La playa inglesa, la playa portuguesa

El doble / dossier / Septiembre de 2021

Enrique Vila-Matas

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Salgo al balcón de mi cuarto de hotel en Bournemouth, al sur de Inglaterra. Desde aquí puedo ver el lugar donde un día se elevara la casa de las dos chimeneas de Skerryvore en la que R. L. Stevenson, en estado febril, escribió en 1885 El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Sesenta años después de la publicación del libro, volvería literalmente el Mal a aquel lugar cuando una bomba del ejército nazi arrasó por completo Skerryvore. Fue la extraña forma que eligió míster Hyde para regresar a la casa de las dos chimeneas. Es ya de noche y no puedo quitarme de la cabeza que hace un rato, en este mismo balcón, cuando atardecía, he visto que la mano de mi vecino era delgada, fibrosa y rugosa, de una palidez verdosa, peluda. Por decirlo de una forma más alarmante, era una mano parecida a la de Hyde. Sospecho que esa mano rugosa, vista en la luz del crepúsculo, es de las que no se olvidan. Y recuerdo que, a causa de ella, a punto he estado de establecer con el vecino un diálogo al estilo de “Borges y yo”, ese relato tan representativo de la herencia de la casa de Skerryvore. Hace sólo unos minutos, estaba pensando en el vuelco fantástico que le da Borges a esa singular autobiografía de artista cuando me ha extasiado la infinita sucesión de farolas iluminadas del Bournemouth nocturno. Y, en plena ensoñación, he recordado aquel momento de la novela de Stevenson en el que Utterson comienza a darle vueltas a la historia que le ha explicado Enfield y se acuerda de que éste le ha contado que, un día, volviendo a casa desde un lugar casi en el fin del mundo, hacia las tres de una madrugada de invierno, cruzó en diagonal una desierta plaza de Londres, donde literalmente no se veían más que farolas, lo que le aterró, aunque no por eso dejó de seguir caminando y cruzando nuevas plazas solitarias mientras todo el mundo dormía. Olas encrespadas en la playa. El mar me ayuda a pensar en aquella secuencia de la novela de Stevenson en la que empieza a crecer, a resonar, a ampliarse en la mente de Utterson la historia que le ha contado Mr. Enfield y ésta se va desarrollando y amplificando en su cabeza como una sucesión infinita de pasos, y Utterson ve entonces —Stevenson crea imágenes que parecen presentir la invención del cinematógrafo— la figura de un hombre andando de prisa, y poco después, la de una niña que sale corriendo de casa del doctor, y a continuación, el encuentro de las dos figuras, y aquel juggernaut humano —así describe Stevenson la conducta que se ha posesionado de Mr. Hyde—, aquella fuerza del mal irrefrenable que en su avance aplasta o destruye todo lo que se interfiere en su camino, atropellando a la criatura y siguiendo su trayecto sin hacer caso de los gritos que rompen el silencio de la ciudad dormida. Busco una forma de ver El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde desde un ángulo ligeramente distinto al de anteriores lecturas y veo la escena del célebre cambio de rostro del doctor como un símil del recurrente (recurrente, sobre todo para la Guadaña, que monologa desde siempre con el tema) salto de la vida a la tumba. En realidad, Hyde es la Muerte. Y quiero imaginar que Nabokov se refirió también a ese salto, al traspaso eterno, cuando les pidió a sus alumnos de Cornell que no perdieran de vista los últimos momentos de la vida de R. L. Stevenson, su final trágico en Samoa. “Los libros tienen su propio destino”, les dijo Nabokov. Y es cierto, los libros han tenido siempre su propia suerte, y a veces ésta consiste en llevar a la vida real lo que antes narró el autor. Pudo ser perfectamente el caso de R. L. Stevenson y su Dr. Jekyll. La escena tuvo lugar en Upolu, Samoa, 1894. El escritor, al que los nativos llamaban Tusitala, bajó a la bodega de su casa a buscar una botella de su borgoña favorito, la descorchó en la cocina, y de repente llamó a gritos a su mujer. “¿Qué me pasa?, ¿qué es esto tan extraño, algo me ha cambiado la cara?” Un ataque cerebral. Cayó al suelo. “Riverrun”, dijo Tusitala. Y murió dos horas después.

¡Cómo me ha cambiado la cara! Hay una extraña relación temática entre este último episodio de la vida de Stevenson y las fatales transformaciones de su maravilloso libro,

comentó Nabokov a sus alumnos de Cornell. El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde se adentra en la más fatal de las transformaciones, la que convierte a un ser vivo en un muerto. El siempre enigmático experimento o tránsito está contado con especial meticulosidad por el propio Jekyll, que en la novela lo deja casi como legado para la humanidad: “Pero la tentación de llevar a cabo un experimento tan singular venció, al fin, todos mis temores”. Una frase que parece reaparecer al final del más escueto, elegante y célebre desenlace de los cuentos de Borges: “La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos”.

