En el invierno de 2019, Ana Rodríguez vio un anuncio en Facebook que le llamó la atención. El distrito escolar de Dallas, el segundo con más estudiantes en Texas, buscaba maestros bilingües. “Estaremos en la Ciudad de México entrevistando candidatos”, leyó. Entre los requisitos se mencionaba contar con una licenciatura: Ana la tenía; hablar inglés: era su especialidad; y, de preferencia, ser docente: ella lo era.
Pero Ana no estaba considerando nuevas opciones de empleo. “Qué flojera mudarse a otro lado”, pensó. Trabajaba como maestra en una primaria, una secundaria y una preparatoria de la UNAM. Vivía con sus dos hijos, tenía amigos y un entorno agradable… aunque algo podía mejorar, porque corría de un lado a otro para dar clase en los tres planteles y apenas le alcanzaba el sueldo. Así que le dio una acicalada a su currículum y lo adjuntó a su postulación.
Semanas más tarde ya estaba haciendo fila entre decenas de profesionistas en el Hotel Hilton del Centro Histórico de la Ciudad de México. “Queremos a gente como tú. Por favor, haz los trámites” o algo parecido le dijo quien la entrevistó. Esa respuesta le gustó, le dio fuerza. Migrar como trabajador a Estados Unidos es sumamente difícil: la cantidad de visas que se pueden emitir cada año es limitada y son demasiadas las personas que anhelan conseguir una. Por si fuera poco, los procesos de documentación, selección y espera son largos y costosos. A Ana le sorprendió saber que el distrito escolar de Dallas cuenta con un departamento dedicado a tramitar las visas de los profesores extranjeros que emplea. Esta oportunidad era como encontrar un trébol de cuatro hojas.
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Los latinos ya son el grupo demográfico más numeroso en Texas, sobre todo en los condados de Harris (donde está Houston), Bexar (donde se encuentra San Antonio) y Dallas, donde viven 2.6 millones de personas —al menos veintitrés mil llegaron en los últimos tres años—. Debido a esta transformación, las escuelas requieren más profesores bilingües. No solo necesitan docentes que hablen español como idioma materno, sino que también compartan con sus alumnos la cultura de la sociedad en la que nacieron o a la que pertenecen sus familias migrantes.
El distrito escolar de Dallas está en permanente contratación porque más del 72 % de sus estudiantes son de origen latino. No es el único. Las escuelas públicas de otras ciudades de la Unión Americana están urgidas de personal bilingüe, pero no todas están dispuestas a buscarlo.1
La periodista Beatriz Limón publicó2 una historia que desgrana las consecuencias de una política educativa basada en medidas de segregación escolar, que establece que las clases se imparten únicamente en inglés. Esta política tiene consecuencias fatales en los estudiantes latinos, que constituyen casi la mitad de los alumnos en Arizona, contando desde el kínder hasta la preparatoria. Las leyes en Arizona obligan a los niños que no son angloparlantes a aprender el idioma en sesiones de dos a cuatro horas diarias durante el horario escolar.3 Esto significa que “legalmente están separados de sus compañeros y restringidos en cuanto a la variedad de materias que pueden cursar”, escribe Limón.
La segregación crea un rezago en el aprendizaje y acarrea una serie de problemas de salud mental. Un estudio realizado por la Universidad de Arizona y la Universidad Argosy, publicado en 2014,4 incorporó entrevistas con diez niños que formaban parte de un programa de inmersión “solo en inglés”, así como entrevistas a dieciocho de sus madres, padres o cuidadores. Las familias dijeron que sus hijos sollozaban cuando tenían que ir a la escuela, sentían una preocupación excesiva, su desempeño escolar variaba, temían que el maestro los lastimara, su autopercepción cambiaba de positiva a negativa, sufrían pesadillas y alteraciones del sueño, padecían dolores de cabeza y de estómago, no eran tan funcionales en situaciones sociales y mostraban un comportamiento evasivo y depresivo. Todos son “síntomas de maltrato”, afirman los investigadores.
Una niña entrevistada dijo: “La maestra me estaba hablando a la cara. No entendí nada y comencé a llorar”.
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Después de aquella entrevista en el Hilton, Ana se sometió a una serie de pruebas que no fueron nada fáciles: “Esto no es para cualquiera. Tienes que tener el estómago de acero y la tenacidad de seguir si repruebas un examen”. Tras aprobar, le dieron una lista de escuelas para que postulara a algunas y eligió dos. En ambas la aceptaron, pero al final se decidió por la que tenía más desafíos y carencias. Voló en agosto de 2021 a Dallas junto con un grupo de maestras y maestros migrantes.
Hasta ahora, estoy bien con la decisión. Escogí precisamente (Urban Park) porque yo quería trabajar con mi gente, con aquella a la que le está costando trabajo cruzar y no tiene papeles. Nadie me lo ha dicho pero yo lo sé. Algunos de mis alumnos vienen con experiencias traumáticas por haber cruzado la frontera de una manera muy difícil. Cada historia es diferente y no, no debemos preguntar, pero como maestra de primaria escucho a los niños. Se les salen comentarios. Algunos huyeron… Otros tienen papás en la cárcel aquí. En fin, unas historias realmente difíciles.
