Todavía tengo la boca herida. El paladar roto por el azúcar.
Todavía vibra el agua en el vaso y yo sigo anclada a esta silla, temblando, tirando piedras que cavan agujeros en la superficie del agua. Arrojo otra piedra a la piscina, y otra: mi cabeza de piedra cava con ellas. Cae otra, caemos en el ahogo.
¿En qué pensaste durante la caída?
¿En saciar la sed?
Ya la mañana se ha silenciado y yo intento aclarar qué sucedió. El sol apenas despuntaba cuando te presentaste ante mí en piyama, tu pelo revuelto, tu cara marcada por los pliegues de las sábanas: eras un niño sudoroso con los ojos huidizos clavados en las sombras.
¿Qué buscaban esos, tus grandes ojos celestes y extraviados?
¿Qué decía esa, tu lengua incoherente de náufrago?
Ven, dije, alargando mi voz de monitora hacia ti: era la hora de tu insulina.
Ven, y pesqué tu mano, pescadito escurridizo de pulso agitado. Tus dedos se contrajeron como aletas asfixiadas de aire y comprendí que escudriñabas mis uñas cortas sin saber qué hacían ahí.
Ven, Sebastián, insistí, comprendiendo de pronto que no necesitabas insulina, necesitabas de mí.
Te sujeté del brazo porque se te doblaban las piernas esmirriadas de hambre y me seguiste con indecisión, tambaleando hacia el cuchicheo de los chicos que ya arrastraban sus pantuflas y se refregaban los ojos bostezando su sueño, disponiéndose en la cola del desayuno.
Ninguno pareció ver que nos deslizábamos por su lado ni fijarse en que nos sentamos junto a la piscina violeta de nuestro campamento.
Me alargaste el aparato con los mismos ojos extraviados, el sudor pegándote el pelo a la frente.
¿Quieres que lo haga yo?
Cerraste los ojos como asintiendo mientras yo abría la bolsa y extraía el aparato, mientras metía la tira reactiva, mientras te pinchaba un dedo lleno de sangre y depositaba la gota que revelaría cuánta azúcar precisaba tu cerebro.
Te chupaste el dedo como si pudiera alimentarte.
En la mesa los chicos masticaban sus cereales entre el ronco arrastre de las sillas, el chasquido de los cubiertos, el campaneo de las cucharas en los platos, el siseo de sus conversaciones ya despiertas y de sus risas arrogantes de vida, y yo pensé que el olor a pan tostado y a mantequilla derretida, a huevos revueltos en palanganas con salchichas recalentadas te distraería del aparato donde los segundos retrocedían, eternos, hasta la cifra de azúcar en la sangre.
Treinta y cuatro, leí en pequeños números titilantes.
Treinta y cuatro: suficiente para perder la cabeza.
¿Quieres?
Y te mostré un cubo áspero de azúcar que brilló en el aire como una gema.
Separaste los labios y asomaste una lengua de papilas dilatadas y tu cara de payaso pálido y ojeroso me hizo reír distrayéndome del terrón todavía inútil entre mis dedos.
¿A qué horas comiste por última vez?
Debía preguntarte porque la historia de cada niño debía quedar registrada por más que yo no supiera por qué importaba esa, mi pregunta, la que tú no podrías responder con la boca abierta ni contestar con la boca ya cerrada: estabas deshaciendo rabiosamente esa piedra que yo le ofrecí a tu lengua sin llegar a depositarla ahí.
Era como si la inconsciente fuera yo, yo la confusa, yo la que nerviosamente se detuvo ante el tamaño de esa, tu campanilla sacudiéndose en lo oscuro de tu garganta. Yo la que se demoró en darte el terrón y un vaso de agua donde lo pudieras disolver. No sé explicar por qué el vaso que debía conseguir para ti me llevó al vaso que mi abuelo dejaba en su baño con algo más que agua. Con dientes. Con toda una dentadura hundida en el fondo y aumentada por el reflejo del vidrio, una sonrisa que se rio de mí mientras yo corría donde mi madre para decirle, a gritos, que en el baño había una boca sin persona.