James Valentine, _Bournemouth desde East Cliff_, Inglaterra, _ca_. 1851-1880. Rijksmuseum James Valentine, Bournemouth desde East Cliff, Inglaterra, ca. 1851-1880. Rijksmuseum

La curiosidad lo mueve todo, hasta la lista o relación exhaustiva de lo que jamás se mueve, aunque de esta lista suele decirse que la escribió un muerto. ¿Por qué volvió míster Hyde a Bournemouth? Los libros tienen su propio destino y acaban queriendo ser visitados por las criaturas reales que inventan. Éste sería el caso de Hyde y de esa bomba hitleriana que arrasó el lugar donde fue engendrado. La curiosidad lo mueve todo, muy especialmente si el deseo de vivir es intenso. Porque entonces nunca llegamos a pensar que ya sabemos lo suficiente acerca del mundo y porque entonces cada respuesta nos lleva a otra pregunta. Por eso se suele decir que la curiosidad es lo que nos mantiene vivos. Y muertos. Porque uno de los aspectos notables del libro de Stevenson es que no resuelve la contradicción. Habla tanto de la muerte como de la vida, y también de la muerte en vida. Y habla para ver por qué (que diría José-Miguel Ullán). Inventa un procedimiento, un tipo de ficción, que le permite mantener la tensión. La forma es siempre forma de una relación y Stevenson, que abrió caminos a los mundos de Pessoa y de Borges, profundiza en un tipo de escritura, un estilo y una construcción, que le permite mantener unidos los polos más extremos con sus redes antagónicas y opuestas.

Otros vendrán después, otros que me sobrepasarán en conocimientos, y me atrevo a predecir que al fin el hombre será tenido y reconocido como una reunión de personalidades diversas, discrepantes e independientes,

se lee hacia el final de la novela. Del mismo modo que presintió el cine, Stevenson previó aquí en Bournemouth el síndrome moderno, el síndrome Pessoa, que ha convertido a tantos individuos —paradójicamente a los más singulares— en puntos de encuentro de diversas personalidades. Yo mismo, sin ir más lejos, vivo fraccionado en varios personajes discrepantes e independientes. De ahí, ciertos sobresaltos con manos verdosas. Y de ahí también cierta inquietud, porque, por muy calmo que esté ahora todo, la noche parece doble. Aunque siempre tranquiliza ver que sigue ahí metafísica, perfectamente iluminada y única, la playa inglesa.


Una vez, pasé una noche en un hotel frente al mar, en Cascáis. Por la mañana, en la luminosa terraza volcada sobre el Atlántico, había reconocido a Jean-Pierre Léaud —el doble de Truffaut, el inolvidable Antoine Doinel de Los cuatrocientos golpes—, pero no me había atrevido a importunarle, porque el actor tenía nada menos que sesenta años más que en aquella película y daba verdadero terror su mirada fija en el horizonte. Y también porque se necesitaba coraje para plantarse ante él y preguntarle si le importaría que le fotografiara. Recuerdo que David Cronenberg y Adam Thirlwell conversaban en una mesa cercana y que allí todos eran invitados del festival de cine de Lisboa y que, al comentarle a Thirlwell el miedo que me producía la seriedad extrema de Léaud, se ofreció a posar para mi cámara para que, de ese modo, furtivamente, pudiera yo atrapar, al fondo de mi encuadre, la imagen de Léaud. Horas más tarde, António Costa y Paulo Branco me hicieron saber que a Léaud lo tenían de vecino de habitación. Y a medianoche, lo imprevisible sucedió: comencé a oír las risas solitarias, cada vez más constantes, de mi vecino. Al no poder verle y sólo oírle, acabé imaginando a destajo. ¿Qué pasaba allí? Llegué a barajar incluso la idea de que Léaud podía estar soñando que era Nikolái Stepánovich Gumiliov, aquel poeta que fue asesinado por los esbirros de Lenin porque durante el interrogatorio en las oscuras oficinas del fiscal, en la cámara de tortura, en los sinuosos corredores que conducían al furgón policial, en el furgón que le llevó al lugar de ejecución, y ya en ese lugar mismo, con la tierra revuelta por los pies pesados de un pelotón sombrío y desmañado, el poeta no paró de reír. Que la risa es el fracaso de la represión es algo bien sabido, pero quizás se sepa menos que la risa de Kafka, elevándose sobre cualquier tipo de represión, recordaba el tenue crujido del papel. Lo digo porque fue ese mismo continuado crujido el que emitieron aquella noche, en la oscuridad de Cascáis, las risas de Léaud. Y quizás por eso no tardé en imaginarle también a mi vecino reviviendo un episodio real de la Praga de entreguerras, aquel en el que un joven Kafka no pudo contener su risa en el acto oficial en el que con cierta pompa el presidente de la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo le nombró “técnico del Instituto”. Que sepamos fue un momento complicado para Kafka, que sólo buscaba darle las gracias a su jefe, al representante directo del Emperador, pero cuanto más trataba de frenarse, más difícil le resultaba dejar de reír “a mandíbula batiente”. Volviendo a las risas de Léaud: éstas se detuvieron en la noche de Cascáis a las doce y diecisiete, así lo anoté. Pero la verdad es que, en medio del desconcierto general en el que vivimos, no me importaría ahora mismo volver a oírlas, que éstas regresaran con su misterio intacto, idénticas a entonces, imparables, secretas, más llevaderas que la vida, sin atascos de tráfico, ni tiempos muertos, avanzando como trenes en la noche, puro papel crujiente, puro fuego entre tanta oscuridad.

Imagen de portada: Vista de la playa de Cascáis, Portugal, 2011. Fotografía de kellerabtiel