Es enero de 1986, el año en que Henri le dedicó al Mundial de Futbol un especial que se celebró en junio. Se acababa de anunciar que la mascota del evento internacional sería un chile con bigote y sombrero mexicano, al que le llamaron El Pique, y la gente no dejó pasar las referencias sexuales de este símbolo. La cámara se pasea entre los invitados: jóvenes y viejos, gente glamorosa y tipos vestidos como burócratas, con hombreras, peinados abultados, flecos y mullets, corbatas de moño, camisas abotonadas al cuello, crucifijos, satines de colores vibrantes y lápiz labial de rojo intenso. La cámara enfoca hacia la cabina del DJ, donde se ve a Barry mesándose el cabello largo y abundante, que le cubre las orejas y llega hasta los hombros: parece una estrella de rock, tiene los audífonos alrededor del cuello y habla con una guapa rubia con el pelo cortado como la cantante Joan Jett. Se escucha “What’s Love Got To Do with It”” de Tina Turner. La gente mueve la cabeza y sincroniza los labios con la canción. Entra Xóchitl, que besa y saluda a gente a su paso. Luego suena “Tarzan Boy” de Baltimora, un grupo new wave italiano:
Ooo ooo ooo ooah Ooo ooo ooo ooah Night to night Gimme the other, gimme the other.
La gente se agita más. La cámara busca personas con onda: una chica con velo, un pelón de lentes oscuros y camisa con una planta de mariguana bordada en lentejuelas verdes, un travesti con la peluca rubia, una chica con el cabello pintado de azul, la chica de azul que baila contra la pared. Jaime Vite aparece momentos antes de su espectáculo luciendo un body de chaquira rojo, azul, amarillo y negro. Ya no cabe un alfiler y algo se prepara en el escenario. Se apagan las luces y entran a escena los meseros de El Nueve vestidos con los uniformes de los equipos que participarán en el Mundial: tienen los shorts más cortos de lo normal. Bailan una canción escrita para la ocasión por la compositora brasileña Denisse de Kalafe. Aparece Jaime cubierto como un chile serrano con sombrero. Canta:
México amigo valiente, por unir a tanta gente por la fantasía del futbol.
Es una manera gay de darle la bienvenida al Mundial. La gente grita y aplaude delirante.
Además del cineclub, Henri introdujo los “murales efímeros” de la mano de Diego Matthai, que era un joven arquitecto con alguna reputación como artista abstracto y uno de los mejores amigos de Manolo. Los murales se pintaban un miércoles al mes y sustituían los cocteles dedicados a los actores del momento. Matthai invitó a artistas de moda, pero también a algunos que ya tenían una carrera construida, como Mathias Goeritz, arquitecto y pintor refugiado alemán, que había modificado el paisaje urbano de la ciudad de México con piezas de arte público. Goeritz también era autor de una de las piezas de arquitectura mexicana más significativas: el Museo Experimental el Eco, donde hubo, por cierto, un bar gay durante algún tiempo.
Mathias Goeritz tuvo una paciencia enorme para hacer lo que hizo en El Nueve —dijo Matthai, que ahora tiene un pequeño despacho de arquitectura en la colonia Condesa—. El muro medía como diez metros de largo y dos y medio de alto. Lo pintó con pequeñas pinceladas. Se tardó como cuatro horas.
Otro de los murales memorables lo hizo Juan José Gurrola en colaboración con Alejandro Arango. Gurrola era una especie de artista total: arquitecto, pintor, escenógrafo, actor, director de cine y teatro, además de bebedor irreverente, persona insoportable y adorable a la vez. La gente recuerda aquel evento porque se apareció en El Nueve David Hockney, que además de ser uno de los pintores ingleses más conocidos también era un ícono de la cultura gay por los retratos que había hecho de sus amantes y sus amigos mientras vivió en Los Ángeles. Estaba de paso en México porque el Museo Tamayo presentaba una gran exposición suya.
