Estoy en el Instituto de Neurología, justo a tiempo para la entrega de guardia en el Servicio de Urgencias. Cambio mi ropa en un baño: me pongo la pijama quirúrgica, la mascarilla N95 (un regalo de mi pareja), y unas gafas de protección para uso clínico: fueron una donación de una alumna del servicio social. Casi todo el personal de salud consigue por medios propios el equipo de protección personal necesario para enfrentar la pandemia. La bata es indispensable, por sus bolsas amplias y numerosas: guardo mi teléfono celular, una libreta clínica, un par de cubrebocas de uso común, un frasco de alcohol gel para lavarme las manos con pasión obsesiva, y un pequeño libro de George Steiner, por si tengo un minuto libre: Diez razones para la tristeza del pensamiento. Steiner piensa que la conciencia humana está impregnada de melancolía, en forma inevitable, como lo planteó también Sor Juana Inés de la Cruz en Primero Sueño: el fracaso al querer buscar un conocimiento de la totalidad nos sumerge en la inmanencia melancólica. En mi caso, la inmanencia toma la forma de esta escena hospitalaria. No había hecho guardias en Urgencias desde que era médico residente, hace veinte años, pero la pandemia nos alcanzó. Hoy, el hospital trabaja con la mitad de sus trabajadores: los adultos mayores y quienes tenían condiciones de riesgo fueron enviados a casa. Otros trabajadores huyeron sin pudor, sin mayor pretexto que el miedo y la falta de compromiso hacia los principios altruistas de la medicina. Varios profesionales de la enfermería y la medicina se han infectado y están hospitalizados, o aislados en casa, en su consultorio, en algún hotel. Si te quedas a trabajar, debes rehacer tus rutinas médicas, adaptarte a un guion que nadie escribió y nadie quiere ejecutar. Estamos obligados a hacer el máximo esfuerzo para atender la pandemia mientras nos cuidamos para evitar contagiarnos. Quienes estamos a cargo de hijos que no han llegado a la independencia, hacemos trucos mentales para no caer en la tristeza del pensamiento. Mi hospital no está en la primera línea de combate contra la infección por covid-19, como sí lo están el Instituto de Enfermedades Respiratorias o el Instituto de Nutrición, y una gran cantidad de hospitales de IMSS y del ISSSTE a lo largo de la república. Nosotros estamos en una situación de privilegio: nuestra misión todavía es atender enfermos neurológicos. Aun así, algunos de ellos padecen la infección por coronavirus, y también hay problemas neuropsiquiátricos que resultan de la acción destructiva del virus sobre el sistema nervioso. Algunos colegas están dentro de la terapia intensiva o en una sección nueva del hospital, dedicada a atender pacientes infectados por el coronavirus. Ahora escucho a Maru, la residente de neurología a cargo de la guardia, quien nos relata que en la noche llegó una paciente neurológica con dificultad respiratoria y tuvo que ingresar al área covid, como le llamamos en forma sintética. Maru no está obligada a hacer guardias porque terminó la residencia de neurología, y este año realiza un posgrado en enfermedades neuromusculares. Pero ella y otros médicos ofrecieron sus servicios para realizar guardias en urgencias. Así apoyan a sus compañeros más jóvenes, quienes atienden el área covid. Verónica Rivas, neuróloga experta en esclerosis múltiple, hizo su guardia en esa área: me relata que adentro hace demasiado calor, es fácil deshidratarse. Quitarse el equipo de protección para tomar agua es complicado, y hacerlo te expone al contagio. “Usas tres pares de guantes, el overol, los goggles, la pijama quirúrgica… y una vez que entras no puedes salir hasta terminar el turno. Cuando llegué a la guardia, un paciente cayó en paro cardiorrespiratorio casi de inmediato”. Algunas personas se sienten incomunicadas y asfixiadas por el desgaste físico y emocional generado en el transcurso de las horas, y la angustia se intensifica para quienes deben cumplir la doble jornada de ser médicas, enfermeras, madres y maestras en