Ninguna indicación nos permite saber cuáles fueron las prácticas mágicas de Rimbaud. No parece que se entregara a los experimentos de la magia negra: demonología, misas negras, aquelarres o ceremonias obscenas. No hay pruebas de que tales cosas le interesasen o le atrajeran. Nada nos hace pensar que fuera un experimentador activo en el campo de la alquimia, o que creyera en ella al pie de la letra; tan solo nos consta que leyó tratados de alquimia y que se dejó influir por la doctrina espiritual que encerraban. Parece que le atrajo más el aspecto filosófico de la magia que el pornográfico o blasfemo; el aspecto religioso de la alquimia, con su misterioso simbolismo, fue lo que al parecer le sirvió de inspiración y de donde extrajo imágenes y sugerencias que ampliaron considerablemente el poder evocador de su poesía. Rimbaud encontró en los tratados y diccionarios de alquimia un inagotable repertorio de símbolos y mitos que dieron a sus escritos una nueva dimensión de misterio y de ocultas profundidades. Cuando concibió sus Lettres du voyant se proponía crear una nueva forma de poesía y convertirse en poeta de una nueva especie. Prevalecía el aspecto artístico. Ahora lo más importante era su búsqueda simbólica de la piedra filosofal y la poesía pasaba a ser un ejercicio mágico que le permitía alcanzar regiones más allá del mundo conocido. Eso hizo que sus ideas adquirieran mayor importancia que ninguna otra cosa; lo esencial era la búsqueda de la sabiduría y de una filosofía más vital que la consecución de la simple belleza. Esto explicaría por qué más adelante abandonó la poesía al convencerse de que existían medios más rápidos para alcanzar ese objetivo.
La alquimia es la ciencia que tiene por objeto la producción de la piedra filosofal, o el oro del filósofo, y para ello se utilizan ciertas sustancias específicas. La mayoría de las personas creen que la alquimia es simplemente la transmutación de metales inferiores en oro. Se comienza por descomponer los metales ordinarios en sus distintos elementos mediante la acción del fuego, luego se purifican, se mezclan y finalmente se fijan en la fase apropiada: la fase del oro. Los alquimistas aseguran que trabajan de la misma manera misteriosa que lo hace la naturaleza y con la misma sustancia. Hermes Trismegisto fue el primer alquimista, de aquí el nombre de filosofía hermética. Son siete las fases, o procesos, para la producción del oro: calcinación, putrefacción, solución, destilación, sublimación, conjunción y, finalmente, fijación. Si los procesos progresan correctamente se producen los distintos colores, signos del desarrollo satisfactorio de la experiencia. Los colores fundamentales son tres. Primero el negro —indicador de la disolución y la putrefacción—, cuya aparición señala que el experimento marcha bien, que la calcinación ha logrado descomponer las distintas sustancias. A continuación el blanco, el color de la purificación, y el tercero el rojo, el color del éxito completo. También existen colores intermedios, que recorren todas las tonalidades del arco iris. El gris es el paso del negro al blanco; el amarillo, del blanco al rojo. A veces el oro no se produce siquiera cuando aparece el rojo y, en ese caso, dice Philalethes, se pasa al verde durante algún tiempo y luego al azul. Al llegar a este punto hay que tener cuidado para no volver al negro, porque entonces habría que comenzar de nuevo todo el proceso. Si se tiene éxito, después del azul debe aparecer el oro, en forma de granos o, en ocasiones, en forma líquida: en ese caso recibe el nombre de aurum potabile, o elixir de vida. Todo el proceso recapitula las cuatro edades de la vida y las cuatro estaciones. Los colores son, por así decirlo, el lenguaje o la taquigrafía que todos los alquimistas leen e interpretan, y son muchas las imágenes, metáforas y alegorías para presentarlos o para ocultarlos. Dom Pernety, el alquimista benedictino del siglo XVIII, considera que todas las leyendas egipcias y griegas son en realidad experimentos de alquimia expresados alegóricamente. Otros aseguran que los experimentos de alquimia han sido siempre puramente simbólicos; que la búsqueda de la piedra filosofal, del oro del