, hincada sobre unos cojines en el baño, la cabeza y los hombros sumergidos en el agua ya helada de la tina. Unos meses antes, Jean vio por última vez a Robert Oppenheimer, el director del Proyecto Manhattan y creador intelectual de la bomba atómica. Habían tenido una larga e intensa relación que naufragó a partir de que ella se negara, por segunda vez, a ser su esposa. En cuestión de dos años, Robert se casó con otra mujer, tuvo un hijo y se mudó a Los Álamos para enfrascarse en una de las aplicaciones más mortíferas que ha tenido la ciencia. A pesar de su separación, Robert y Jean continuaron viéndose en secreto y, con toda probabilidad, fueron amantes. Más tarde, Robert relataría que el último encuentro fue a petición de ella: quería reiterarle que, a pesar de su esposa e hijo, ella seguía amándolo. Poco efecto surtió esta supuesta declaración de amor imperecedero pues Robert, después de pasar la noche con Jean, tomó un avión de vuelta a su vida en Los Álamos. Sin duda nuestra propia educación sentimental nos hace fácil concebir el suicidio de Jean a la luz de este gran amor frustrado, muy al estilo de Dido, Mme. Butterfly y una legión de heroínas que se quitaron la vida tras una decepción amorosa. Sin embargo, esto implicaría recaer en nuestra propensión a interpretar cada acto de las mujeres como resultado de sus vínculos con hombres y simplificar la muerte (y la vida) de Jean Tatlock.
Nacida en 1914 en el seno de una familia intelectual, Jean manifestó desde la infancia un carácter vehemente. En 1924, durante una excursión a caballo en Colorado, ella y su familia encontraron una iglesia católica en ruinas. Adentro, la niña de diez años recogió algunas casullas polvorientas y parafernalia eclesiástica de variada índole e improvisó una homilía sobre su oposición a la religión, diciendo que cada día se tallaba bien la frente para limpiar el sitio donde había recibido el bautismo. La adolescencia, esa etapa de por sí tempestuosa, lo fue aún más para Tatlock. Ella escribiría al respecto años después: “Todo lo que me ha sucedido responde a las experiencias de ese periodo […], la profundización aunque no la solución de los conflictos que se hicieron aparentes en esa época”. Por suerte, sus cartas tempranas exploran justamente esos focos neurálgicos. Desde los catorce años, por un lado, empieza a expresar la contraparte de su vitalidad; salen a relucir una profunda melancolía y desesperanza. Durante un viaje le escribe a May Sarton, su mejor amiga de la secundaria, quien se convertiría en una famosa poeta: “Mi estado mental es un desastre. Paso por más etapas y pesadillas en un sólo día de lo que hubiera creído posible en un año”. A los dieciséis escribe: “una noche casi me volví loca de la desesperación y habría hecho lo que fuera bajo la tierra” [sic]. Estos eventos se presentaban de forma itinerante, interrumpidos por relatos de epifanías que ella bautizó como iluminaciones y que, junto a los primeros, podrían describir los rudimentos de una bipolaridad. En esas cartas tempranas, Jean muestra una preocupación por la injusticia social que más tarde encontraría un cauce en sus convicciones políticas radicales. Por último, varias veces sale a relucir una relación irresuelta con su identidad sexual, tema al cual regresaría de forma insistente en las cartas que escribió a lo largo de su vida. A los dieciséis, Jean se mudó con su familia a California tras pasar varias noches en compañía de su amiga May. Durante el trayecto, le escribió lo siguiente:
Quiero saber una cosa, estoy confundida desde que sucedió, ¿pasó o no pasó algo ayer por la noche o lo soñé todo? […] Sentí una pasión […] que fue pura belleza, completa y satisfactoria. Nunca antes en mi vida había sido tan profundamente feliz. Te amo […]. ¿No es maravilloso que haya sucedido ayer en la noche pues ahora nada puede romperlo?
