Solo en la juventud alcanzamos realmente la inmortalidad. Es entonces cuando somos temerarios como los dioses y nos comportamos con la desfachatez e irresponsabilidad de quien no puede ser rozado siquiera por el peligro. Aun si la muerte está agazapada en los alrededores, con sus ropajes repentinos y cambiantes, aun si no podemos desprendernos de la imagen lívida e incomprensible de algún pariente o amigo entre las paredes acolchadas del féretro, se trata de una edad en que la psique rechaza la idea de la aniquilación definitiva y se comporta como si se tratara de un acontecimiento que no nos incumbe. “Es a otros a quienes visita, no a mí”, pensamos con ligereza mientras nos desplazamos por la cornisa, a pesar de que difícilmente nos atreveríamos a enunciarla como máxima, no tanto por su inconsecuencia manifiesta y su cariz embustero, sino porque lo decisivo es sostener la aventura al filo del abismo y luego contarla. Como escribió William Hazlitt: “Ningún hombre joven cree que algún día morirá”.
Borges, en “El inmortal”, anota que el desconocimiento del fin es “baladí” y lo comparten los animales; en contraste, describe una variante de inmortalidad deforme y atroz: reducidos a la condición de trogloditas, los inmortales lo han olvidado casi todo. Con el horizonte de un plazo infinito, se entregan a la inacción más perfecta y, recostados, dejan incluso que un pájaro anide en su pecho. ¿Es más atractivo el destino de yacer en una cámara criogénica o en animación suspendida a la espera de que la ciencia venza la muerte y suprima el envejecimiento? La máquina de Morel de la novela de Bioy Casares plantea una visión no menos perturbadora: el cautiverio de repetir hasta el vértigo, convertidos en hologramas, los mismos actos en las mismas semanas exasperantes. Recuerdo que, en la adolescencia, las variedades de la inmortalidad me parecían chapuceras y descorazonadoras: mientras que las religiones del Libro prescinden olímpicamente del cuerpo, las orientales, a través de una rueda sin principio ni fin, confían en la continuidad de la vida, pero no de la conciencia. Incorporeidad y olvido. ¿Quién, a esa edad de primeras veces y revelaciones, puede sentirse cautivado por tales disminuciones y pérdidas? Comparado con esas formas de superar la muerte, un simple beso se me figuraba una porción irresistible del paraíso.
En esa etapa en que “muerte” y “vejez” son palabras huecas o demasiado remotas, me vi envuelto en una atmósfera enrarecida de trasmundo y ganas de creer. Durante años formativos atravesados por las lecturas de poesía, la única religión que profesaba era la de la eternidad del instante —cursilería incluida. Pero crecí en un contexto en que las creencias eran laxas y sincréticas hasta el límite de la paradoja, en que todos coincidían en un vivo interés por los asuntos de ultratumba. La amalgama familiar tenía una base judeocristiana ya irreconocible de tan fofa, atravesada por grumos de budismo Zen y prácticas tántricas, fibras de chamanismo y física cuántica, salpicada por chispas de parapsicología y regresiones hipnóticas. La sobremesa era el sitio predilecto para el revoloteo de ideas sobre el más allá: mientras mi padre contaba las experiencias cercanas a la muerte que transformaron a sus pacientes psiquiátricos, mi abuela y mi madre relataban historias de fantasmas; al margen, pero sin perderse de nada, mis hermanos jugaban a la ouija. Aunque me atraían los cuentos de vampiros, criaturas de la noche que acumulan siglos de sed y fastidio, no era más que un interés literario, y frente a nociones como el desprendimiento del cuerpo o la transmigración de las almas adoptaba un papel burlón y escéptico, a medio camino entre el aguafiestas y el detective espiritista.
