Ya con 63 años en el poder, poco conserva el gobierno actual de Cuba del ímpetu y la renovación de la Revolución de 1959. Lo que sí intenta mantener es la narrativa de plaza sitiada que reclama de su población esfuerzos y sacrificios constantes. Toda revolución necesita de sus héroes. En el caso de Cuba, la actitud revolucionaria, que era decir heroica, se sintetizó en la figura del hombre nuevo propuesto por Ernesto Guevara en El socialismo y el hombre en Cuba, cuando rememora aquella “primera época heroica, en la cual se disputaban por lograr un cargo de mayor responsabilidad, de mayor peligro, sin otra satisfacción que el cumplimiento del deber” y vislumbraba “en la actitud de nuestros combatientes […] al hombre del futuro”. Pero el futuro ya ha llegado y lo habitan tres generaciones de hombres y mujeres nuevos que arrastran viejas frustraciones. La primera es la generación de los traicionados, la de los padres que, jóvenes en los años sesenta y setenta, vivieron la ilusión de cambiar el mundo; la generación de los decepcionados que, jóvenes en los ochenta, vieron la utopía desmoronarse junto con la Unión Soviética y el Muro de Berlín; y la de ahora, la de los desesperanzados, quienes desde los noventa no tienen más ilusión que irse del país. La novela Falsa guerra, de Carlos Manuel Álvarez, explora destinos posibles, dentro y fuera de Cuba, para un grupo de personajes en el que aparecen representantes de cada una de estas generaciones, aunque por su sensibilidad y su propuesta sea fundamentalmente una crónica de la subjetividad postcastrista, o sea, de la experiencia de los del último grupo. Cada una de esas realidades alimenta su propia epopeya y podría analizarse a partir del modelo narrativo del periplo del héroe que propone Joseph Campbell: El héroe se lanza a la aventura desde su mundo cotidiano a regiones de maravillas sobrenaturales; el héroe tropieza con fuerzas fabulosas y acaba obteniendo una victoria decisiva; el héroe regresa de esta misteriosa aventura con el poder de otorgar favores a sus semejantes. En la visión de Guevara habría un momento de partida del mundo conocido de la república con el acto de la revolución misma; habría un período de iniciación con la construcción del socialismo, y habría un destino, una vuelta al punto de partida con la verdad revelada de la sociedad comunista. Por otra parte, circula en la imaginación popular de la isla una visión mítica inversa, la de quien deja su tierra, se aventura al mundo, triunfa y regresa portando dones, o sea, trayendo dinero y mercaderías inalcanzables para los suyos. A esos modelos, Álvarez contrapone sus propios personajes, que traicionan tanto los moldes de Guevara y del exilio exitoso como el paradigma narrativo que estudia Campbell. En Falsa guerra la mayor parte de las acciones se desarrollan en La Habana, en alguna “Aldea rural”, como llama uno de los narradores a su lugar de origen en el interior del país, y en diferentes áreas de Miami. Pero la novela no se cierra en la experiencia del exilio ni en la del exiliado que retorna, sino que se abre como una exploración de la conciencia de una derrota existencial e inevitable. Como explica uno de sus narradores:
No perteneces a un lugar hasta que no lo desprecias […] El exilio era la extensión de un país, no su renuncia, y el odio pasaba a ser una devoción errante. La rabia venía de la derrota, naturalmente, y la derrota, al contrario del triunfo, no podía sino mostrarse tal como siempre era, tal como había terminado siendo a pesar de sí.
