“Me llamo Diego, tengo seis años y le tengo miedo a la oscuridad”. Así comienza Honduras o el canto del gallo, de Diego Olavarría. Esa oscuridad puede ser una metáfora de la infancia, de las distintas mudanzas, de no reconocer la habitación donde se despierta el niño, del temor a crecer; o bien de la oscuridad de todos esos países y ciudades donde ha vivido: Cuba, México, Estados Unidos, Honduras. La oscuridad de la memoria también, por qué no. Diego tiene seis años. Su familia se muda a Honduras por trabajo, ya que el padre es diplomático. No le gusta mucho su nuevo hogar. Pero se adapta. Hace amigos. Tantea esa revelación de mundo que es la niñez y desde la mirada adulta imagina todo eso que pasó. La voz infantil del relato se intercala con la mirada crítica del hombre que regresa a San Pedro Sula veinticinco años después a buscar algo, sin saber qué. Las cosas se pierden entre los pasillos reales de casas que dejamos de habitar y los pasillos de la memoria, esa casa endeble.
Supongo que hay dos tipos de países en el mundo: países donde la gente vive y países donde la gente muere. Países donde la gente dedica tiempo a pensar en su futuro y países donde la gente dedica tiempo y esfuerzos a evitar que la maten. Honduras es un país del segundo tipo.
De Honduras se sale, se huye, no es un lugar para hacer el viaje de regreso, afirma ese mismo niño que tantea casas en la oscuridad. ¿Por qué volver? Perdió algo además de un perro bravo. Perdió algo que no recuerda qué es. Lo que hace el cronista es viajar al revés y ver qué de todo lo que recuerda sigue ahí. El espacio físico permanece. Va a la calle donde vivió, habla con los vecinos que tuvo, quiere algo, está cerca. Sigue sin saber bien qué es. Quizá esta especie de viaje detectivesco apunta al vínculo que une a esa familia: la madre joven, embarazada de la hermana, el padre que lee el periódico y tiene “el trabajo más fácil del mundo”. Quizá es verse a sí mismo sentado en la mesa sin querer salir ni jugar ni correr. Un niño que se pregunta todo el tiempo si es un varón o si es marica porque no actúa como se espera de él. No es feroz aunque su perro sí. Un perro que da miedo y es su modo de protegerse de los otros.
El cronista plantea desde el inicio un texto dividido en fragmentos como de diario, notas o cuaderno de viajes, con la intención de derribarnos de donde estemos sentados. El libro se divide en dos grandes temas: el relato infantil y el del viaje. Un viaje no solo al lugar físico “casa/Honduras”, sino también a ese otro espacio que se busca sin saber bien qué es. No lo místico de la casa/lugar, no lo mágico, no lo territorial. Cuando dudaba de hacer ese viaje de regreso conoce a alguien que le dice que sí, que vaya, como un presagio; alguien que le “incita” a tomar la acción. Está inseguro. No sabe qué va a hallar, qué quiere lograr con todo eso. Pero lo hace.
¿Qué es Honduras?, un país como cualquier otro situado entre la pobreza, el calor, el narco, la violencia, lo que se pudre. Nada que se edifique en el carácter latinoamericanista explotado por Netflix. Muchos de los barrios antiguos de las clases privilegiadas, blancas, herederas de las familias vinculadas a la industria o al comercio de importación en América Latina se convirtieron en barrios con mansiones estilo Miami resguardadas por policías armados. Perú, Colombia, México, El Salvador, Honduras… Lo que era para esas compañías ahora es del narco, de las empresas de lavado de dinero. América Latina, en su tamaño y complejidad, sigue siendo la maquila, el patio sucio, el vertedero de aguas negras de todo aquel que arriesgue capital y prestanombres. Como bien apunta Olavarría, es
un lugar donde las corporaciones gringas compraban hectáreas a cambio de centavos y los jornaleros recogían plátanos en condiciones dignas del medioevo. Honduras: una sociedad que es, que fue, hacendados, capataces, tenderos, criminales.