Quizá porque el subterfugio de la fama póstuma o la trascendencia a través del arte me parecían un premio de consolación irrisorio y marrullero, solo menos inaceptable que la posteridad vicaria, alcanzada por la genética y los hijos, mis réplicas y objeciones a la inmortalidad eran guasonas y descarnadas. Si estaba de vena procuraba que la escatología en sentido ultramundano se tocara con la escatología en sentido excrementicio: allí donde otros señalan el polvo y las cenizas, yo invocaba la putrefacción, el abono que seremos. Tras la muerte solo quedan despojos, algo no muy distinto del mojón que expulsamos a diario. Restos malolientes, órganos en descomposición, gases que se escapan por los esfínteres del cadáver. La inmortalidad, insistía, solo existe como festín de gusanos.
El Mojón póstumo y la Cagarruta inmortal eran los personajes principales de mis bufonadas: se soñaban obras maestras que seguirían hablando por mí cuando yaciera bajo tierra. Una de mis bromas favoritas era comparar el célebre cuadro del túnel del Bosco con la tubería del desagüe y fingir que me maravillaba con las dotes visionarias de Hieronymus Bosch, no tanto por haber representado el viaje de las almas a su morada última, sino por anticipar, con tanto sentido del detalle, la apariencia de las cloacas futuras. La Ascensión al Empíreo es la tabla final de Visión del más allá, un retablo de cuatro postigos que se conserva en el Palacio Ducal de Venecia. Mi padre admiraba esa obra por sus cualidades pictóricas innegables, pero sobre todo porque plasma el trayecto desde la negrura de la muerte hacia la luz apacible. El pasaje se realiza a través de un túnel en el que se distingue una serie de ruedas que succionan o atraen a las almas desnudas, extrañamente demasiado corpóreas. Además de que había enmarcado una reproducción sobre la que reclamaba continuamente nuestra atención, sometía la imagen al escrutinio de sus pacientes que sufrieron experiencias próximas a la muerte. Con satisfacción atónita, aseguraba que la mayoría lo identificaba como el sitio donde habían estado tras ser declarados clínicamente muertos, pese a no tener la menor noticia de la pintura ni del autor.
Aunque las ruedas internas del túnel, aquellos aros de oscuridad que, según los testimonios, giran y emiten un ruido lejano de atracción, me remitían al movimiento circular y al mareo que consignan las prácticas iniciáticas, y pese a que el sonido de los giros bien podría coincidir con el siseo que acompaña el ingreso a otro estado de conciencia (siseo que los griegos consideraban sagrado pues correspondía al del Sol y anunciaba la presencia de Apolo), yo prefería una lectura más soez y señalaba la semejanza de esas ruedas con las junturas de cemento del drenaje profundo, y preguntaba si ese sonido llamativo no sería el del escurrimiento de toneladas de mierda…
Como si la única inmortalidad a mi alcance fuera la rebeldía, hacía que mi descreimiento se expresara en escarnio y bromas de mal gusto. Sabía de sobra que a los psicoanalistas les fascina todo subtexto relacionado con la mierda, así que no vacilaba en servírselo a mi padre en bandeja a propósito de un fenómeno que lo inquietaba particularmente. Recuerdo la sonrisa sardónica con que él recibía mis chanzas procaces, pero sobre todo la elegancia con la que, para no caer en la provocación, las relacionaba con Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, consortes del submundo mexica, dioses de los ríos subterráneos y las sombras, también vinculados a los desechos y el estiércol, pues para los antiguos mexicanos cargamos en el cuerpo un pedazo de muerte en forma de excremento.
