No es posible hablar de violadores sin sentir una corriente que hierve la sangre, cierto cansancio también, un hastío heredado, añejo y, sin embargo, actual, remasterizado por la forma que cada momento histórico ofrece al mismo imbécil abusador que repite la canción de siempre: “cuerpo femenino igual a espacio de apropiación”. ¿Qué se puede decir que no duela o haga chirriar los dientes? Se puede caer en una caverna de detalles escabrosos. Contar, por ejemplo, sobre esa hija que visita a la madre para reclamar su pensión alimenticia y en una jugarreta absurda, es abandonada a merced del padrastro que la viola y asesina para luego hacerla pedazos y enterrarla bajo el living. Hablo de Ámbar, una chilena de dieciséis años, una “inadaptada”, en palabras de sus profesores, pero ¿cómo adaptarse a la traición y al abuso? Violada en múltiples oportunidades por las parejas de su madre, Ámbar explota su rabia en la sala de clases. Imagino el grito guardado en la profundidad, ése que quizás se expresó la primera vez frente al violador pero fue anulado por su progenitora, y entonces buscó, como los afluentes de los ríos, un lugar donde desembocar el tumulto de mugre. En clases Ámbar era la “niña difícil”, ese expediente que pasa de mano en mano con la advertencia de “conflictiva”. La imaginación, por supuesto, en casos como los de Ámbar, palidece ante la realidad: nadie nunca tuvo la deferencia de preguntarle qué sucedía, ese gesto mínimo de empatía, saber qué había detrás de su obtuso comportamiento. La pandemia que hemos soportado durante este tremendo fiasco que resultó ser el 2020 no fue benevolente con las mujeres. ¿Por qué no nos extraña ni subvierte? ¿Por qué no nos arrancamos los pelos de la rabia al saber, por ejemplo, la cantidad de mujeres que debieron volver forzosamente a casa? ¿En qué espacio de nuestra estructura mental consideramos que las féminas son las únicas que deben y pueden cuidar de hijos o hijas? ¿Dónde quedó la supuesta igualdad y ese aplanar la curva? Expresiones de deseo que poco tienen que ver con nuestra realidad. Una de las tristes secuelas del COVID-19 fue correr ese tupido velo, porque aquí estamos bien ubicadas en nuestros espacios inamovibles, los que hemos ocupado por los siglos de los siglos, ¿aquellos que nunca debimos abandonar? Echemos fuego a la hoguera porque el horno está para bollos. Si las mujeres son más apropiadas para enseñar lo que las escuelas online intentan transmitir y los hombres son malos tutores, deberíamos tener coraje para meditar sobre habilidades o preguntarnos qué entendemos por igualdad. Porque si no existe igualdad de hecho, sólo excepciones, tampoco podemos hablar de libertad o justicia, como hermanas trillizas estos conceptos se entienden en conjunto. Cualquier mujer que no pueda asumir la igualdad como condición basal tampoco será libre ni recibirá trato justo. Se preguntarán qué tiene que ver todo esto con violadores; entonces volvamos a la palabra, porque la violación ocurre antes que nada en la lengua, cuando el lenguaje se instala socialmente, cuando nuestra narrativa se construye a partir de esa apropiación: mujer, cuerpo, deseo. Dirán los hombres, y con razón, que también han sido violados, violentados, ¡por supuesto! La primera violación que reciben al nacer es la de responder a un estereotipo, a ese relato. En otras palabras, nuestra construcción de realidad, nuestro lenguaje, permite que la figura masculina se imponga, penetre y violente a la femenina y nadie se altera cuando los “hombres explican cosas”, porque pueden interrumpir sin recibir una mirada de desprecio. O una bofetada.
