Identidad es identificación: la persona humana se establece y se considera un individuo, un sujeto, un agente, un ser único al que se refiere con la palabra “yo”, colocando a veces una mano abierta sobre el pecho como hace el caballero del famoso retrato pintado por El Greco.
Pero, ¿qué es el yo? La pregunta es tan arcaica y trillada como polémica y difícil la respuesta. Por un lado, el budismo niega una esencia personal y, por otro, para Descartes, el yo es la instancia que puede dudar de todo menos de sí misma. De manera célebre, Hume encuentra diversas actividades en su mente por introspección, pero ningún ser permanente, ningún yo. Husserl contraargumentó que el yo no puede ser observado ya que, por definición y necesidad, es el observador. Wittgenstein afirmaba que nada dentro del campo de la visión permite concluir que haya sido visto por un ojo, por un yo. Para complicar el asunto, otros términos aledaños, mas no sinónimos, designan identidades personales: el ego, el ser, el sujeto, el sí mismo —el self del inglés— y el sentido más individual de la hermosa palabra alma; estos conceptos son tan ubicuos y recurrentes como abstractos y problemáticos. Conviene distinguir dos usos de la palabra “yo” en castellano: el pronombre que denota la primera persona del singular —con sus variantes me, mi, mío y conmigo— y el sustantivo que distingue de otros la conciencia y el cuerpo de un individuo. En Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, de 1912, Miguel de Unamuno los hace diáfanamente patentes: “Y yo, el yo que piensa, quiere y siente, es inmediatamente mi cuerpo vivo con los estados de conciencia que soporta. Es mi cuerpo vivo el que piensa, quiere y siente. ¿Cómo? Como sea”. Este lapidario “como sea” de Unamuno constituye el meollo del problema mente-cuerpo y la atracción fatal de la neurociencia cognitiva, pues se refiere al impreciso esclarecimiento de cómo un proceso consciente surge de un estado del cerebro. Desde una perspectiva fenomenológica y lingüística, la conciencia humana parece estar estructurada por un espacio correspondiente a los objetos y “un ojo” subjetivo que los mira, es decir, por contenidos de conciencia y un yo que los experimenta. De igual forma, la sintaxis universal de sujeto y predicado construye un mundo de objetos y un yo que los glosa. El dominio verbal del pronombre en primera persona y sus usos en el habla revelan en cierta medida la concepción y estructura del yo. En algunas frases el pronombre aparece como el cuerpo del hablante, en otras como el dueño de ese cuerpo o de sus partes; en algunas más emerge como el punto de vista, el piloto de la atención y del movimiento voluntario, el protagonista de fantasías y sueños, el “yo onírico”. Los usos tan diversos del pronombre “yo” implican que el referente no es otro que el individuo que lo pronuncia, una persona viva y consciente con un cuerpo y una identidad. Pero ese yo del discurso no parece ser lo mismo que la persona, sino su elemento más esencial, ni lo mismo que la conciencia, sino un estado o nivel de conciencia capaz de observar el propio proceso consciente, es decir, un estado de autoconciencia. El yo más arraigado y problemático implicaría a una especie de observador y agente de los procesos cognitivos, un homúnculo que guía la atención y las acciones voluntarias, y percibe los procesos mentales. Si éste fuera el caso, habría que localizar en el cerebro a la instancia responsable de estas operaciones: un locus o domicilio de la conciencia de sí. Algunos filósofos de la mente llaman a esta perspectiva un “teatro cartesiano”1 que implica “la falacia del homúnculo”, la idea de que dentro del cráneo debe existir un ente, un alma, un homúnculo que percibe y decide. Muchos neurocientíficos connotados niegan un yo de ese tipo como un elemento innecesario y estorboso para realizar modelos naturalistas de la mente y sus fundamentos nerviosos.2
