1. No pocas veces inventamos personajes que se acompasan con nuestra edad. No recuerdo cuándo tuve esta modesta iluminación. A veces una bombilla se enciende incluso durante las crisis energéticas. Nunca supe dormir a oscuras: “Mamá, déjame encendida una lucecita. Mamá, no apagues la luz”. Hoy me siento culpable por la devastación planetaria y por la merma de mi capitalito como consecuencia del involuntario derroche eléctrico de la circunvolución cerebral. Dentro de mi cabeza titilan paleolíticas bombillas de cuarenta vatios.
2. La vejez siempre ha constituido una obsesión en mi escritura. Sin embargo, escribí de amores veinteañeros a los 20 años; a los 30 hablé de amigas de 30; y, cuando comencé la trilogía del detective Zarco, él era un cuarentón cinéfilo como yo. Hay una línea que une lo que escribimos con nuestras circunstancias sociales e históricas. Hormonales, también. Esto lo tienen clarísimo los padres de la iglesia, los patrones de la empresa mediana y del oligopolio, los invisibles machos alfa que imprimen su carácter al algoritmo.
3. La línea que une lo que escribimos con nuestras circunstancias puede ser explícitamente autobiográfica o tirada con el escalímetro de la imaginación. La imaginación es el terreno de lo estricto: el lugar en el que la creatividad fluye entre las reglas del arte. En las novelas de Zarco hablan mujeres muertas y yo, hoy día 14 de agosto de 2022, sigo viva. También aparece una mujer menopáusica, Luz Arranz. Imaginé a Luz cuando yo aún era una mujer menstruante. Luz —onomástica proclive al derroche energético— fue un conjuro. Una convocatoria.
4. Todos estos detalles quizá solo sean un ejemplo de cómo, en el proceso de pensar intensamente, la molécula del glutamato se espesa y nos agota. En principio, esta reacción física no es una cuestión de edad ni de género, sino una peculiaridad engorrosa del pensamiento como costumbre suicida. Mi cuerpo postmenopáusico de 54 años se ubica, según Google Maps —yo también doy fe de ello—, en una localidad de la costa murciana en la que sufrimos una sensación térmica de 40oC. Estoy pensando. En Google Discovery, la noticia del glutamato se diversifica en distintos titulares digitales. Mi cuerpo postmenopáusico procesa la información y la incorpora a la lista de fallas físicas que, de un tiempo a esta parte, me incapacitan. Dulcemente. Me incapacitan. A esta dulzura trágica, a esta licantropía hormonal, se le llama envejecer. Lo dijo mi ginecóloga durante la presentación de Clavícula: “Deberías considerar, querida Marta, que la menopausia no es más que la constatación del hecho cierto de que envejecemos y vamos a morir”. Las palabras de la doctora Sánchez-Casas fueron bálsamo.
5. Siento dulcemente cómo duelen las vértebras lumbares de mi privilegiado cuerpo europeo. Una forma distinta de salivar. La desecación del ojo. La atenuación del deseo que se violenta desde la obligación comercial de desear —alguien me vende algo a todas horas. Noto partes de mi cuerpo que nunca sospeché que fuesen mías y no me provocan placer. Experimento una tristeza cósmica previa al instante de la sofocación—. No a todo el mundo le sucede lo mismo que a mí. A algunas personas lo que me sucede a mí no les parece nada, mientras que otras sufren patologías más graves. Que algunas mujeres deban ir a buscar agua a decenas de kilómetros de su hogar no resta validez a mi queja. Me pinchan los ojos. No permito que amortigüen mi rabia. Ni que la comparen para borrarla y culpabilizarla. La rabia nos nace de la lenta desaparición del cuerpo —constancia de la muerte— y también de la deformación del cuerpo ideal —aplastamiento de mis pechos libres bajo la piedra de moler del canon—. La rabia nace de las desigualdades que se producen dentro de un mismo contexto, o contrastando contextos diferentes que lo son debido a sus especificidades geográficas y a la explotación ejercida históricamente por unos pueblos sobre otros. A partir de este axioma, yo hablo.
6. Nos enseñan que no tenemos derecho a exhibir una rabia que suele ser dolor crónico. La formulación de la rabia, civilizada en queja, nos transforma en: mujeres egoístas que se lamentan sin pensar en nadie. Mujeres locas a quienes se les receta ansiolíticos: su falta de alegría de vivir es patológica y no el resultado de la gota que colma el vaso desde un tiempo inmemorial.
