Algunos árboles son transparentes y saben hablar varios idiomas a la vez. […] “Oficio mayor”, Gonzalo Rojas
Un lugar común recorre América Latina: Chile es un país de poetas.
Un lugar que poca gente sabe que es común, que es famoso, porque la poesía no le interesa a nadie y la vida corre, en tanto, paralela y urgente, entendida de procedimientos más utilitarios. O la poesía enciende a muy pocos. A unos cuantos tomatitos en una repisita. O a alguna gente que, sin embargo, sabe que Chile es un país de poetas.
Y esto se dice porque, en apenas unos cuantos años, la lengua de la invención se subvertió varias veces en rupturas distintas en el siglo XX de aquel mundo arrinconado, cuya capital ya había sido nombrada Santiago del Nuevo Extremo desde el primer episodio colonizador, cuando los militares españoles repararon en que su avance terminaba ahí: en aquel remanente primigenio que alza las voces que quepan en su angostura, de la Cordillera de los Andes al Océano Pacífico. Y porque antes don Alonso de Ercilla compuso ya una épica en verso con modelos virgilianos y Rubén Darío, el poeta fundador de la primacía literaria latinoamericana, vivió entre las casas verticales y los leones marinos del puerto de Valparaíso. Entre otras informaciones y motivos, supongo.
La golonfina de Vicente Huidobro, su golonlira, su golonniña, su golonchina no terminaban de engendrar los bulbos de todos sus hijos, cuando ya le brotaban contrapartes a su discurso, oposiciones también abriendo la mística de su propio lenguaje. Diferenciado radicalmente, al menos.
Y al prisma de Altazor lo sucedieron, desmantelándolo, agusanándolo, las moscas que zumban coléricas de Pablo Neruda y los otros soles de Gonzalo Rojas; los panes ácimos que devuelven al amor y su ciencia de Violeta Parra y los lagares de pastos duros de Gabriela Mistral, quien aprendió a sentirse desde el silencio estrellado del Valle del Elqui; el Micifuz teológico de Nicanor Parra y los teléfonos, aceites y raíces de Pablo de Rokha; los diarios de muerte de Enrique Lihn y la ortopedia circense de Hernán Lavín Cerda; los meniscos nerviosos y las excavadoras monumentales de Raúl Zurita; las rosas re-raras y los hongos atómicos de Óscar Hahn; la palabra escondida de Stella Díaz Varín y la provocación descosida, inexacta, megalómana de Alejandro Jodorowsky; y, más adelante, el estallido multinacional de Roberto Bolaño, fenómeno que defiende la inocencia romántica de perderse en el desierto por un sueño desde la proliferación en las estanterías mientras expide títulos profesionales, de conformidad con los lineamientos de la Universidad Desconocida.
Entre tal marejada, en la envidiable vitalidad verbal de ese país con ángeles malos parados en la puerta de su sonrisa, hubo también espacio para los vencidos tempranos, los invisibles conversacionales, los idos de la mente con menos caballo volador que mera sujeción tediosa al suelo de la urbe.
Como el accidentado Rodrigo Lira, cantante de artesanías mecánicas proveniente de la Municipalidad de Santiago, con ventanas rotas, y quien terminó con su vida a los 32 años.
Bien antes del aplauso de la Casa de las Américas, de la bendición contractual concedida por el mitificado editor catalán Jorge Herralde, el reconocimiento en Suecia o en Alcalá de Henares.
I
Rodrigo Lira nació en Santiago de Chile en 1949 y en 1981 se dejó desangrar el día de su cumpleaños 32 en su departamento, “hastiado y harto —y harto— de experimentarse a sí mismo como / huna hentidad hincompleta”. Abandonó este plano no sin empezar a procurar una reunión de sus textos poéticos, la agrupación de una obra fragmentada de origen. “Con respecto a mis textos y manuscritos, no sé si se podrá hacer algo. Durante mucho tiempo les tuve mucho cariño y les atribuí importancia. Ahora las cosas han cambiado, pero de todas maneras sentiría que se destruyeran así nomás”, dejó escrito en una carta de despedida para sus padres. ¿Y qué había en el amor depositado en esos papeles? Una estética de fotocopias para rebosar campus universitarios. Una disciplina mecanografiada con narices de fotografía. Un destello breve que apretó el grueso de su producción en apenas unos años: de 1977 a 1981, se coincide. Un loco afán, a lo Pedro Lemebel, aunque sin el adelgazamiento anémico del sida: solamente la volatilidad del trastorno bipolar. Un equilibrio de pegostes, una vociferación nunca más obviamente vertida entre papeles, una afinada y angustiosa visión del mundo tan burócrata y sin espacio para abandonarse a la observación meticulosa de la arquitectura palpitante en las liendres. Lira trabajó con el desprecio explícito a la institucionalidad del poema y simplificó sus costillas por intervención. Recortes de periódico, collages, dibujos, anotaciones, líneas perdidas, juegos tipográficos hacia el delirio visual: que la obra evidencie su condición de taller permanente, su voluntad inacabada con clavos desviados, sus maneras de apunte sin embargo éticamente verdadero. En su trabajo artístico, la formalidad de un currículum quedaba intervenida por las dentelladas de la invención. La seriedad de una misiva de petición formal, de un comunicado oficial, de un aviso oportuno devenían oportunidades para la declaración de arte poética sin alharaca, sin podio, sin confluencia de embajadas divinas y sus protocolos: una creación fácilmente invisibilizada bajo el clamor de los rituales de la fama. La de Lira es una obra que nació, creció y se consolidó desperdigada, que comenzó a unificarse no antes de la intuición de la muerte, y que se declara parcial desde el segundo cero, cuando vio la luz el Proyecto de obras completas (1984), con prólogo de Enrique Lihn. Una congregación profesional del balbuceo por musicalidad, como practica el Reinaldo Arenas de El color del verano o, siempre, Oliverio Girondo: un rezo que persigue dinamitar los cauces recomendados del racionalismo para hallar potencias críticas en otras pozas del lenguaje; embriagarse en el garabato para llegar a otros nódulos inauditos por tercera vez; emplear lápices en una inauguración siempre imperfecta: violenta como la dictadura de Augusto Pinochet o como la mugre del Paseo Ahumada, que fue una promesa del progreso económico pronto transida de miserables aplaudiendo panderetas para respirar un acercamiento a las monedas de la supervivencia. Aquí hay juegos para agrietar a la opresión y amplificar la achatada nimiedad cotidiana con atrevimiento colorido.