Con el tiempo esa estridencia escatológica fue cediendo hasta casi desaparecer, sin que por ello me apartara del sustrato de incredulidad que la animaba. Nunca logré esclarecer si mi padre, tras décadas de estudiar esas experiencias limítrofes y de escribir un libro abultado sobre el tema (Experiencias cercanas a la muerte,1 con el subtítulo comprometedor y quizás excesivo de “Historia, análisis y verificación del contacto con el más allá”), estaba convencido de que la vida y la identidad personal no terminan con el último suspiro. Si lo interrogaba frontalmente, se limitaba a repetir la observación de James Frazer de que apenas si han existido pueblos escépticos o agnósticos que se resignaran a morir para siempre con la muerte. Pero ahora podíamos conversar largamente al respecto sin el trasfondo de un tufo fétido, aunque confieso que aún me complacía en provocarlo —o eso pensaba— con acertijos y buscapiés relativos a la naturaleza puramente mental de las experiencias extracorporales. Él mismo me había enseñado que la neurología, al estudiar a profundidad el cerebro, había descubierto que las visiones del paraíso o la fe en dios pueden ser estimuladas artificialmente; la consecuencia no podía estar más a la mano: tanto la paz inefable como el abandono del cuerpo, la revisión panorámica de la vida y la luz cautivadora al final del túnel corresponden a estados alterados de conciencia. Hay agencias creativas insospechables en las profundidades de la psique que se tornan especialmente poderosas en los trances de dolor, aflicción o agonía, y nos inducen un efecto analgésico y eufórico. Ya por entonces había probado algunas drogas enteógenas y entendía que la intensidad de esas experiencias extraordinarias se interpretara o traspusiera como atisbos del más allá, y que el pensamiento mágico y la espiritualidad las dotaran de un sentido trascendente de transformación y renacimiento. Pero eso no cancelaba que, tal como se lo resumía a mi padre con un retintín irritante, la inmortalidad solo fuera una gran pachequez autoinducida, el último y más fantástico viaje lisérgico. (Con el tiempo me he dado cuenta de que los desafíos más insolentes albergan preguntas encubiertas.)
Desde la antigüedad clásica se ha subrayado una proximidad entre los misterios iniciáticos y las experiencias cercanas a la muerte. Los ritos eleusinos, por ejemplo, guardan un parecido asombroso con los trances en el umbral postrero. Plutarco, que se desempeñó como sacerdote en Delfos, subrayó que “morir” (teleutân) y “ser iniciado” (teleîsthai) participan de la misma raíz. Pero ya fuera que aquellas visiones las causara la ingestión del cornezuelo de centeno, como aventuran Gordon Wasson y Albert Hofmann, contenido en el ciceón (kykeon), la bebida ritual para romper el ayuno sagrado; ya fuera que en la oscuridad de la gruta los sacerdotes revelaran a través del fuego y de una serie de movimientos rituales los secretos de la vida después de la muerte, la semejanza podría sugerir algo totalmente distinto de la pervivencia consciente del alma. Si la experiencia mística se toca en muchos puntos con la experiencia al borde de la muerte, tal vez se deba a que son fruto de procesos cerebrales comunes a todos, de un mecanismo psíquico que conduce a despliegues imaginarios e iluminaciones que guardan un parecido. El vislumbre de una vida ultraterrena no sería sino un artificio bioquímico, una proyección neuronal; la inmortalidad se confunde con una flor psicodélica alimentada por alcaloides fúngicos o por la sobredosis de encefalinas y endorfinas que la biología nos ofrece contra el sufrimiento.
Se suele suponer que el miedo a la muerte es el trasfondo de la cuestión, que el breve vínculo que establecemos con la existencia nos impele a fantasear su prolongación indefinida. Rechazamos que nuestro mundo desaparezca como un sueño intranquilo. Nos resistimos a la posibilidad de que la vida, con sus placeres y tormentos, nos sea arrebatada de golpe “como una pelota de juglar”. Pero tal vez la raíz del más allá tengamos que buscarla en su opuesto: en un miedo inconfesado a la vida. Durante la juventud, en medio del embeleso de existir, atisbamos que toda esta intensidad nos parece exultante porque es efímera e irrecuperable, porque no hay forma de arraigarnos ni de asirnos a nada. La ráfaga inesperada que arranca las hojas de los árboles no tiene en sí un acento grave; puede cargarse del valor de lo transitorio o aceptarse con la maravilla de los ciclos naturales que nos sobrepasan. Parece significativo que el descenso al inframundo de los viajes iniciáticos desemboque en la convicción inefable de que ya estamos muertos, y que las personas que amamos no son sino sombras, meros fantasmas errantes. Pero si lo que subyace es el miedo a la aniquilación, el costo de ese desplazamiento se antoja excesivo: una vez que la muerte se entiende como “la vida verdadera”, la existencia cotidiana, la única que conocemos, luce como “caverna” y el cuerpo se torna una “atadura material”. Los iniciados no solo terminaban por descreer de la vida sensible, también la despreciaban y desesperaban de ella, por vana y carente de propósito (en griego, tele “misterios” es el plural de telos, “fin”).