Una alternativa a las opciones de borrar al yo o considerarlo un ente inmaterial acoplado misteriosamente al cerebro, es la de suponer que tal instancia existe como sistema neurocognitivo de autorreferencia y autorrepresentación. El yo sería el conjunto de funciones neuropsicológicas que proveen a la persona de autoconciencia: sentido de identidad, unidad y continuidad, la representación que tiene un organismo de sí mismo. De esta forma se puede superar un yo sustancial o trascendente y eludir el problema de ubicar a un homúnculo en el cuerpo, el cerebro o la arquitectura de la mente. Aunque la autoconciencia usualmente se considera la función cognitiva de más alta jerarquía, existen evidencias para afirmar que diversas funciones neurológicas básicas permiten la vinculación y diferenciación del individuo con su medio físico y social.3 Al tomar esta perspectiva, se asume que la autoconciencia surge a lo largo de la evolución biológica y el desarrollo del infante para convertirse en un sistema estratificado de funciones de autorreferencia y basado en la encefalización. Las funciones de autorreferencia se disponen en una jerarquía que va desde las más “primitivas” y no conceptuales hasta las más desarrolladas y plenamente lingüísticas.4 Estas capacidades se basan en la percepción sensorial del propio cuerpo y su situación en el nicho ambiental, capacidades en buena medida inconscientes que poseen las criaturas prelingüísticas y tienen como fundamento la propiocepción —la percepción del propio cuerpo en los seres vivos dotados de cerebro—. Tales criaturas disfrutan de una representación primordial y sensoriomotriz de su cuerpo, “el andamiaje primitivo del yo”.5 Un momento crucial de la evolución de estas funciones está en la capacidad de representación de sí mismos en animales de alto nivel de desarrollo encefálico, vinculada a las funciones ejecutivas y la introspección. En los seres humanos estos procesos permiten la representación semántica contenida en los pronombres, y se asocian estrechamente con la conciencia de la muerte y de los otros para finalmente permitir la conciencia moral, fundamento de la ética. Es posible distinguir seis funciones cognitivas que integran la autoconciencia en forma de un todo articulado; ordenadas por complejidad ascendente son: propiedad, situación, introspección, agencia, alteridad y conciencia moral.
En todas las criaturas encefalizadas existe un sistema sensorial dependiente de la actividad de receptores situados en músculos, tendones y articulaciones, los cuales envían al cerebro información sobre la posición, la orientación y el movimiento de las partes del propio cuerpo. La sensación resultante se denomina propiocepción, implica la situación, la postura y los movimientos del cuerpo, y requiere en los mamíferos de una zona de la corteza cerebral en la que están representadas las partes del cuerpo de forma cruzada —el hemicuerpo izquierdo en el hemisferio derecho y el hemicuerpo derecho en el hemisferio izquierdo—. Esta topología anatómica y funcional constituye el mapa somatotópico y en el humano conforma el llamado “homúnculo sensorial” situado de cabeza en la primera circunvolución del lóbulo parietal. Además de este mapa sensorial, se perfila otro sistema más difuso que integra la información proveniente de las vísceras y que permite la sensación y percepción del interior del cuerpo conocida como interocepción. Desde sus inicios, la neurofisiología ha encontrado que todo movimiento autogenerado está etiquetado como propio por el cerebro, lo cual otorga a la criatura un sentido intrínseco y directo de su cuerpo y permite diferenciar si un movimiento fue producido por él mismo o por fuerzas externas. Esta función también explica por qué la escena visual permanece estable, a pesar de los movimientos oculares y de la cabeza que vuelven inestable la imagen en la retina. Esta automonitorización es otro fundamento de antigua raigambre biológica que sustenta la autoconciencia. El conjunto de estas capacidades permite una integración denominada imagen corporal, la representación del propio cuerpo que permite el autorreconocimiento, el cual se ha detectado en varias especies animales con el ingenioso experimento de marcar su frente y observar con precisión su conducta ante el espejo. Si el animal toca su frente ante el espejo, demuestra la aptitud de reconocerse.6 Son pocas las especies que pasan esta “prueba de la marca”: los chimpancés, los orangutanes, los delfines, los elefantes y, sorprendentemente, las urracas. La imagen corporal resulta alterada en padecimientos como la anorexia y la vigorexia que dependen de la imagen que los individuos pretenden tener ante los demás. La capacidad para reconocerse a uno mismo es probablemente un requisito y una consecuencia de reconocer a los otros, atribuirles estados mentales y desarrollar empatía, capacidades fundamentales para habilitar el sistema de la alteridad, como veremos adelante.