7. Constatar el personalísimo proceso del envejecimiento no implica faltarle al respeto a otras formas de incapacitación dulce o severa. La queja se puede emitir desde distintos lugares y con distintas modulaciones. A través de las máscaras que se consideren oportunas. Quejarse de las cosas naturales es lo más natural del mundo. Enfermedad, vejez, muerte, dolores del parto, amputaciones, tumores, urticarias. Todo lo natural a lo que no es necesario enfrentarse con una actitud estoica.
8. El estoicismo se asigna mayoritariamente a un género y lo natural se agrava como efecto de la dureza de las condiciones de vida de las mujeres. Por el hecho de serlo. La musculatura se gasta el doble porque la cuesta siempre es más empinada. Algunas mujeres indias tienen prohibido trabajar con zapatos. No me resigno y relleno una instancia para que colectiva, social y políticamente se nos ayude sin desprecio. Se nos escuche.
9. Tampoco quiero ser una vieja forzada a la eterna juventud. No quiero estiramientos gimnásticos ni quirúrgicos. Respeto los deseos de otras mujeres, pero yo quiero que me dejen ser vieja dignamente. Parece que hoy sucumbir a la naturalidad de la vejez es no tener voluntad. Ser culpable. Dar un disgusto a la familia.
10. Clamar a los cuatro vientos que la progresiva degeneración del cuerpo nos coloca en un lugar privilegiado para vivir la vida de otra forma —con cataratas, lumbalgia, sin dientes propios— suele ser una actitud exhibida por las clases pudientes que no quieren creer, de ninguna manera, que van a morir. Hay gente que se embalsama en vida. Es una crueldad negarles a los seres humanos su derecho al cansancio, a la expresión de la molestia corporal, a su tristeza ante la inexorabilidad de la muerte. Tener la obligación de ser un cascabel es otra forma de violentar el curso de la vida. Para que algunos hagan negocio.
11. El cuerpo de las mujeres siempre inspiró miedo y se buscó que inspirase incluso repugnancia en esos momentos en los que no se reduce a fetiche. La mujer que goza, caga, menstrua, suda, se masturba. El sudor de un hombre adquiere connotaciones épicas. Guerras en el Pacífico o esfuerzo laboral. El hombre que defeca es simpático. Sancho Panza y sus ventosidades. Pero la mujer que caga no es representable. Quizá por esa razón, el estreñimiento se cuenta entre los síntomas de la menopausia. El cuerpo de las mujeres no es fotogénico a no ser que sea follable. O se le pueda rezar. Cuando hablamos sin eufemismos de las mujeres que envejecemos —el cuerpo, la escatología—, los tabús de la representación se multiplican.
12. Frente al eufemismo, la austeridad y la contención, yo trabajo con la hipérbole. Las palabras se salen —chorrean— del reborde de la línea de puntos. La carne bulle entre las gomas del bañador. La menopausia radicaliza las contracturas culturales de mi cuerpo y la conciencia física de la escritura: se traduce en un estilo que desborda, exagera, contradice, satura. Después de tanto silencio. Después del dolor en silencio. Después de la obsesión patriarcal por naturalizar el dolor del cuerpo de las mujeres como castigo a nuestras culpas fundacionales, ha llegado el día en el que no hay disimulos: “Me duele como si alguien quisiera arrancarme el ovario con unas tenazas.” Respuesta correcta en la que va cristalizando una rebeldía contra la imposición, narrativa y ponderada, de la “buena” escritura. Escribo y me salgo de la línea de puntos. Me dejo ver más allá de toda fantasía prepotente de neutralidad. Mis excesos, mis desinhibiciones, son una proposición política que me afloja las cuerdas con las que han atado otra manera de contar y sentir. “Me duele”, digo. La represión de mi dolor —mi mentira— no va ayudar a la gente que de verdad me ama.
13. La naturalización del dolor en el cuerpo femenino como imposición de los relatos fundacionales del patriarcado me recuerda que existe una violencia obstétrica —hay mujeres a quienes se les practican cesáreas para ahorrar tiempo, a las que se les insulta mientras paren— y una violencia del climaterio. Multitud de estados intermedios de violencia: sospechas por la no maternidad, sospechas por la promiscuidad, sospechas por la viudez, sospechas por no dar la teta, sospechas por darla a todas horas, sospechas por la soledad, sospechas por cuidar demasiado o no cuidar en absoluto.