Te traeré agua, te dije volviendo a ti y a tus encías llenas de dientes fuertes y furibundos. Espera, ya te la traigo, insistí, pero me arrancaste el terrón de las manos y empezaste a machacarlo con las muelas, a triturarlo tan ruidosamente que sonaba a que el campamento, con sus carpas y sus metales y sus platos sucios y hasta sus cuchillos, se estuviera rompiendo dentro de tu boca.
Daba gusto mirarte masticando con tanta determinación.
Daban ganas de comer así.
Metí azúcar prensada dentro de esta, mi boca, y me supo más amarga que dulce, más rasposa que deliciosa, demasiado dura. Y me derrotaba la velocidad con que engullías, Sebastián, me hacía salivar mirarte a la vez que me daba mucha sed.
¿Otro?
Te pasaste la lengua por los labios sonrientes.
Tus manos se sacudían un poco. Estaban algo azules bajo la luz mortecina del amanecer.
¿Un poco de agua? ¿Te traigo?, y ya me estaba levantando de la silla para traértela mientras te acurrucabas en la silla y te hacías más pequeño a medida que me alejaba de ti. Todavía torcí la cabeza para mirarte desde el comedor lleno de chicos raspando sus platos con migas de pan y tragándose la última gota de té con leche. Tomé un vaso limpio y lo llené de agua y le robé un sorbo y luego dos o tres y volví a llenarlo esta vez para ti, para que calmaras tu sed y lavaras tus dientes granulados. Y no había salido del comedor cuando se me acercaron unos chicos a darme las gracias y a despedirse de mí para siempre: se iban a mediodía en los buses amarillos de la entrada y yo les pregunté si se habían amistado, si se habían divertido, si les habían picado demasiados mosquitos, si extrañaban a sus padres, si tenían ganas de regresar a casa. Y los vi partir a deshacer sus carpas y aproveché para atarme los cordones y no tropezar con mi vaso lleno de agua hasta el borde. Y pensé que me lustraría los zapatos empolvados o me compraría un nuevo par en cuanto llegara a casa y que me ocuparía un poco de mí, dormiría sin sebastianes bajo mi cuidado.
Di un paso y varios pasos hacia ti y no sé cuántos pasos llegué a dar, se hicieron más cortos y más veloces porque no te veía; y sé que rodeé la piscina que ya empezaba a transparentarse pero no te vi. No estabas donde yo te había dejado. El vaso de agua empezó a temblar en esta, mi mano derecha, y dejé el vaso en la silla para cuando volvieras del baño donde sin duda te habías metido.
No era necesario alarmarse, no era necesario, no, y sin embargo corrí otra vez hacia el comedor ya casi vacío por si te habían dado ganas de comerte un huevo o una salchicha llena de grasa envuelta en un pedazo de pan.
Sebastián, Sebastián, me dije deseando que hubieras regresado a tu carpa para guardar tus sábanas y tus calzoncillos y tu colchoneta con el resto de los chicos. Y pensé en otros lugares donde podías haberte escondido, aunque por más que yo pensara dicen que iba a gritos por todo el campamento, entrando y saliendo de las pocas carpas que quedaban en pie y de los baños llenos de azulejos resquebrajados y abriendo los contenedores de basura y asomándome por sus bolsas putrefactas y sus cartones llovidos. Y dicen que otros monitores se sumaron a mi terror y que uno llamó a la ambulancia porque ese era el protocolo. Y dicen que otro repitió tu nombre en el altavoz, Sebastián, y que los chicos se asustaron al oír tu nombre y gritaron también, desaforados.
Yo me senté en tu silla junto a tu vaso lleno de sombras, arrebatada de palpitaciones y de silbidos en el pecho y de pasos a mis espaldas y de pasos anónimos y de perros aullando como si no tuvieran nada mejor que hacer.
Qué se podía hacer.
Nada se podía hacer, eso tendría que decirles a tus padres.
Metí la mano en mi bolsillo y rescaté el último terrón, me lo puse sobre la lengua como tú, lo chupé como tú rompiéndome el paladar para sentir solo el dolor de mi boca y la amargura del azúcar que ya se iba deshaciendo cuando te encontraron, Sebastián, con esos, tus dientes, mordiendo el fondo de la piscina.
Imagen de portada: Dod Procter, Mañana, 1926. TATE