filósofo, no es más que el símbolo del esfuerzo para alcanzar la perfección espiritual, la plenitud de la visión; que en los tratados de alquimia solo encuentra expresión el deseo humano de pureza y salvación. Dom Pernety preparó un diccionario de símbolos alquímicos, titulado Dictionnaire mytho-hermétique, que es una gran colección de imágenes poéticas. Llega ahora el momento de mencionar el famoso soneto ”Voyelles” de Rimbaud, ya que probablemente lo escribió poco antes de marchar a París, o muy poco después, durante la época en que comenzó el estudio de la magia y la alquimia. El movimiento simbolista concedió especial importancia a este poema entre todos los suyos, y sirvió como punto de partida para el trabajo científico de René Ghil, Instrumentation verbale. Hoy en día [1938] hay una tendencia a creer que se trata de una broma, y que con este poema Rimbaud solo se proponía desconcertar a sus lectores. Muchas personas —entre ellas su amigo Izambard, que cometió la equivocación de confundir Le coeur supplicié con una broma de dudoso gusto— nunca estuvieron seguras de cuándo Rimbaud hablaba en serio. Cuanto más se le estudia, sin embargo, más se advierte que Rimbaud desorientó a su público con menos frecuencia de lo que se ha creído, y que sus poemas —este soneto en particular— se escribieron con la mayor seriedad. En Une saison en Enfer, obra cuya sinceridad es evidente, Rimbaud declara, criticando lo que consideraba entonces su mayor error y engaño: “Inventé el color de las vocales”. No había nada de verdaderamente nuevo o sorprendente en esta idea de la conexión entre los colores y sonidos, puesto que Ballanche, Hoffmann, Gautier, Baudelaire —e incluso Balzac— habían descrito las sensaciones de los colores como idénticas a las de los sonidos, y habían hablado de la posibilidad de estimular un determinado sentido por medio de otro. Se había observado que la confusión entre sensaciones se acentuaba en los estados alucinatorios o bajo la influencia de determinadas drogas, y posteriormente se ha demostrado científicamente que, en esas ocasiones, los centros que experimentan la sensación de luz pueden ser estimulados por impresiones que no se reciben en la retina sino en el órgano del oído. En ese caso el paciente ve de hecho algo que no existe. Esta confusión de sensaciones puede ser el resultado de un envenenamiento por sustancias narcóticas o de una enfermedad venérea. Especialmente para una persona con la pasión de Rimbaud por lo absoluto, no hay más que un paso de imaginar que se está viendo lo que en realidad se oye a creer que la íntima conexión que existe entre visión y sonido puede reducirse a una fórmula. No es probable que, mientras componía el soneto, Rimbaud confeccionara un sistema uniforme de coloración de vocales, pusiera a prueba su teoría o, incluso, supiera con exactitud lo que estaba haciendo. Es evidente que no se puede hacer una aplicación estricta o lógica del soneto. Tan solo una persona tan ingenua y obstinada como René Ghil podía llevar las cosas tan lejos como lo hizo él en su Méthode à l’œuvre. Se ha dicho que Rimbaud se sirvió para la composición del poema de un alfabeto que había utilizado de niño. El autor del artículo donde se propone esta teoría defiende además numerosas opiniones erróneas que sería inútil analizar aquí,1 pero su hipótesis principal es aceptable, ya que existía un alfabeto con letras coloreadas que muchos niños franceses utilizaron durante el Segundo Imperio,2 y cabe que constituyera el punto de partida del soneto de Rimbaud. Las primeras seis páginas de ese alfabeto están dedicadas a las vocales —una por página—, cada una con un color distinto. En todas figura además una lista de palabras cuya letra inicial es esa vocal. Solo hay una que difiera de la notación de Rimbaud: la letra E. Para Rimbaud es blanca, y en el alfabeto, en cambio, amarilla. Es posible que, en el ejemplar utilizado por los hermanos Rimbaud, el color de esa letra se hubiera difuminado tanto como para convertirse, en el recuerdo, en blanco cremoso, el blanco del marfil viejo. Si efectivamente este alfabeto es el punto de partida del poema de Rimbaud, cabe que se trate de un recuerdo subconsciente.