Gato, peligro de muerte, perversión de la siempreviva, gato bajando por lo áspero, gato de bruces por lo pedregoso en ángulo recto, sangrientas las úngulas, gato gramófono en el remolino de lo áfono, gato en picada de bombardero, gato payaso sin alambre en lo estruendoso del Trópico, arcángel negro y torrencial de los egipcios, gato sin parar, gato y más gato correveidile de los peñascos, gato luz, gato obsidiana, gato mariposa gato para caer guardabajo, peligro.
Discreto oficio poético que rumia décadas en espera de más lectores mientras los expulsa con un vanguardismo antisolemne que rehúsa la seducción inmediata, pero que evita también, así, caer rápido en la síntesis olvidadiza, en la digestión automatizada. Un escritor humano por excelencia.
II
La desobediencia es, quizá, primordialmente expresiva; el entusiasmo, quizás, es siempre imprudencial. No puede esperar a consolidarse en las órdenes de la tradición endecasílaba para deslenguar sus dolores, y avanza más bien “muriéndose sin alharaca / muriéndose”. Opacado o no por el panteón de los poetas chilenos, invisible o no, minúsculo o no, a Lira hay que leerlo para alimentarse de su voluntad de decir la rispidez del corazón humano, como hizo antes con similar transparencia César Vallejo: considerando en frío, imparcialmente, que el hombre es lóbrego mamífero y se peina. Se puede acceder al autoconocimiento mediante un elogio de la letra p donde abunda lo neurótico apasionante con nítido embrollo:
Podrán participar provisionalmente pobres poetas peripatéticos pálidos, perdidísimos, periscópicos, pulsando pérfidamente, pérfidos, pensamientos puntiagudos, padeciendo puntillosamente pseudoamorosas pasiones —proceso perversamente psicosomatizante—, pidiendo plata prestada, pronunciando parte por parte palabrejas paridas por puntuadas, protuberantes pirámides, por profundas prisiones piranésicas, produciendo pasos perdidos, patinando por problemas patafísicos para puntualizarlos parapsicológicamente punto por punto.
“Sus poemas no están escritos con sangre ni con vino tinto ni con limo del terruño, sino más bien —simbólica y literalmente— con la tinta Kores de las cintas de las máquinas de escribir”, categoriza Roberto Merino, periodista y poeta, en la presentación de la segunda edición del Proyecto de obras completas: tratado improvisante de las pasiones del alma que avanza lento su humedad hacia otras verdades ajenas al método. Debajo de la parodia de Lira, de su sorna, su veneno dirigido, más que mera inteligente socarronería, hay alimento. La vida duele; antes que embellecerla hay que gritar su saturada desesperación con dignidad de ruidos y solvencia de imaginación. Ubicarse, sanar por confesión: “La Poesía / está / mal / hecha”. Irritante, personal, inane, desigual, descoyuntado, burlón, oficinescamente desbordado (“sólo para Q.erdos: no para / Q.alquiera”), mínimo, prosaico, roto como declaración de principios, el verso de Rodrigo Lira podría desaparecer entre la anchura de los años, reducido a anécdota de época y a delirio cuyo atrevimiento agota su validez en una sola bala; podría sucumbir por el desdén contra sus maneras cariadas, su calidad de documento demasiado humano. En contrasentido, el sitio Memoria Chilena —que resguarda éste y otros documentos fundamentales de la identidad literaria chilena— pone a la distancia de unos clics (con colaboración de una paciencia dilatada) la oportunidad de sumergirse en las proposiciones de este poeta, aparentemente secundario entre la matraca de sus gigantes connacionales. La transgresión requiere su memoria.
Imagen de portada: Santiago de Chile, 2014. Fotografía de Alabos Life. BY-NC