Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Lucas 22:42
Cuando Amélie Nothomb, escritora apátrida con el grado nobiliario de baronesa (nacida con el nombre de Fabienne Claire Nothomb), habló ante la prensa sobre el contenido de su reciente novela, insistió en que no era un libro religioso, aunque podía leerse en clave de evangelio. De inmediato me pregunté cómo esta autora, caracterizada por sus experimentos y transgresiones narrativas, abordaría un tema tan tratado, quizá la historia más reescrita desde hace dos mil años, y adquirí Sed.
Reformulé mi pregunta: ¿Cómo escribir una versión más de la vida de Jesús sin quedarse en el intento? Y no es que considere que el gran monumento titulado La última tentación (1951), de Nikos Kazantzakis, o la prosa sabia de Norman Mailer en El evangelio según el Hijo (1997) hayan puesto el broche de oro al tema. Antes bien, creo que las historias perennes se continuarán contando y que en las infinitas maneras de volverlas a narrar reside el secreto de su eternidad. Más aún, Sed participa de la prosa vigorosa de la autora belga y de la estética impresa en sus escritos, como en Ordeno y mando (2008) o en Ni de Eva ni de Adán (2007). Por otra parte, la obra nos encamina al terreno de un género que Nothomb domina a la perfección: la novela breve. La condensación de una nouvelle obliga a un inicio contundente, incluso deslumbrante. Como arranque, la escritora eligió el momento del juicio a Jesús, tan elípticamente narrado en los evangelios, sobre todo si consideramos que se trata también del juicio a todos aquellos por los que vino a morir. La autora optó por un juicio sumario muy semejante a los actuales (abogado defensor inepto incluido) con el hijo de Dios en la silla del acusado y donde la traición de los favorecidos por sus milagros aflora desde el primer momento:
Uno a uno, los treinta y siete beneficiarios de mis milagros fueron sacando sus respectivos trapos sucios. […] El antiguo ciego se quejó de lo feo que era el mundo; el antiguo leproso declaró que nadie le daba ya limosna; el sindicato de pescadores de Tiberíades me acusó de haber favorecido a una cuadrilla frente a las demás; Lázaro contó hasta qué punto le resultaba odioso tener que vivir con el olor a cadáver impregnado en la piel.
La principal transgresión de Amélie Nothomb a la historia más contada de todas, más allá del experimento, se deja ver en la constancia de una voz eficaz en cada renglón de su novela. De tan humano, al Hijo lo atenaza el miedo en su última noche de vida, como lo haría con cualquiera de nosotros. El Mesías ya condenado al suplicio no espera, nunca ha esperado ni la confianza ni la gratitud a la que, pareciera, no acostumbra el pueblo judío. El contenido de esta novela se me antojó el preámbulo ideal para entender por qué se escribió en el siglo VIII, al sur de Francia, el Vindicta Salvatoris (o Evangelio de la Venganza del Salvador): un texto vindicativo de carácter gore en el que el emperador Tiberio, tras sanarse de un cáncer incurable al tocar el sudario de Cristo, indaga la vida de su benefactor, descubriendo la traición de los mismos judíos. Al saber de las torturas infligidas al Cordero, encarcela a Poncio Pilato y decide vengar a Jesús de ese pueblo ingrato, además de hollar los cimientos del Templo creado por el rey David y por Salomón y luego reconstruido por Herodes el Grande.
¿Qué puede aportarnos, en pleno siglo XXI, una novela más sobre Jesucristo? La autora de Estupor y temblores (1999) nos invita a reflexionar sobre el cuerpo y su sentir profundo, incluido el del enamoramiento. Pero el suyo es también un texto de carácter ontológico, y en buena medida ético. Amélie Nothomb (quien tenía la semilla de esta novela desde su temprana infancia en Kobe, Japón) problematizó su tema de una manera muy interesante, pues halló un hilo narrativo para la pregunta que se hacía desde niña: ¿por qué alguien que ama y predica el amor debe sufrir lo indecible? El Jesús del canon judeocristiano, disruptivo ante las enseñanzas del Antiguo Testamento, cifró su discurso en amar a los otros como a uno mismo; sin embargo, comete una contradicción al ser objeto del tormento, los latigazos, el terrible dolor de los clavos en manos y pies, la lanza asesina en el costado… todo ello sin siquiera resistirse. ¡No hay peor paradoja que el dolor en vano, o el miedo en vano! “La noche desde la cual escribo no existe”, anota un Jesús tomado infraganti en el acto mismo de la escritura. Continúa: “Al día siguiente, me condenan, y la sentencia es inmediata. La interpreto como una forma de humanidad: hacer que alguien espere multiplica su suplicio”.
