En agosto de 2021, tras más de un año de pandemia que dejó innumerables pérdidas de vidas humanas, el Estado mexicano estaba de fiesta. El motivo era la coincidencia de varias fechas terminadas en 21 que, según las autoridades y a pesar de los cuestionamientos de muchos historiadores, marcaban aniversarios que requerían celebraciones grandilocuentes; 1321: setecientos años de la fundación de Tenochtitlan; 1521: quinientos años de resistencia a la violencia colonial; 1821: doscientos años de la Independencia y 1921: cien años de la Revolución (de la que, por cierto, se habló poco). Entre eventos, obras monumentales como desfiles militares y un teocalli de cartón vuelto un espectáculo de luz y sonido, se inauguró la exposición La Grandeza de México. La muestra se presentó en dos sedes —el Museo Nacional de Antropología y la Secretaría de Educación Pública— bajo la premisa de que:
La grandeza de México no tiene que ver tan solo, ni principalmente, con su tamaño, con su población o con su economía, sino sobre todo con su diversidad cultural y natural, con la fuerza de las civilizaciones que nutren su larga historia, con la inmensa riqueza de sus territorios, con la determinación de sus pueblos que aun en las peores adversidades han sabido resistir, con valor, creatividad e ingenio, y forjar esta nación, capaz de mantenerse unida y vital en su pluralidad.1
En esta propuesta, el legado de las civilizaciones indígenas antiguas y de los pueblos originarios tenía un lugar privilegiado. Obras de factura indígena y notoriamente prehispánica ocupaban más de la tercera parte del espacio dedicado a la “grandeza nacional” y se exponían como la herencia de todos los mexicanos, pues se supone que su voluntad y resistencia representan la raíz de la cual “debemos” sentirnos todos orgullosos:
México es también la suma de hechos históricos que han puesto de manifiesto los procesos de cambio en el camino de la libertad y la búsqueda de la igualdad. La memoria, cimiento de la identidad, se conservó de manera particular en el mundo indígena, mientras que en los grandes asentamientos se sometía a influencias del exterior. Esa memoria, fortalecida por las lenguas originarias y el vínculo con su territorio, conservó y enriqueció las raíces culturales, fuente de la diversidad y el orgullo de los mexicanos.
Los planteamientos del gobierno actual no parecen tan distintos de los que el PRI y sus instituciones culturales hicieron durante décadas. Sin embargo, como señaló acertadamente la crítica e investigadora María Minera, en esta versión de la grandeza nacional no se incluyeron obras realizadas después de 1970, ni se diga de artistas vivos.2 La excepción fueron unas pocas piezas de artistas de pueblos originarios (como un cuadro de estambre Wixárika que cerraba la muestra en el Museo Nacional de Antropología) que, muy a pesar del discurso supuestamente progresista que las envolvía, se presentaban anónimas y sin fecha, atrapadas en un eterno presente etnográfico y sin el reconocimiento al trabajo creativo y a los derechos de sus autores individuales o colectivos.
Más allá de los rangos temporales y de las piezas que los curadores seleccionaron o dejaron de seleccionar, la exposición buscaba mostrar de manera tangible la labor del actual gobierno en materia de restitución patrimonial. Uno de los objetivos principales de la muestra era exhibir con bomba y platillo cómo, a pesar de contar con marcos legales nacionales e internacionales desde los años setenta, es este el gobierno que, como parte de su “misión transformadora”, está logrando recuperar para el pueblo de México el patrimonio del que había sido despojado tras siglos de colonialismo, extractivismo y violencia.
Es notable que, si bien nuestro país ha firmado acuerdos internacionales para garantizar la permanencia del patrimonio en su territorio, la administración actual llega tarde a las discusiones sobre políticas culturales que existen desde hace más de cinco décadas en diferentes latitudes, notoriamente desde que cobró fuerza el proceso de descolonización y devolución del patrimonio en países de Asia, África y Oceanía. En efecto, gran parte de las repatriaciones de colecciones y piezas de los museos coloniales ha respondido a denuncias de países como Grecia e Italia, y a reclamos de estados poscoloniales como Kenya o Nigeria o de comunidades indígenas en Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda.
En este contexto, México ha hecho poco para exigir el regreso de objetos y monumentos patrimoniales, quizás a excepción de los reclamos reiterados por los jefes de Estado desde hace décadas al gobierno de Austria, y retomados hace solo unos meses por el presidente Andrés Manuel López Obrador y su esposa, para la devolución del que se ha convertido en el objeto más emblemático del saqueo del patrimonio mexicano: el famoso Penacho de Moctezuma que se encuentra en el Weltmuseum de Viena. Sin embargo, ha habido reclamos y casos exitosos de repatriación más allá del Penacho. Aunque pocos lo saben, las primeras restituciones fueron obra del emperador Maximiliano de Habsburgo, quien logró el retorno desde España de un chimalli que se encuentra actualmente en el Castillo de Chapultepec y de la única copia existente del Acta de Independencia, resguardada por el Archivo General de la Nación.