La percepción del ambiente permite interactuar con los objetos del medio sin necesidad de un procesamiento cognitivo muy elaborado. Esta capacidad se ha denominado affordance en inglés, y se refiere a que las criaturas no sólo perciben los objetos de su medio, sino también las posibilidades que tienen para actuar sobre ellos. En conjunción con estas posibilidades, los organismos encefalizados tienen un sentido de ubicación y dirección que les permite desplazarse en su medio; disfrutan de un punto de vista elemental en los menos desarrollados y que adquiere mayor prominencia conforme son más complejos. En los seres humanos esta función consiste en un vector de observación que puede ser dirigido al mundo externo, al propio cuerpo o proporcionar un acceso privilegiado a los estados mentales, una propiedad intrínseca de la subjetividad. El punto de vista cognitivo desemboca en las diversas formas de interpretar la realidad o incluso en la perspectiva que toma un hablante o escritor para simular el ángulo o la posición desde la que se narra una historia. En la lengua castellana el verbo “estar” puntualiza de manera eficiente la situación del individuo y sus diversas operaciones.7 El sentido de posición y localización del individuo en el espacio y el tiempo tiene como sustrato cerebral ciertas neuronas del hipocampo que se activan cuando el organismo se localiza en un punto específico, y por ello se llaman neuronas de lugar; en la vecina corteza entorrinal otras neuronas generan un sistema de coordenadas para navegar en un espacio con sentido.8
Se denomina agencia a la capacidad de un organismo o individuo para actuar en el mundo de forma dirigida y deliberada, por lo que forma parte de la vida propositiva y la voluntad. En la ciencia cognitiva actual se identifica una serie de funciones ejecutivas entre las que se encuentran la dirección de la atención, la modulación de la expresión emocional y la planeación de movimientos inmediatos; típicamente se aplican en la memoria de trabajo, es decir, durante los actos presentes que requieren decisiones y operaciones selectivas a corto plazo. La evidencia neurocientífica indica que las funciones ejecutivas humanas dependen de los lóbulos frontales, las regiones cerebrales de mayor desarrollo en la última etapa evolutiva que desembocó en Homo sapiens. La función ejecutiva central de la atención, la acción y el movimiento voluntario es un ingrediente incuestionable de la experiencia de agencia y de la voluntad porque la acción intencional se encuentra íntimamente vinculada con el control del movimiento corporal guiado por un plan motor en el que está representada la meta como el estado final y objetivo de la acción.9 Es pertinente señalar que la voluntad de elección y de acción se ejerce precisamente en estados mentales de autoconciencia y se liga con la sensación y la capacidad de determinación, planificación y autonomía que se consideran centrales para la individualidad y personalidad humanas.
La introspección es la habilidad autorreflexiva de la persona para percatarse de sus estados o procesos mentales y abrigar pensamientos sobre sí misma. No es una capacidad exclusivamente humana, pues hay evidencias de que muchos animales piensan sin palabras al ser capaces de realizar estrategias,10 aunque sólo los seres humanos proveen evidencia verbal de percatarse de sus estados mentales. El pensar sobre uno mismo está relacionado con la memoria episódica, que permite recordar, recrear e interpretar experiencias pasadas y construir una autobiografía, una narrativa del propio pasado. La persona se identifica con su historia individual al considerar que a lo largo de su vida persiste como una misma conciencia. La apropiación lingüística de los contenidos de la conciencia ocurre mediante las múltiples aplicaciones de los pronombres de primera persona —yo, mí, mío— a las que nos hemos referido antes. Esta capacidad es una de las razones del dualismo mente-cuerpo sostenido por Descartes, pues separa al yo pensante de los contenidos de su experiencia. A esta aparente dicotomía se puede responder que la introspección es un estado mental reflexivo de alto orden y no un acceso privilegiado del yo a los estados mentales. Adosado a la apropiación lingüística de los pronombres en primera persona está el nombre propio con el que se identifica a los individuos. Se suponía un hecho exclusivamente humano, por lo que ha sido una sorpresa constatar que los delfines emiten sonidos que sólo identifican a un individuo específico de la manada, ya que sólo él responde a ese “nombre”. Otra consecuencia de las funciones introspectivas y autobiográficas supuestamente exclusivas de nuestra especie es la conciencia de la muerte, que otras especies comparten en alguna medida, a juzgar por la conducta ante cadáveres de sus congéneres.11
La capacidad para atribuir experiencias a otros durante la hominización fue probablemente uno de los orígenes de la autoconciencia humana, pues los homínidos debieron actuar como “psicólogos naturales” en un “nicho cognitivo”, lo cual favoreció la encefalización y las capacidades de la autoconciencia.12 Hay dos explicaciones para la capacidad humana de atribuir estados mentales a otros. La primera, llamada teoría de la teoría, supone una disposición psicológica innata que establece relaciones causales entre estímulos del ambiente, estados mentales y comportamientos, la cual permite predecir los estados mentales y las conductas de otros. La segunda es la teoría de la simulación y postula que la adscripción mental ocurre gracias a una habilidad de explotar los recursos afectivos propios para explicar y predecir la conducta de otro sin necesidad de una teoría tácita. Por ejemplo, la percepción de experiencias de dolor físico en sujetos allegados activa partes de la matriz cerebral del dolor en el observador.13 Se trata de