Es posible, sin embargo, otra explicación que resulta bastante más probable. El soneto se escribió cuando Rimbaud estudiaba magia y tomaba algunas de sus imágenes de la doctrina de la alquimia. Los colores que se utilizan en el poema siguen el orden correcto indicado por la alquimia para el proceso de obtención del oro del filósofo, del elixir de vida. El primer color que aparece en la retorta es el negro, color de la disolución, de las putrefacciones —como dicen los alquimistas—, cuando las sustancias químicas se descomponen en sus diversos elementos para presentarse en estado puro, operación sin la cual no es posible obtener el oro. En este estado de putrefacción, disolución o cadaverización —a los alquimistas no les faltan epítetos—, el oro está latente pero no es visible. Durante la etapa siguiente el color se aclara gradualmente hasta transformarse en blanco, el estado de pureza en que se han eliminado todos los elementos extraños e impuros. A continuación se presenta el rojo cuando, si la fortuna sonríe al alquimista, aparece el oro. Pero, de acuerdo con Philalethes, el experimento no siempre tiene éxito con tanta rapidez, ya que el rojo puede volverse verde, permanecer estacionario durante varios días y luego pasar a azul. Este es el último color, el omega, antes de alcanzar otra vez la negrura, y hay que tener mucho cuidado para que esto no suceda, porque entonces es necesario iniciar de nuevo el proceso. Si se han mantenido la temperatura y la humedad correctas, después del azul jacinto comienza a aparecer el oro, granos del oro más puro, sin semejanza alguna con el oro ordinario: se trata del oro del filósofo, el oro perfecto, el remedio universal que prolonga la vida.
A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul: vocales algún día diré vuestro nacer latente: negro corsé velludo de moscas deslumbrantes, A, al zumbar en torno a atroces pestilencias,
calas de umbría; E, candor de pabellones y naves, hielo altivo, reyes blancos, ombelas que tiemblan. I, escupida sangre, risa de ira en labio bello, en labio ebrio de penitencia;
U, ciclos, vibraciones divinas, verdes mares, paz de pastos sembrados de animales, de surcos que la alquimia ha grabado en las frentes que estudian O, Clarín sobrehumano preñado de estridencias extrañas y silencios que cruzan Mundos y Ángeles: O, Omega, fulgor violeta de Sus Ojos.3
Se advierte en seguida que el soneto presenta al poeta como alquimista, y que “A”, el color del negro, evoca imágenes de disolución y putrefacción. En la alquimia uno de los símbolos del color blanco es la letra “E”, y también la palabra vapeur y las imágenes que el poeta asocia con la vocal “I” se encuentran entre las que Dom Pernety recoge en su Dictionnaire mytho-hermétique para indicar el rojo de la experiencia alquímica. El verde es el color de Venus, nacida del mar, y de ahí las “vibraciones divinas” de los mares verdes. Finalmente el azul, el último color antes de la aparición del oro, el sonido de la trompeta que anuncia la victoria. En alquimia la obtención del oro simboliza la consecución de la visión divina. Rimbaud escribe “Sus ojos” como para indicar la divinidad. Los ojos azules también recuerdan al dios de Fleurs (Illuminations), “un dieu aux énormes yeux bleus et aux formes de neige”, una figura mística que aparece de nuevo en Being beauteous, de la misma colección. Es posible que Rimbaud se inspirase en ambas fuentes de manera complementaria. De su recuerdo del alfabeto sacó la idea de dar a cada vocal su propio color; y de la doctrina de la alquimia el orden y el significado.
Selección del capítulo “Alquimia y magia” en Arthur Rimbaud: Una biografía, José Luis López Muñoz (trad.), Siruela, Madrid, 2007, pp. 163-167. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Henri Fantin-Latour, Un coin de table, 1872. Musée d’Orsay