casa. Han pasado las horas. Estoy en un consultorio de Urgencias con un hombre de setenta años que ha sido traído por la familia, desde el Estado de Guerrero, por un problema calificado inicialmente como un estado de duelo. Hace poco falleció su esposa. Al visitarlo, el hijo del paciente lo encontró desnudo, en la sala de su casa, sin conciencia del tiempo, con un discurso incomprensible y conducta errática. Durante el examen clínico, observo un deterioro profundo en sus procesos cognitivos: la atención, la memoria, el pensamiento. Al explorar los reflejos, aparece el signo de Babinski en ambos pies: un signo con ciento veinte años de antigüedad. Es útil para identificar problemas clínicos de origen neurológico. Y en efecto, el estudio de tomografía muestra un enorme sangrado adentro del cráneo, que comprime los hemisferios cerebrales y pone en riesgo la vida. Fue presentado como un caso de duelo, pero deberá estar en manos del servicio de neurocirugía. Camino por un pasillo para informar del problema al doctor Juan Calleja, quien aceptó fungir como Jefe de Urgencias, aunque estaba consciente de que entramos al momento más tenso de la crisis sanitaria. Voy sumido en mis pensamientos, pero escucho una voz: “¡Doctor Ramírez!” Miro a mi izquierda, y encuentro una gran pantalla digital, que transmite la imagen azul del Director Médico, Adolfo Leyva, quien se encuentra adentro del área covid. Trae puesto su equipo de protección, y por un momento me cuesta trabajo reconocerlo detrás del overol, las gafas, la mascarilla. Si lo saludo con naturalidad es porque reconozco la voz, pero tardo unos momentos en comprender lo que está pasando. La pantalla es una ventana que nos da acceso, en tiempo real, al interior de esa cámara que nadie quiere conocer en vivo. Este dispositivo tecnológico será de gran valor para comunicar el adentro con el afuera. Se podrían dar informes para reducir el miedo y la desconfianza de las familias frente a la incertidumbre, porque en todo el mundo los enfermos y sus seres queridos se lamentan por la separación abrupta, y muchos desarrollan trastornos por estrés agudo, o por estrés postraumático. Esto será una complicación psiquiátrica común, difícil de atender. Ahora mismo, Adolfo atiende a un paciente con insuficiencia respiratoria aguda. Es necesario intubarlo, y deberá pasar al área de terapia intensiva, dedicada por completo a atender pacientes con infección por coronavirus. Me detengo a imaginar esta escena como si pudiera observarla en tercera persona: como si yo fuera un personaje que conversa con otro médico a través de una pantalla: mi personaje tiene una pijama quirúrgica, una bata y el libro sobre la tristeza del pensamiento… al otro lado hay que portar un uniforme para hacer una inmersión en el paisaje viral. Hace treinta años, cuando empecé la carrera de medicina, el filósofo Paul Virilio hablaba sobre el fenómeno de la transapariencia: esta virtualidad en tiempo real que nos enlaza con realidades distantes y a la vez da cuenta de nuestra separación. La transapariencia nos permite ver mundos paralelos de alto riesgo, pero nos mantiene en un sitio seguro. La pantalla es como un espejo mágico, una barrera entre el observador y la realidad desnuda. Paul Virilio hablaba sobre esto al final del siglo XX. En aquel tiempo, esta escena pandémica, viral, tecnológica, con su escenografía y sus vestuarios propios de 2001 de Stanley Kubrick era una imagen de la ciencia ficción. Cada vez se acorta más la distancia entre el observador y lo observado: el territorio asfixiante al otro lado de la pantalla está más cerca, día tras día. Sólo nos queda como recurso el construir, de este lado del espejo, las escenas protectoras necesarias para recibir a la otredad que nos perturba, que se aproxima. ¿Cómo construir esos espacios protectores? La forma más antigua es la hospitalidad.
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Imagen de portada: Personal de salud. Fotografía de Francisco Àvia/Hospital Clínic, 2020. CC