Igualdad, justicia y libertad deben representarse en el lenguaje, en esas palabras que decimos o callamos, porque el micromachismo existe y, como cualquier relato, va generando un espacio propicio. Aunque peleemos contra esa idea, las palabras piensan y actúan por sí mismas y son tremendamente efectivas en crear ambientes para casi todo —el Tercer Reich comenzó en el discurso y terminó en los hornos de Auschwitz o Bergen-Belsen—. Una vez puestas en escena, se echan a andar como mentiras, levantando fronteras entre géneros, razas y minorías. El lenguaje también permite la construcción de personajes como Martín Pradenas —y escribo tu nombre, Martín, como escribiré el de todo violador de aquí en adelante—, un guapetón de esos que abundan en discos y bares, los que van de “caza” y alardean sobre el número de chicas que se han “tirado”. Qué triste recuento en tu caso, Martín. Qué infierno incontable te espera junto a tus víctimas. Su modus operandi: escoger a una chica bonita, invitarle un trago, otro y otro más, hasta que las cosas iban de las copas a las manos y de esas manos a la piel. Entonces las llevaba a un sitio apartado para violarlas. Lo hizo con muchas, se sabe, quizás cuántas más que no conoceremos, hasta Antonia. “No puedo caminar”, dice mientras Martín la envuelve en sus brazos, la arrastra, mientras le besa el cuello, la frente y le susurra al oído: “Shhh, shhh, shhh” y deja caer su máscara para mostrar el rostro de la Gorgona. “Me quiero morir”, le confesó Antonia a una amiga días antes de suicidarse. No resistió la vergüenza, el pudor de ese cuerpo extraño, esa mancha que no se va, no se quita, queda para siempre. Muchos abusadores necesitaron menos que Martín para maltratar a sus víctimas; puertas adentro, en medio de esta cuarentena que amenaza con eternizarse, hicieron lo suyo: apropiar, arrebatar, mutilar, como ocurrió con Ámbar. Los verbos son siempre los mismos, la canción se repite como mala música en cantinas decadentes, ésa a la que nadie presta atención pero que instala un discurso: mujer, amada, bestia, animal, ingrata, encanto, abrigo y desamparo. ¿Será que el violador dialoga con sus fantasmas, como imaginó Freud? Que levanta un teatro donde se mueven la madre, el padre y todos quienes lo agredieron, aquellos que marcaron su entrada al baile de elaboraciones traumáticas. Puede ser. No reniego de las vidas tristes y supremamente duras que puedan tener estos criminales, pero lo cierto es que la violencia contra la mujer no se sostiene únicamente en sus individualidades, sino en frondosas colectividades que la amparan. Como ocurre con el racismo: para que suceda una muerte brutal como la de George Floyd, afroestadounidense asesinado por la policía de Minneapolis en mayo de 2020, se requiere un sistema dispuesto, un lenguaje creado; en otras palabras, una historia sistemática de pequeños y grandes abusos. Y llegados a este punto, a esta altura del año, con pandemia, incertidumbre y esa violencia normalizada, es imposible no sentir una fatiga parecida a la calma en el ojo del huracán cuando pensamos que las cosas van a quedar como siempre, que seguiremos escuchando sobre otras Ámbar y Antonias, que los violadores encontrarán nuevas vetas por donde colar su perversión y que deberemos acostumbrarnos a practicar artes marciales, dar una patada de doble salto o portar armas, como solían hacer nuestras abuelas o bisabuelas en siglos pasados. Pero qué aburrida historia la de ceder a esa fórmula masculina de hacer las cosas, no superar nunca la etapa anal del desarrollo. Retener y expulsar. A veces imagino que si las mujeres nos pusiéramos de acuerdo para decir “¡basta!” el grito se escucharía más allá del sistema solar. O, siguiendo la lógica feudal, separaría reinos; porque pareciera imposible tener ese tipo de comprensión básica, resultado de la mera observación: entender que hombres y mujeres son diferentes y se complementan; que esa unión, de producirse —cabezas pensando y actuando juntas—, sacaría chispas de revelaciones, epifanías de un pensamiento mancomunado. Lamentablemente, suena a una ingenuidad que raya en el delirio, porque la pandemia de coronavirus demostró cómo, frente a cualquier amenaza, el mundo se vuelve cosa de machos. Así, sin proponérselo, este extraño 2020 nos deja una lección interesante y es cuán frágiles son las conquistas del espíritu, aquello que se alcanza por una idea o aspiración social. La lucha que tenemos por delante las mujeres no permite descanso, está claro; esperar tiempos mejores equivale a aguardar que arda Troya, porque el modo masculino de hacer caducó. Tocó su tiempo de expiración y huele rancio. La poeta Louise Glück decía que amar la forma es amar los finales y pienso que todo se expresa de manera singular: un movimiento dibuja de principio a fin la figura con total destreza y pasamos de la Edad Media al Romanticismo, de la Revolución Industrial a la Modernidad y de ésta a una decadencia curiosa otorgada por la Posmodernidad, ese exacerbado culto a lo humano, al progreso, a la tecnología. Quizás estamos asistiendo a ese final, cerrando un ciclo, cuando la figura se muestra con tal claridad que cede a otra forma; en este caso, a una comprensión integral del universo que habitamos. Un espacio que reconoce al otro, al diferente a mí, al que llega de lejos. Uno que respeta singularidades y donde ser mujer no significa vivir en perpetuo estado de alerta.
Imagen de portada: Day Cuervo, 2020