La práctica de la filosofía como “un aprendizaje de la muerte” acaso se remonte a aquellas mismas experiencias iniciáticas. Esa concepción de la filosofía, según la cual la abstracción nos ejercita para la muerte en cuanto nos mantiene apartados del cuerpo, limitado y corruptible, la encontramos en Montaigne y, antes, en Cicerón y, por supuesto, en Platón, y quizá haya que rastrear su origen en Pitágoras y en el influjo temprano de Oriente en los pensadores griegos. Tal vez lo verdaderamente inmortal sean las creencias escatológicas que aquellos primeros filósofos articularon, a través de las cuales se dio un sentido a la existencia signado por la resignación, el desdén o el abierto recelo.
Ya sea como descenso iniciático o experiencia limítrofe, lo crucial es que esa “otra orilla” que se avizora en las cercanías conjeturales de la muerte siempre nos devuelve aquí, a la vida ordinaria, con sus esplendores y miserias, su presente inescapable y su finitud. A la manera de una puerta giratoria, la psique y sus condicionamientos culturales son el gozne de los vislumbres del más allá (en Occidente, el regreso del alma al cuerpo se vive con la certeza de que “aún no ha llegado la hora”, mientras que en Oriente se suele adjudicar a una confusión, a un error cósmico de tipo casi burocrático), y por más que la puerta parezca abrirse a otra dimensión, no deja de ser una experiencia humana, demasiado humana, cuyas implicaciones y significación solo tienen efecto en el arco breve de nuestra existencia.
En sentido contrario a esa concepción ultraterrena y más bien funeral de la filosofía, se diría que lo que buscamos de cara a la muerte es exactamente lo opuesto: un aprendizaje de la vida, en toda su fragilidad y magnificencia. Una reconciliación con el cuerpo, con sus grandezas y estrecheces. La aceptación de que cada acto pueda ser el último. Asimilar el estupor de que todo es fugaz y terminará por extinguirse. De que aun las obras inmortales de De Quincey o Agnès Varda se habrán de borrar como una inscripción en la arena, y que las personas que amamos se difuminarán también, como rostros entrevistos en sueños.
Ahora mi padre está muerto. Las sobremesas metafísicas se han terminado y debo reflexionar a solas sobre la vida después de la muerte. Mis hermanos hace años que tiraron la ouija a la basura y se han vuelto casi fantasmas para mí, mientras que mi madre responde a cualquier intento de comunicación ultraterrena con improperios de que la dejen en paz. Según las disposiciones de la naturaleza, rara vez morimos de súbito, e incluso un paro cardiaco fulminante sorprende a un cuerpo al que la muerte ya trabajaba en silencio y que, como observa Hazlitt, “se estaba convirtiendo en polvo, facultad tras facultad”. Sospecho que, en la hora final, mi padre no entendió lo que pasaba. Aunque siempre al acecho, la muerte es el acontecimiento más inclasificable y singular, el rito último, la monstruosidad intransferible, ante la cual nadie puede estar preparado. Eugène Ionesco dejó escrito que “cada uno de nosotros es el primero en morir”.
No sé si mi padre atravesó los giros atrayentes del túnel con una sensación de perplejo reconocimiento, como quien recorre un paraje familiar gracias a la iconografía. Y a pesar de que nadie escarmienta en cabeza ajena —menos si se trata de la experiencia final—, descubro que la pregunta por la vida después de la muerte puede tener un acento inmanente si se le da vuelta y se convierte en la pregunta —a la vez espiritual y práctica— por la vida que sigue, por la vida que no se detiene tras la muerte de un ser querido.
Imgen de portada: Hieronymus Bosch, Visión del tondal, ca. 1484. Museo Lázaro Galdiano