17 de diciembre de 2018
Acá se habló, la semana pasada, de Roma, la película de Alfonso Cuarón. Lo acepto: fue un error. Mark Twain decía que nunca debe escribirse sobre el tema de moda, porque o se repiten los errores de los demás o pasan de noche los acierto de uno, si es que los tiene. Lo cierto es que el ruido alrededor de Roma es tremendo. Los medios y las redes se han dedicado a emitir toda clase de elogios desmedidos para el director mexicano y su cinta (ya hay quien lo pone al lado de Orson Welles con la ventaja de ser nuestro paisano y tener buena taquilla, cosa que el creador del Citizen Kane jamás logró). A la vez, tanta quemadera de incienso ha provocado que algunos se atufen, reaccionen con el hígado y se dediquen a ametrallar a la película con argumentos muy encendidos pero, en general, endebles. Algunos, para minimizarla, tachan a Roma de “burguesa”, dado que la familia en la que se centra la película tiene casa propia, amigos con hacienda, y dos “muchachas” del aseo (alguien me regaña por haber usado acá la palabra “chacha”, contracción de “muchacha”, que es un eufemismo para decir “sirvienta”; conjeturo que habría preferido que esgrimiera la frase “empleada doméstica”, que nadie ha dicho nunca en su propia casa, y que se limita a poblar los boletines oficiales o los informes de oenegés sobre la desprotección en la que viven las trabajadoras del aseo casero [¿eso les suena mejor?]). A los críticos del talante burgués de la cinta se les olvida, hemos de suponer, que una parte sustancial del cine y la narrativa mundiales se han dedicado, durante decenios en un caso y siglos en otro, a analizar, justamente, a los burgueses y sus munditos. Y que eso es nomás característica, no defecto. Madame Bovary es muy burguesa. Ulises es súper burguesa. Hamlet de plano es aristocrática… El problema con las críticas sociales o políticas de una obra de arte es que suelen promover opiniones que no necesitan a la obra de arte para producirse ni reproducirse. Es decir, que las obras y sus singularidades les dan lo mismo. Apenas son un pretexto para irradiar discursos ya preconstruidos (sí, algunos iluminados son capaces de repensar sus ideas sociales o políticas gracias a una película; el que tenga el tuiter de uno de esos titantes, me lo pasa, por favor). Otros, que quizá han visto demasiadas entregas de Transformers, se quejaron del ritmo semilento de Roma. Pero el ritmo es nomás una (otra) característica de una película y nunca, por sí mismo, un síntoma de error. También son semilentos Bergman o Wong Kar-wai y a nadie que no sea un pelmazo se le ocurre que sean “aburridos”. En fin. Quizá sea otro logro que una película de ese tipo de cine que solemos llamar “de arte” para distinguirlo del “palomitero” nos ponga a tantos a discutir.
Imagen de portada: Pierre-François-Léonard Fontaine, Vista del Palacio del Rey de Roma desde el Champ de Mars, ca. 1815.