Lo que aquí se presenta de forma luminosa y estática reaparece a lo largo de su correspondencia en tonos sombríos y se convierte en una incógnita irresuelta que persigue a Jean hasta el final. La joven cursó la licenciatura en Vassar, una prestigiosa universidad para mujeres, donde se hizo amiga de las escritoras Elizabeth Bishop y Eleanor Clark. El inicio de sus estudios coincidió con el final de la Gran Depresión y pronto Jean descubrió el socialismo y se volvió una defensora vehemente de la causa. Fue testigo de la huelga de 65,000 trabajadores en los puertos de San Francisco y Oakland y, convencida por sus demandas, escribió un artículo para apoyarla. Poco después se convirtió en una colaboradora frecuente de Western Worker, un famoso periódico del Partido Comunista. En 1936 Mary Ellen Washburn, una de las amigas más cercanas de Jean y también miembro del Partido, organizó una fiesta en su casa en Berkeley. Ahí Jean conoció al inquilino de su amiga, un hombre inquieto, de rasgos afilados y ojos azules. A partir de ese primer encuentro, Jean y el físico nuclear Robert J. Oppenheimer comenzaron a salir. Él era ingenuo políticamente y ella se encargó de introducirlo al pensamiento radical y al Partido Comunista. Fue tan eficiente que durante la Guerra Civil española Robert se volvió un arduo defensor de la República. Jean y Robert también compartieron su gusto por la poesía. Ella siempre fue una lectora ardua de este género: de niña recitaba de memoria la “Balada del viejo marinero”, de Coleridge, y durante la adolescencia sus cartas estaban saturadas de poemas de Edna St. Vincent Millay. Gracias a Jean, Robert descubrió la obra de John Donne, el poeta metafísico inglés cuyo poema “Trinity” tendría un papel insólito en la primera prueba de la bomba.
Jean decidió especializarse en psiquiatría y psicoanálisis y cursó la carrera de medicina en la prestigiosa Universidad de Stanford. Ahí conoció a Siegfried Bernfeld, un doctor en filosofía que había estudiado con Freud y quien habría de convertirse en su mentor y psicoanalista. Durante el verano de 1939 la joven trabajó con niños en una clínica psiquiátrica en Nueva York. Le fascinaba e inquietaba, en sus propias palabras, “no sólo el componente psicológico que hay en dichas condiciones [psiquiátricas], sino también el elemento ambiental y social”. En 1940, a pesar de una serie de recaídas depresivas, Jean se graduó como médico. En esa época Robert volvió a pedirle matrimonio sin éxito y la relación perdió fuerza hasta desintegrarse. Determinada a seguir adelante con su vocación, ella se mudó a Washington D. C. para realizar una residencia en St. Elizabethts, el hospital psiquiátrico público más antiguo de los Estados Unidos. En 1941 el hospital contaba con más de mil pacientes y había introducido tratamientos entonces novedosos como terapia psicoanalítica, arte y psicodrama. Un año después Jean volvió a California para trabajar en el Hospital Mt. Zion de San Francisco bajo la asesoría de Siegfried Bernfeld, cuya teoría de orientación marxista-freudiana compaginaba sus dos intereses principales. Para entonces eran tan profundos sus periodos depresivos que ella misma tuvo que ser tratada en Mt. Zion y, a pesar de sus intentos por recuperarse, murió poco tiempo después. Unos meses más adelante, cuando los años de trabajo en el Proyecto Manhattan rindieron sus frutos oscuros, Robert Oppenheimer nombró a la primera bomba atómica “Trinity” en referencia al poema de John Donne que Jean le había enseñado. Muchos afirman que se trata de un tributo (bastante lúgubre, por cierto) a la vida de su expareja. En realidad, un ánimo especulativo, falto de certezas, rodea todo lo relacionado con Jean. Hay quienes están convencidos, por ejemplo, de que el gobierno de los Estados Unidos, inoculado por el germen de lo que más adelante sería el macartismo, la mandó a matar por sus afinidades políticas. Es un hecho que, durante su último encuentro, Jean y Robert fueron vigilados a detalle y que el físico estuvo a punto de perder su puesto por encontrarse con una mujer conocida por sus ligas con el comunismo. Las incógnitas en torno a la vida de Jean se potenciaron por una acción enigmática y en apariencia inexplicable: su padre no llamó en seguida a la ambulancia cuando la encontró muerta en la bañera, más bien, colocó el cadáver empapado sobre el sillón y se abocó a repasar y quemar muchas de sus cartas. Como sucede con las historias de tantas mujeres cuyas labores han sido invisibilizadas y trivializadas, poco se sabe con certeza en torno a la vida de Jean Tatlock. Quedan las cartas que se salvaron del fuego, la pobre prosa de los militares que vigilaron a los amantes esa última noche: “Su relación parecía muy íntima y cercana, a las 11 pm se apagaron las luces”. Quedan los datos contundentes de la autopsia: “29 años. 117 libras. Ojos: verdes. Pelo: café”. Su corazón pesaba 240 gramos.
Imagen de portada: Prueba Trinity de un arma nuclear, Alamogordo, Nuevo México. 16/07/1945.