una mímesis que representa el dolor en otros al simular y recrear la experiencia del dolor en uno mismo. La alteridad implica no sólo la atribución de estados mentales, sino la capacidad para alternar la posición propia con la de otro en una resonancia de empatía.14 Paul Ricoeur afirma que el sentido del Sí mismo se reconoce en relación, oposición e identificación con el Otro: la ipseidad y la alteridad se requieren mutuamente.15 En el contexto de una comunidad de relaciones de interdependencia y reciprocidad, esta forma de alteridad permite que el individuo construya una interpretación de su propio valor, una autoestima, y que cuide de sus congéneres o de individuos de otras especies. El descubrimiento de las llamadas neuronas espejo, redes de neuronas involucradas tanto en el movimiento propio como en la observación del movimiento en otros individuos, y el hallazgo de neuronas que responden a personas particulares, constituyen elementos torales para entender la experiencia de la alteridad, pues implican la existencia de un sistema de representación de los otros, un sistema biológico de empatía.16
La empatía es una operación fundamental de la alteridad pues permite el desarrollo de conductas morales y éticas. Hay evidencias de que existe empatía en animales, aprendida a través del cuidado parental y de los sistemas cerebrales involucrados en su expresión.17 Al motivar el cuidado de los otros, inhibir la agresión y facilitar la cooperación, la empatía condiciona la vida social y frecuentemente se considera la fuente de la conducta moral y de la justicia. Pero la empatía por sí sola no basta para explicar la conciencia moral, pues ésta necesita normas y valores para aplicarlas en acciones protectoras o benéficas. Por ejemplo, la empatía es un ingrediente básico de la compasión, pero no es suficiente, pues el sentimiento de pena o aflicción desencadenado por la percepción de sufrimiento en otro necesita ser complementado con la tendencia e intención de confortar o mitigar el sufrimiento percibido.18 En 1919, el geógrafo y anarquista ruso Piotr Kropotkin consideró que el apoyo mutuo sería un motor evolutivo de la hominización más eficiente que la competencia, en tanto que en 1990 el filósofo alemán Jürgen Habermas propuso que las intuiciones morales del ser humano probablemente tienen un componente evolutivo que se manifiesta en presupuestos normativos de interacción social en los miembros de toda sociedad.19 Al encontrarse inmersa en la evolución de la vida, la conciencia moral recupera el significado vital de la capacidad ética enraizada en la naturaleza humana.20 Las investigaciones en neurociencia social reafirman la posibilidad de un componente innato de la moralidad y proponen una red neuronal que responde a dilemas morales que involucra a la corteza prefrontal. Esta red se relaciona con mecanismos de identificación con otros congéneres y presenta disfunciones en personas con personalidad psicopática, caracterizadas precisamente por una deficiente o nula conciencia moral. La investigación contemporánea en neurociencia social y neuroética viene a sustanciar así la idea de que la autoconciencia, en reciprocidad con la heteroconciencia, es el fundamento de la ética. En efecto: no habría ética sin la capacidad de observar, criticar y modificar nuestros estados mentales; sin la capacidad de inferir que el prójimo tiene una conciencia similar a la propia y es capaz de sufrir, gozar, desear, razonar y de tener voluntad; sin sentirnos responsables y dependientes del prójimo.
Hemos visto brevemente que la autoconciencia es un cúmulo de capacidades cognitivas, cerebrales y conductuales enraizado en la identidad humana y en el funcionamiento de la mente, pues las operaciones cognitivas surgen y operan sobre un andamiaje de funciones de autorreferencia. Ahora bien, además de esta función implícita, la autoconciencia puede hacerse explícita cuando los individuos se percatan de su cuerpo y de sus operaciones mentales, cuando deliberan, reflexionan o controlan su atención, memoria y, en general, el curso de sus actos y su proyecto de vida. Así, la autoconciencia es probablemente el recurso mental más destacado de la especie humana y por ello ha sido metódicamente cultivada en muchas tradiciones de sabiduría. Diversas formas de control de la atención empleadas en técnicas de contemplación y meditación tienen como objeto acrecentar la capacidad y la penetración de la autoconciencia. Uno de los posibles efectos de estas prácticas es la producción de estados amplificados de conciencia que se conocen como éxtasis. Parece paradójico anotar que una de las características reportadas en múltiples expresiones universales de los estados extáticos es la dilución de la identidad en una realidad más vasta que engloba y traspasa al individuo. Al penetrar en la hondura que son y al tomar conciencia del vasto entorno en que se diluyen, los más osados labradores de la autoconciencia en todos los tiempos y culturas han trascendido su individualidad, su identidad privada y su extinción. La conformidad de este acontecimiento en las más diversas tradiciones culturales motivó el concepto de “filosofía perenne” en la antología del mismo nombre publicada en 1945 por Aldous Huxley, notable escritor, pensador y erudito británico-estadounidense. La autoconciencia se revela, en fin, como el conjunto de capacidades de autorrepresentación que hace posible la identidad, el funcionamiento cognitivo y consciente de la persona humana. Pero más allá de esta dotación tácita, el potencial de la autoconciencia sólo puede desarrollarse en cada quien mediante la introspección, la reflexión, el control de sí mismo y el cuidado del otro para llegar a disfrutar algo o mucho de sus dones: dar sentido a la vida, acoplarse con la naturaleza, disfrutar del amor, enriquecer la comunidad y la cultura humanas.