Los primeros cuatro o cinco meses del primer año a Ana le costó adaptarse. “Lloraba porque toda mi vida había sido maestra y sentía que aquí no estaba dando el ancho. No quería decepcionarme ni a mis hijos ni a mis alumnos ni a la jefa, que me esperó varios meses y confió en que yo podía.”
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Urban Park se encuentra en una zona de casas bajas, con varios comercios hispanos alrededor y una taquería justo en la esquina. En una cálida mañana de primavera, visito la escuela con la autorización necesaria para hablar con miss Ana. El edificio viejo parece un hospital antiguo, pero lo están remodelando. La recepcionista me acompaña hasta el elevador para subir con la profesora.
Toco a la puerta: ahí está miss Ana, una mujer espigada con una sonrisa en los labios y una blusa color vino, elegante. Sus dieciséis alumnos de cuarto grado me reciben con el saludo habitual de los niños mexicanos en los salones de clase:
—¡Bueeenooos díííaas! —dicen al unísono y cantadito.
Siento que no estoy en Estados Unidos, sino en cualquier lugar de México. Los estudiantes tienen entre nueve y diez años de edad.
—Tengo la mente en blanco, ¿qué es la mente? —les pregunta Ana y empieza a caminar entre las bancas con tranquilidad.
—¡El cerebro! —responde un alumno.
—Brain, brain, brain! —responde otro, con fuerza.
“Esto nunca lo había vivido”, explica miss Ana, “tener a un niño que no sabe hablar bien español ni inglés salvo por lo que escucha en la tele o lo que oye cuando va a la tienda. Yo le tengo que enseñar bien español e inglés académico para que pase los exámenes”.
Como maestra de niños latinos, miss Ana ha desmontado sus propios prejuicios. Aprende palabras nuevas, algunas típicas del espanglish, pochismos de los que no pocas veces se hace mofa en México. A ella no le molestan; al contrario, los entiende como parte de la cultura. Ahora, cuando a un niño se le cae un diente, le pregunta si le trajo dinero el ratón o la tooth fairy. “Algunos de mis paisanitos me dicen que los dos”, dice entre risas, con cariño.
En una clase del año pasado, les enseñó sobre los pregoneros. Desafiando la gran influencia musical que ejerce Bad Bunny en sus alumnos, encendió la grabadora y les puso una canción de Cri-Cri.
“Les encantó la canción. Algunas mamás me dijeron que les daba mucho gusto que sus hijos escucharan algo familiar para ellas, que sus hijos llegaron preguntándoles sobre Cri-Cri. Hubo un vínculo generacional con una cultura a la que ellos no tenían acceso.”
Ana puede trabajar como profesora porque tiene una visa H-1B. En el año fiscal de 2023, Estados Unidos solo emitió 65 mil visas de este tipo. En algunos casos, el distrito escolar de Dallas no solo tramita las visas, sino que asume los costos de la solicitud, los exámenes y la certificación académica requerida. La visa H-1B es válida durante tres años, pero se puede extender hasta seis. Una vez que tienen empleo, las personas pueden solicitar un estatus más permanente, por eso Ana habla de seguir trabajando como maestra migrante para obtener la residencia, el camino a la ciudadanía estadounidense. Le gusta lo que hace y siente que su trabajo es valorado. A diferencia de la mayoría de los migrantes, habla a diario con su madre y sus hijos, y tiene la libertad de ir y venir entre México y Estados Unidos.
De acuerdo con un artículo publicado en The Century Foundation, “solo el 13 % de los maestros estadounidenses (de kínder a prepa) hablan en casa un idioma distinto del inglés”, sin embargo “alrededor del 22 % de los habitantes de Estados Unidos y al menos el 21 % de los niños estadounidenses” hablan otra lengua en sus hogares.
El déficit es evidente, pero el gobernador de Texas, Greg Abbott, insiste en que el gobierno federal cubra el costo de la educación pública de los estudiantes que no sean ciudadanos del país. Pese a su postura, a los distritos escolares se les asigna presupuesto en función de la cantidad de alumnos que tengan, y no de su nacionalidad. Gozan de libertad para usar dichos recursos y reclutar personal e implementar los programas que crean convenientes.
Dallas sigue siendo un condado demócrata y su distrito escolar ha sido un aliado en la resistencia ante las políticas republicanas en materia de educación. Pero resistir no es fácil. Basta con recordar que, en una entrevista, el gobernador declaró: “Lo único que no estamos haciendo (para detener la migración) es disparar contra las personas que cruzan la frontera, porque entonces el gobierno de Biden nos acusaría de homicidio”. Ante esta hostilidad, miss Rodríguez, Urban Park y el distrito escolar de Dallas representan un oasis para los niños latinos migrantes.
Imagen de portada: Cri-Cri en el Teatro de la Ciudad
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Basta con hacer una búsqueda en internet para encontrar ofertas de diversos planteles en el país. Por ejemplo, en este sitio web. ↩
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Elena B. Parra, Carol A. Evans, Todd Fletcher y Mary C. Combs, “The Psychological Impact of English Language Immersion on Elementary Age English Language Learners”, Journal of Multilingual Education Research, otoño de 2014, vol. 5, pp. 33-65. ↩