Quizá es la inquietud de la clase media: un escritor no siempre vive mal; muchos viajes, becas, premios, pero está “inquieto”, le falta algo. Al relato más personal de Olavarría se suma una intranquilidad de otra índole. ¿Espiritual? ¿Se puede tener duda en el que confía en su propia historia inventada, la familiar?
¿Qué permanece en la memoria? El jardinero mata a una serpiente con un ladrillo en la cabeza para que él pueda jugar a la pelota en el patio. Al parecer, la mamá de uno de sus amigos de escuela, llevada por los celos, asesina a la empleada doméstica y la familia debe salir del país. Misterios que se vislumbran apenas. Que no se resuelven. La infancia es un aeropuerto: sus amigos se van; al final todos se van. Él mismo se irá también.
La reconstrucción de la infancia se inclina hacia la ternura sin que sea amelcochada. Su escritura rechaza el melodrama y cuanto narra se percibe como “verídico”: así habla un niño, así ve un niño, así recuerda ese mismo niño veinticinco años después. La memoria es una pista de canción que recordamos por fragmentos. Algo puede detonarlos, una charla sobre bitcoins, la realidad digital o la última película de Cronenberg. Basta que alguien diga “algo” que abra esa cajita, un pedazo de tela, un color. Lo que sea.
En Paralelo Etíope (2015) ya Olavarría logra el tono de viajero “crítico” y observador participante de su más reciente novela: está, toma notas pero se mantiene distante, extranjero; solo se involucra en la medida de lo posible. Quizá por eso sus crónicas funcionan como vitrinas de países, cafés, hoteles, bares, calles, lugares variopintos donde podrían quitarnos los zapatos en los aeropuertos y revisarnos los papeles y juzgarnos por nuestro color de piel, nuestra ascendencia genética, nuestra profesión, nuestro acento al responder en inglés lo que nos preguntan. En Etiopía sucede la aventura pero también la crítica fuera de la burbuja de lo “turístico”. No se viaja para el relax, sino para conocer el contraste entre aquí/allá, esto/otro, yo/otro. Lengua, comida, territorio, intercambio de expresiones idiomáticas. ¿Qué se busca en un bar a las 2 am, cuando la ciudad duerme y nosotros no podemos hacerlo?
Salir de casa (sea esto lo que sea) es arriesgarnos a no reconocernos fuera de ella. Se habla mucho de los viajes y los viajeros, es verdad. Si bien a lo largo de la Historia muchos viajes se hicieron por razones de comercio o por la guerra seguimos novatos en el viaje de exploración de la curiosidad. Qué hay más allá de esta lengua, de este modo de cocinar los alimentos, de esta manera de criar niños y hacer crecer las plantas.
El libro de Olavarría atraviesa una historia de dureza geográfica en una parte de América que no solemos mirar tan de cerca. El centro del continente es un espacio borrado. No tiene la exuberancia del Brasil enorme, ni es la Argentina efervescente y europeizada. Es el ombligo de un territorio triste, paupérrimo, sobreexplotado, del que muchos buscan irse, moverse. Las caravanas de migrantes que llegan a México son inmensas. Y nadie quiere mirarlas. La indigencia en las calles es tan abrumadora como invisible. Multitudes cruzan la frontera, llegan a albergues donde la mayor probabilidad es que los documenten para enviarlos de vuelta. El sueño americano está a miles de kilómetros y la gente a cargo son personas que resguardan la puerta a mano armada, justo como en las tiendas del centro de San Pedro Sula. La oscuridad cobra otra naturaleza entonces. El niño viajero describe:
Me gusta mudarme de casa porque cuando me despierto a media noche me olvido dónde estoy. Miro a mi alrededor y no reconozco las paredes ni los pasillos.
Cuando exploro una casa nueva de noche, tengo que ir tanteando las paredes, probando puertas hasta dar con la que busco: el baño, la cocina, la recámara de mis papás.
Es mi casa, pero todavía no es mi casa. Es algo que será.
El escritor regresa sobre lo que aún no era. Escribir es tantear esas paredes, no reconocerlas, tocar un poco con la punta de la memoria aquello que se deje tocar.
Turner, CDMX, 2022
Imagen de portada: Doris Rosenthal, Two Boys, ca. 1930-1939. ©Smithsonian American Art Museum