Podría entenderse la rabia, esa “devoción errante” que atraviesa la novela, como una marca de la vida en Cuba. En definitiva: “Quien se haya educado en aquel lugar no puede no haber conocido el sonido de la queja”. Y sí, es cierto que en la isla la queja es un deporte nacional como lo es el béisbol. La queja a gritos, pero más frecuentemente la queja velada, el lamento constante del que nace en una fiesta innombrable, como decía Lezama Lima, y luego la clausuran, sin explicaciones ni motivos. Una derrota que se pasa, como las expectativas de transformar definitivamente la sociedad para el bien de todos, de generación en generación, con cambios y modulaciones, pero siempre hacia el mismo destino de imposibilidad y sinsentido. Hay un pasaje en la novela que hábilmente simboliza ese escenario. Un personaje, nombrado genéricamente “el exiliado” —para que la experiencia pueda ser compartida por cualquiera que viva lo que se narra—, asiste a una celebración porque en “La Habana, el día sigue siendo comunista […] pero ahora la noche se ha cargado de fiestas frívolas y potentes”. La voz de este narrador asume el minucioso rigor, la mirada sensible y la pluma ágil de las mejores crónicas periodísticas de Carlos Manuel Álvarez y estudia en la escena el paso del tiempo a través de la evolución del baile. Separa “la escuela de los setenta, señoras y señores que practican un casino lento y elegante y acusan un toque de severa gestualidad”, de la “gente de los ochenta, una década en la que explotaron las ruedas de baile”, de los que prefieren “ese duelo a cuchillo que es la timba únicamente para fatigar y humillar al otro, pues en los solos noventeros la concordia no tiene cabida”, hasta que el fatalismo nacional se impone, pues “siempre se interrumpe en mitad de la noche la fiesta de cinco siglos del pueblo de La Habana”. El narrador observa entonces “al resto de la gente en ese intervalo de desespero tan conocido […] y la conciencia plena, adquirida de golpe, de lo que el regreso a la ciudad oficial significa”. Porque la normalidad no es la exuberancia carnavalesca de la fiesta ni la euforia de los anuncios turísticos, sino la certeza de la pérdida. En pasajes como este, la novela propone como uno de sus caminos posibles la recreación paródica de la historia nacional, al menos de la más reciente, a través de la queja de la derrota y, en este caso, del baile. En otros momentos la recreación de la historia nacional se establece a través de las diferentes olas migratorias, aunque siempre se repite esa queja de la pérdida. Pero si bien es cierto que este libro autoficcional abunda en referencias específicas, no limita el ejercicio de la pérdida ni al autor ni a sus coterráneos. La novela se puebla de personajes disímiles que coexisten en la derrota. Existe quien se escapa de su aldea rural, a puntas de pies, y llega al Louvre gritando. Existe quien espera un instrumento del olvido o una carta que nunca llega. Como no llega quien parte, o el saber de quien parte. El viaje es la entrega, y no hay héroe de vuelta. Solo regresa la incertidumbre de la memoria de quien se aventura. En Falsa guerra la derrota es como un mar que conecta historias de diferentes narradores en diferentes lugares del globo que convergen en el presente, formando un archipiélago en el que el trauma colectivo de la pérdida termina emergiendo no como una singularidad nacional sino como una marca de los tiempos, una de las cicatrices de la humanidad actual. Así aparece en la novela una Ciudad de México que sobrevive terremotos, da cabida a recién llegados y en la que chicas apenas conocidas comparten un gran vacío, una clase de inglés, un par de cervezas y unas rayas de coca. Aparece, a pesar de los años, Berlín, entre la intolerancia de algunos de sus habitantes a los inmigrantes y la sospechosa bondad de un alemán que los recibe de brazos abiertos, que habla español fluido y se lía sus propios cigarros. Y aparece el Louvre como un desafío y un descaro colonial, como un cofre cínico de lo bello y lo prohibido que oculta más que lo que ofrece, que confunde y que, finalmente, es un testamento de lo intrascendente de casi toda vida. Al menos así lo presenta el personaje del Fanático de béisbol, cuando en su español salpicado de Miami nos descubre que:
Y vi mi cara, que da igual ya como sea, tan cerca y tan ahora mi cara, y me di cuenta de que yo no había estado nunca en ningún cuadro ni tampoco lo iba a estar. Nadie jamás iba a pintarme. Mi cara era la cara tuya o la cara de cualquiera, y cuando yo me fuera, o mai god, mi cara se iba a perder, y se iba a perder para siempre. Temblé como un enfermo ahí. Eso me pareció más duro que todo lo demás.
La constatación de esa dureza insondable, de la incapacidad de durar y, por tanto, de triunfar, se repite en diferentes momentos en esta ficción de Carlos Manuel Álvarez. Y en esa estrategia de develamiento constante de la verdadera derrota se cifra buena parte del acierto de su nueva novela que, a partir de lo estrictamente particular, de la recopilación de fragmentos de la experiencia posible de sucesivas generaciones de cubanos, se abre al universo de nuestra época como un testamento de lo fútil y falsa que es la guerra del ser humano contra el tiempo y el olvido.
Imagen de portada: Parque de juegos abandonado en el malecón de La Habana, 2010. Fotografía de Carol M. Highsmith. Library of Congress