14. Los personajes se van acompasando con nuestra edad. Resulta difícil escapar de la autobiografía. No se trata de un acto de exhibicionismo en el escaparate de las redes o de un canto individualista en la época del neoliberalismo. Annie Ernaux no es una escritora paradigmática del individualismo del siglo XXI. Se trata de que no podemos escapar de quiénes somos ni de dónde vivimos ni del glutamato ni de los cuarenta grados de Murcia ni de la circunstancia de vivir dentro de un cuerpo que a ratos nos aprieta y a ratos nos viene grande. Puedo escribir sobre cerdos con el don de la palabra que hacen propuestas inteligentísimas para disminuir los niveles de hipercolesterolemia en la población mundial. Pero todo lo que escriba lo escribiré porque me lo pide el cuerpo. Me nace de su temperatura y de sus 240 de colesterol. De cómo me han dibujado desde tiempos remotos. Mi realidad y mis ficciones se amalgaman en un grumo indisoluble: evoco películas de terror al mirarme al espejo y ciertos líquidos se van acumulando en algún lugar entre mi piel y mis músculos. La consistencia de mi panículo adiposo se relaciona con las series de hospitales que me incitaron a no querer ser anestesista o proctóloga. El dibujo de quién soy se realizó con la punta aguja de un lápiz que aún me inyecta malos propósitos y va redirigiéndose hacia la retórica inclemente de la sátira a medida que cumplo años.
15. En las historias de ficción, hasta hace poco, el climaterio ha sido espacio en blanco. Como mucho, un subtexto para dar explicación al desequilibrio, la maldad, la falta de atractivo físico. La menopausia era página en blanco —fenómeno hiporrepresentado— o quizá sospecha de una lastimosa pérdida de feminidad. Mujeres secas. Sarmentosas. Que ya no encuentran un sentido a la vida y se cierran sobre sí mismas como un vegetal putrefacto. Esterilidad, mal carácter, encorvamiento, fracturas. Una mujer que no menstrúa, en el imaginario cultural, es una vieja y una vieja es un personaje perverso porque de las mujeres nunca interesó ni su experiencia ni su curiosidad ni su sabiduría. Experiencia, curiosidad y sabiduría coagulan en los conocimientos de las brujas o de las sucias remiendavirgos como Celestina.
16. Yo ya he debido de transformarme en una bruja: soy una mujer que no menstrúa desde los 46 años. Tengo 54. Según la historia de la literatura, llevo ocho años acumulando maldad. Soy una mujer que acumula conocimientos que no sabe utilizar: una mujer madura que no puede ser valorada por su experiencia, pericia y capacidades didácticas para la instrucción sexual de hombres jóvenes. Esa representación redime de su maldad a especialísimas mujeres menopáusicas. En brazos de… Yo no sirvo. Soy solo una mujer que envejece; por ende, debo de ser una auténtica bruja.
17. En estas circunstancias, no me siento cómoda con el sentido del humor ni con la autoayuda ni con el lado positivo ni con el no darle importancia. Me cuesta asimilar que, después de haber representado la menopausia como maldad o tachadura, ahora nos empeñemos en contarla sin rabia. No me siento cómoda normalizando, atenuando las cosas que eran feas y obligatoriamente invisibles. Soy una mujer con derecho a la queja y a la formulación de una idea barroca de la vida. Renuncio a los paños calientes. Radicalizo la representación.
18. Una mujer envejece, tiene dinero, posición social y lucha contra el fantasma de la muerte asumiendo el papel de un hombre que compra carne fresca para vivir la fantasía de su rejuvenecimiento mágico y su eternidad. Me parece que para ser una mujer menopáusica empoderada no es preciso fomentar la explotación de los putos del mundo. La excusa de suturar una brecha de desigualdad ampliando otras no es una solución. No soy un hombre. No quiero ser un hombre. No me gustan ciertos libros ni creo en el feminismo liberal.