Existe otro video que registra la noche en que se presentó el mural llamado Cinturón de miseria. La cámara panea sobre uno de los cuartos de El Nueve y descubre unas figuras blancas de cartulina que cuelgan del techo, mientras que la pared detrás de la barra está intervenida por una especie de paloma blanca recortada en el mismo material. Del lado derecho se ve una composición más compleja y colorida; partes de autos y otra clase de basura industrial también están suspendidas. Un grupo de ayudantes colorea esa parte del mural: hay un tigre, un buda y una mano que sostiene un cigarro de mariguana junto a una caja vacía de All-Bran. Entre el público se alcanza a distinguir al mismo Gurrola, con su cara redonda y su cabello negro y abundante, como un casco, así como a Diego Matthai, alto, de lentes y delgado, vestido de traje. Entran a escena Manolo, vestido con un chaleco de cuero café, y Henri, todo de negro, pelón como siempre, pero con una cola de caballo trenzada. Se escucha una cumbia en medio del barullo de la gente que ya abarrota el lugar. Aparece David Hockney junto a Gurrola. Hockney está vestido con una chaqueta de verano azul y blanca, y una camisa blanca. Su cabello rubio sobresale debajo de una gorra; lleva una corbata roja y dorada, como la bandera de España. Toma un pincel grueso y comienza a pintar unos trazos semicirculares en azul, característicos de las representaciones de agua en su pintura. Gurrola dibuja algo a su lado: “I need all this and all that”, dice indicándole a Hockney que debe seguir pintando en la pared contigua. Mientras fuma, Hockney pinta una nube azul de la que sale una lluvia azul. Al final, Gurrola toma un falo de unos treinta centímetros de largo y dice: “Ahí les va, ¿eh?”, mientras lo coloca en medio de un retablo que tiene el mapa de la República mexicana. “Hey, ¡viva Latinoamérica, cabrones!”, grita con su voz chillona. Cuando un ayudante quiere pintarlo, el falo se cae, pero lo vuelven a poner en su lugar y le rocían pintura en aerosol. Alguien dice al fondo: “Parece que tiene herpes”.
Luego, [Mongo] tenía que poner mucha imaginación para inventar las actividades del siguiente jueves. Una noche memorable, fue el coctel que hicieron para el fotógrafo Pedro Meyer, que inauguraba una exposición en el Museo de Arte Moderno. Pidieron a Meyer diapositivas de la exposición, que iban proyectando sobre dos actrices. Vicente Rojo Cama, un joven compositor, hizo una música especial. Una noche hicieron un tugurio erótico, otra la dedicaron al rock judío, otra a las piernas; otro día fue el cumpleaños de Juan José Gurrola e hicieron una piñata llena de salchichas, que la gente se comió. Era grotesco. Otra más la dedicaron al box y al rock, pero el primer boxeador que consiguieron se echó para atrás cuando se enteró de que debía pelear en un lugar gay. Mongo tuvo que contactar a alguien más. Al fin y al cabo, el espectáculo era una pelea: los pugilistas se dieron con todo y la gente estaba muy exaltada. Había un grupo de rock, liderado por el Dr. Fanatic, que cambiaba de nombre en cada presentación. Una noche se llamaba Planeta Costa; otra, La sociedad de las Sirvientas Puercas; la siguiente, Matrimonio Gay. Una noche, Mongo se fue al circo y llevó al bar una pareja de lanzadores de cuchillos que eran hermanos. Para sorpresa de todos, ella era la que lanzaba las dagas.
Al igual que Alonso y Henri, Mongo tenía muy mal carácter, y no eran raros los enfrentamientos. En una ocasión Henri se enojó porque el show comenzó antes de que él llegara. Ese día estaba de muy mal humor, regañó a Mongo y lo corrió del bar. Mongo, en vez de partir, se quedó bebiendo con su novia. Llegó uno de los meseros y le dijo que el señor Henri lo mandaba llamar. Mongo le dijo al mesero, literalmente, que le dijera a Henri que fuera a chingar a su madre. Entonces Mongo vio salir a Henri de la cocina como un energúmeno. Lo agarró del cuello y comenzó a estrangularlo, hasta que los meseros los separaron.
Selección de Guillermo Osorno, Tengo que morir todas las noches. Una crónica de los ochenta, el underground y la cultura gay, Debate, Ciudad de México, 2014, pp. 105-106, 110-112 y 180-181. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Pelea de box en el bar El Nueve, 1982. Cortesía de Henri Donnadieu