Qué gran recurso fue el de concebir a un Cristo sensible, tanto que, afirma:
Tengo la firme convicción de ser la máxima encarnación de los humanos. Cuando me acuesto para dormir, ese simple abandono me produce un placer tan intenso que tengo que esforzarme para no gemir. […] He llegado al extremo de llorar de placer respirando el simple aire de la mañana.
¿Qué implica para un Jesucristo así meditar sobre el dolor de morir clavado a la cruz?
Esta crucifixión es un error. El proyecto de mi padre consistía en demostrar hasta dónde se podía llegar por amor. […] A causa de mi estúpido ejemplo muchas teorías humanas elegirán el martirio.
El Cristo de Nothomb por momentos me pareció altamente discursivo, repetitivo en las digresiones; incluso, demasiado cerebral. Por fortuna, ello se diluye cuando el texto vuelve a la humanidad del Hijo, un hombre sencillo pero, conservando su naturaleza hipersensorial, con la consigna de que quizá su milagro más grande sea el de ser más humano que todos nosotros. El nivel de detalle característico de la autora hace de su novela breve un antievangelio, sobre todo si pensamos en los llamados sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), donde el qué apenas deja lugar al cómo. Tras su juicio, al escuchar el Hijo la pregunta de si es omnisciente, reflexiona:
Buena pregunta. Sé siempre Τι [qué] y nunca Πώς [cómo]. Conozco los complementos directos y nunca los complementos circunstanciales. Así que no, no soy omnisciente: voy descubriendo los adverbios sobre la marcha y me siguen asombrando. Tienen razón los que dicen que el diablo está en los detalles.
Son necesarias novelas como Sed para este mundo tan sumido en el yo que obliga a los narradores a contarse, como vemos en la novela El reino, de Emmanuel Carrère, escrita también en lengua francesa, donde lo dicho en torno al cristianismo primitivo en realidad funciona como correlato de la vida del autor mismo: una obra en la que el ego del escritor se apropia y devora lo que más nos importaba. Nothomb, al contrario, opta por hacer hablar al Cordero de la consagración previa al horrible sacrificio y después, desde el espacio inasible e incomprensible de la muerte. Tras su lectura, nos siguen doliendo los latigazos, la corona de espinas, los clavos en la cruz y, sobre todo, nos quedamos con la sed que nunca abandona al Elegido: así debiera ser en caso de asumirnos como redimidos. Insisto, el mayor horror de esta obra es la sed, pues en medio del sofoco en el madero de tormento, un simple vaso de agua sería lo mejor que podría ocurrirle a ese hombre (sí, hombre), quien tiene entre sus mayores placeres, sino el que más, beber agua. Su sed es la necesidad de toda el agua del mundo…
Sed no es una novela más sobre Jesucristo. A su modo, se trata de una reflexión profunda en torno al disfrute de la inmediatez cuando es aún posible: qué mejor que zanjarlo en un escrito breve. Fabienne Claire Nothomb nos deja un buen puñado de preguntas sobre nuestra condición existencial, sobre nuestro estar en el mundo, seamos conscientes de eso o no. Tal vez su mejor aseveración a propósito de lo último es la siguiente: “Ser Jesús quizá sea eso: alguien que no está presente de verdad.”
Sergi Pàmies (trad.), Anagrama, Barcelona, 2022
Imagen de portada: Édouard Manet, Jesús ridiculizado por los soldados, 1865. Art Institute of Chicago