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¿Qué se parece a qué?

10 de marzo de 2019

Antonio Ortuño

Hay afirmaciones muy peculiares que, si no se ponen a revisión y se dejan pasar días y años sin cuestionarlas, corren el albur de terminar como verdades para quienes las leen. Una de esas, que se repite hoy día entre músicos y críticos, es que el reguetón es “el nuevo punk”. Más allá de la provocación de la frase (es decir, la voluntad de molestar a esos viejos punks convertidos en los conservadores a fuerzas de su añeja revolución) me parece que no hay demasiadas semejanzas para relacionar uno y otro movimiento. De hecho es quizá solamente ese elemento, la capacidad de escandalizar a ciertas conciencias, lo que podría acercarlos. No mucho más. El punk es un género que se fraguó gracias a cierto rock extremo estadounidense de principio de los setenta (The Stooges, MC5, los Ramones) pero eclosionó en su expresión clásica en la Inglaterra de la segunda mitad de ese decenio, ya con ese nombre y un ideario más o menos compartido: rechazo de la cultura musical de los “dinosaurios” de los sesenta y del rock de estadio de los setenta, nihilismo (que luego derivaría hacia la militancia política en algunos casos), vindicación de la música directa y de la expresividad por encima del virtuosismo (por definición, el punk es escueto y hasta rústico en sus arreglos, producciones e instrumentaciones). Sus canciones son burlescas, agresivas, politizadas. Socialmente, el punk arraigó entre cierta juventud urbana de clase baja en Estados Unidos, Europa y algunos países de Asia y América Latina y se extendió a las clases medias (universitarias, casi siempre) en algunos contextos, pero nunca consiguió (y puede sostenerse que en muchos casos ni siquiera buscó) la popularidad masiva. La ética underground permaneció en su centro y las bandas que consiguieron más luces y reflectores (Sex Pistols, The Clash) sufrieron en carne propia las injurias y ataques de algunos de sus primeros fans. La ventas de los álbumes de punk siempre fueron de moderadas a bajas (la música de moda, en su época, era el “disco” y el ya citado rock “de estadio”, además del omnipresente pop, lo que puede constatarse consultando los Billboard de la época). Satanizados por los medios impresos, medio ignorados por los medios electrónicos, primero cortejados pero luego repudiados por las disqueras, los punks volvieron rápidamente al underground del que salieron. El cine de finales de los setenta y los primeros ochenta los retrata como sujetos pintorescos y caricaturescos, muchas veces amenazantes, y casi siempre violentos e indeseables. El mundo de la moda volteó al punk y explotó su imagen agresiva, pero para el primer tercio de los ochenta esa atención había cesado. La masividad que algunos le atribuyen no llegaría sino en la segunda mitad de los años noventa, en los Estados Unidos, con bandas inspiradas en el punk, como Green Day, y una ringlera de grupos conocidos como “happy punks”, plenamente integrados a la industria musical y herederos de la imagen pero no de la radicalidad del estilo. A pesar de sus enorme influencia en proyectos musicales posteriores y de la que ha ejercido sobre cierta literatura y cine (nombres tan célebres como Jim Jarmusch, Mary Harron, U2, The Police, Nick Cave, Irvine Welsh, etcétera, tienen claras raíces punk), hay que reconocer que es el culto de unos pocos. Y los punks mismos son apenas una tribu urbana, un matiz. Su condición abrasiva y confrontativa no es para todos. Un dato: el único “número uno” de una banda del punk original le perteneció a The Clash, y sucedió en 1991, varios años después de su disolución, porque una marca de jeans usó una de sus canciones en un comercial… El reguetón, por su lado, es una música popular y muy bailable surgida en el Caribe, que rápidamente se ha convertido en un estilo de masas seguido por millones de personas, especialmente jóvenes, en todo el mundo, inclusive más allá de las fronteras del idioma español. A pesar de la abundancia de ciertas críticas irónicas en las redes (que vienen, sintomáticamente, de personas ya mayores de treinta años), en América Latina y buena parte de Occidente los medios han incorporado plenamente el reguetón a sus contenidos. Encienda usted la radio o la televisión, abra cualquier red social, o un servicio musical en streaming, y será obligado encontrarlo sonando. Los reguetoneros, en las redes, son figuras seguidas masivamente, su imagen es imitada y aceptada por millones y es también muy popular entre las marcas corporativas de ropa, zapatos, perfumes. En los temas de sus canciones hay un amplio predominio de los asuntos sentimentales y sexuales. Su instrumentación y producción aprovecha las rutas abiertas por el pop y el hip-hop e incorpora vistosamente sus influencias “latinas”. Es rítmico, melódico y pegajoso. Algunos artistas del entorno del reguetón han adoptado posturas políticas en torno a diferentes temas pero, en general, en el discurso del género predomina el apoliticismo típico del pop (quizá un poco teñido de biempensantía por la exigencia contemporánea a los artistas populares de encarnar y defender los valores de la diversidad y la tolerancia, pero no mucho más). ¿Cuál es el parecido, entonces? Yo no lo veo. Entendería, eso sí, que alguien dijera que el reguetón es el nuevo rock, así, en rama: un inesperado sucesor de la popularidad y la influencia social que alcanzaron los Beatles, los Stones, Queen o Led Zeppelin (aunque provenga de fuentes muy distintas). Previsiblemente, habrá generaciones futuras que lo recuerden con nostalgia, emoción y cariño. Incluso puede decirse que forma parte del soundtrack de nuestra época tal como el rock lo formó de otras. Pero al punk, al hermano oscuro y rebelde del rock, sinceramente, no creo que el reguetón se le parezca en nada. Y tal como el protagonista del famoso meme sobre un discutidor profesional, ahora les digo: Change my mind.

Imagen de portada: Fotografía de Koen Suyk, en Wikimedia Commons. Los Sex Pistols en Paradiso, Ámsterdam, enero de 1977.