Imagen de portada: Greg Dunn, Retina, 2012.
Daniel C. Dennett, Consciousness Explained, Little, Brown & Co., Boston, 1991. ↩
Rodolfo R. Llinás, El cerebro y el mito del yo. El papel de las neuronas en el pensamiento y el comportamiento humanos, Norma, Bogotá-México, 2003. ↩
Georg Northoff, “Is the Self a Higher-Order or Fundamental Function of the Brain? The ‘Basis Model of Self-Specificity’ and Its Encoding by the Brain’s Spontaneous Activity” en Cognitive Neuroscience, 2015, 7, pp. 203-222. ↩
El concepto inicial fue introducido por José Luis Bermúdez en The Paradox of Self-Consciousness, MIT Press, Cambridge, 1998, y ampliado por J. L. Díaz en La conciencia viviente, FCE, México, 2007. ↩
Afortunado concepto del neurobiólogo Francisco Pellicer. ↩
La técnica inicial fue descrita por Gordon G. Gallup Jr. en “Chimpanzees: Self-Recognition” en Science, 1970, 167 (3914), pp. 86-87. ↩
José Luis Díaz, “Razón de estar: cognición situada y cerebro partícipe” en Ludus Vitalis, 2015, 33 (44), pp. 85-107. ↩
El Premio Nobel de Fisiología y Medicina 2014 se otorgó a John O’Keefe, May-Britt Moser y Edvard I. Moser por haber descubierto las células que constituyen el sistema de posición del cerebro. ↩
Romina Ibarra y Lucía Amoruso, “Acción intencional, intención en acción y representaciones motoras: algunas puntualizaciones sobre la Teoría Causal revisada y su posible articulación con la neurociencia cognitiva en acción” en Revista Argentina de Ciencias del Comportamiento, 2011, 3 (1), pp. 12-19. ↩
José Luis Bermúdez, Thinking Without Words, Oxford University Press, Oxford, 2007. ↩
José Luis Díaz, La conciencia viviente, FCE, México, 2007, capítulo XVI. ↩
Véase Nicholas Humphrey, La reconquista de la conciencia. Desarrollo de la mente humana, FCE, México, 1987, p. 194; Steven Pinker, “The Cognitive Niche: Coevolution of Intelligence, Sociality, and Language” en PNAS, 2010, 107, pp. 8995-8999; y W. Prinz, “Modeling Self on Others: An Import Theory of Subjectivity and Selfhood” en Consciousness and Cognition, 2017, 49, pp. 347-362. ↩
Yawei Cheng et al., “Love Hurts: An fMRI Study” en NeuroImage, 2010, 51 (2), pp. 923-929. ↩
Emmanuel Lévinas, Entre nosotros: ensayos para pensar en otro, Pre-Textos, Valencia, 1993. ↩
Paul Ricoeur, Soi-même comme un autre, Ed. du Seuil, París, 1990. ↩
Giacomo Rizzolatti y Claudia Raighero, “The Mirror-Neuron System” en Annual Review of Neuroscience, 2004, 27, pp. 169-192. ↩
J. Decety y J. M. Cowell, “Empathy, Justice, and Moral Behavior” en AJOB Neuroscience, 2015, 6 (3), pp. 3-14. ↩
Roberto E. Mercadillo, Retratos del cerebro compasivo, Centro de Estudios Filosóficos, Políticos y Sociales “Vicente Lombardo Toledano”, México, 2012. ↩
Jürgen Habermas, Moral Consciousness and Communicative Action, MIT Press, Cambridge, 1990. ↩
Juliana González, “Conciencia y neuroética” en Ciencia, 2011, 62, pp. 18-23. ↩