19. Los relatos pizpiretos sobre nuestra licantropía —la deformación ósea, una relación distinta con la luna y el vello corporal— responden más al deseo que a la realidad y a menudo amortiguan las deficiencias sanitarias para enfrentarnos a la especificidad de un periodo problemático de la vida de las mujeres. Fisiológica y culturalmente. Mi menopausia me ha enseñado a reivindicar la necesidad de una medicina distinta. Quiero que mi cuerpo sea descrito con sus complejidades e idiosincrasias. Mi cuerpo no puede seguir siendo la costilla del cuerpo de un hombre. Necesitamos otros atlas para medir el mundo. Otras leyes. Otros tratados de anatomía. Otras películas. Otros personajes femeninos que envejezcan y cuenten su historia milimétricamente o apelando a un universo feérico y fantasioso. Carecemos de ellos.
20. Aprendo de mi menopausia que la queja femenina es siempre inoportuna. Pija. Fresa. Desmesurada. Histérica. Siempre hay algo mejor que hacer. Lo prioritario. Decido empezar a quejarme por dolores naturales para los que no encuentro cobijo en la comunidad. Y decido empezar a quejarme por mi licantropía y por las muertas y por las mujeres que no trabajan y por las indias que trabajan sin zapatos —con ellas—, por la carne devaluada de las mujeres, que sigue devaluándose, aunque Amazon contrate repartidoras en India que sonríen mientras conducen sus motos. Por los salarios indignos. Por todas las violencias que padecemos a distintas escalas y son minusvaloradas. La minusvaloración es un acto de violencia más que se suma a los otros. Decido ser inoportuna, pija, histérica, loca, mágica. En el fondo, racional pero no ahormada en el corsé de una moderación razonable que me ahoga. Como no puedo quejarme por nada —no tengo derecho— decido que ha llegado el momento de quejarme por todo y hacer del bolo alimenticio de mis quejas femeninas una corriente sinérgica. Un tsunami.
21. En Murcia, con el glutamato espesando mis circunvoluciones cerebrales, contemplo a las nadadoras que agarran sus churros-flotadores para adentrarse en el Mediterráneo. No tienen miedo a las medusas ni a los mordisquitos del sargo. Nadan sin estilo y nunca meten la cabeza debajo del agua para conservar el buen aspecto de sus permanentes. Llegan hasta la última boya y allí, completamente aisladas del resto del mundo, se cuentan sus dolores, sus recetas, sus maldades, sus remedios. Las oigo cantar. No deberían irse mar adentro para ser felices.
22. Relaté autobiográficamente mis aprendizajes menopáusicos en un libro titulado Clavícula. Mi menopausia precoz fue traumática para mí, no porque me sintiera menos mujer por no poder tener ya hijos. Nunca deseé tener hijos ni pensé que mi feminidad dependiese de esa elección. Mi menopausia precoz no fue traumática porque me sintiera menos atractiva: incluso se podría decir que, al perder muchos kilos, mi cuerpo respondía mejor a los estándares de la fisonomía inverosímil de la belleza hegemónica. Mi menopausia fue traumática porque me produjo dolor. Un dolor que nadie sabía explicar ni catalogar. Un dolor para el que faltaban relatos. Un dolor que mutó en rabia al no poder formularlo sin que me hicieran sentir culpable, loca o egoísta. El dolor que experimentamos algunas mujeres que envejecemos.
23. Luz Arranz, en Black, black, black, vivía su climaterio con la extrañeza de la pérdida. La desaparición del coágulo de sangre. La no llegada de lo que se espera cada mes. La ausencia del dolor, malestar o calambre como anomalía en el cuerpo femenino. Existe una asociación trágica entre feminidad y dolor. El sacrificio. La resignación. Frente a ese discurso que es a la vez científico y religioso, y sitúa nuestra identidad en el inexplorado territorio del pensamiento mágico, ya no cabe solo la dulce sonrisa o la ironía inteligente. Busco la enloquecida carcajada. El valor de la escatología. La resignificación del concepto de víctima. La escucha atenta de lo minúsculo y lo escondido. La lengua de las demonias. Una furia de la que broten la racionalidad y la energía suficientes para generar otras formas de escritura. Escribo sobre el sexo de una mujer vieja en un primer plano que no sea pornográfico, sino tierno.
Imagen de portada: ©María Raquel Cochez, MILF Energy No. 1, 2021. Cortesía de la artista