En las últimas décadas, varios esfuerzos por parte de instituciones mexicanas culminaron también en la repatriación de piezas prehispánicas importantes, como el Relieve de Placeres del Museo Metropolitano de Nueva York en 1969, los murales teotihuacanos del Museo de Young de San Francisco en los años ochenta, y tres figuras de la Ofrenda 4 de La Venta en 2010, todos actualmente expuestos en las salas del Museo Nacional de Antropología (sin ninguna cédula que dé cuenta de su repatriación, por cierto).
Además de cartas y peticiones, el actual gobierno promovió su labor de restitución en los medios y las redes sociales con la campaña #mipatrimonionosevende, dirigida sobre todo a coleccionistas y casas de subastas que se dedican a vender, exhibir, resguardar e incluso a destruir obras consideradas patrimonio nacional para hacer NFT.3
Cada semana, desde hace meses, Los Pinos y el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) publican boletines de prensa que enfatizan el número de piezas recuperadas, como si la restitución tras actos de despojo y de violencia colonial pudiera ser contabilizada. He aquí un ejemplo de los últimos meses:
- El 14 de septiembre más de cincuenta piezas arqueológicas fueron recuperadas por las embajadas y consulados de México en Austria, Canadá, Suecia y Estados Unidos, gracias a la buena voluntad y conciencia de ciudadanos residentes en esos países.
- El 15 de agosto, 93 piezas fueron confiscadas a vendedores de un tianguis de la colonia Doctores, en la alcaldía Cuauhtémoc.
- El 10 de agosto se recuperó una escultura virreinal robada en 2022 del templo de Santo Tomás Apóstol en Jiutepec (Morelos) y que, tras la muerte de su dueño, fue legada a un museo en Dallas que, a su vez, puso la pieza a disposición de las autoridades estadounidenses para su devolución a México.
- El 2 de agosto se anunció la repatriación de 428 bienes arqueológicos decomisados por la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos y entregados al Consulado de México en Portland (Oregón).
- El 7 de julio se anunció que alrededor de dos mil piezas arqueológicas serían recuperadas por mediación del Consulado de México en Barcelona y gracias a la ayuda voluntaria de la familia del coleccionista catalán que las poseía.
Casi todas las piezas repatriadas en tiempos recientes fueron devueltas como gestos de buena voluntad o, de plano, por casualidad, y no por una política exterior centrada en el regreso de los miles de objetos dispersos en el mundo que fueron saqueados del país. Además, muchas de ellas, cuyas fotos han sido ampliamente difundidas por el INAH y supuestamente validadas por sus especialistas como auténticas, son claramente falsas.
Sin embargo, como mucho de lo que hace y propone el gobierno actual, lo más grave de esta campaña es que está basada en la apelación a la moral o la “buena onda” de la gente y las instituciones, y no en un proyecto real y contundente de la Secretaría de Cultura para asegurar que regresen al país objetos que forman parte del patrimonio nacional e históricamente han sufrido el extractivismo ilícito. #Mipatrimonionosevende ha sido más una bandera demagógica que un esfuerzo verdadero de recuperación y aplicación de las leyes mexicanas e internacionales para repatriar la enorme cantidad de piezas en colecciones extranjeras que sin duda deberían estar en México.
A pesar de sus muchas —y cada vez más frecuentes— notas y conferencias de prensa, el INAH y la Secretaría de Relaciones Exteriores —que han movilizado recursos y a sus agentes consulares para organizar estas repatriaciones— continúan sin precisar cuáles serán los destinos y usos de las miles de piezas recuperadas. Las bodegas del INAH están de por sí saturadas de objetos costosos de resguardar y pocas veces disponibles para que los estudien los especialistas, mucho menos para que sean expuestos a un público más amplio. De hecho, muchos museos —tanto nacionales como regionales y de sitio—, fundados en décadas pasadas para resguardar el patrimonio, están en condiciones precarias o han tenido que cerrar debido a los presupuestos cada vez más raquíticos que les otorga el Estado para llevar a cabo sus actividades.
En este contexto, vale la pena regresar a La Grandeza de México, el escaparate más público de las acciones del gobierno actual para recuperar lo robado al pueblo de México. Las salas estaban salpimentadas de frases como:
El patrimonio cultural y natural refuerza nuestra identidad como mexicanos. Su preservación es muestra de los avances a los que hemos llegado como sociedad.
Sin embargo, la exposición manejaba números engañosos y era también tramposa en su manejo de las colecciones. Por ejemplo, las vitrinas de la salas exhibían reproducciones de piezas como si fueran originales (el códice del Vaticano, entre ellas) y hubieran sido devueltas a México, o presentaban réplicas como recuperaciones recientes, por ejemplo, una de la máscara de jade de Calakmul cuyo original se encuentra, desde su descubrimiento y restauración, en el Museo de Arquitectura Maya Baluarte de La Soledad, en la ciudad de Campeche.
Los organizadores se jactaban de que, desde 2019, se habían logrado recuperar más de cinco mil piezas, de las cuales 677 estaban expuestas. De ellas, al menos la quinta parte conformaba un grupo de pequeñas hachas-moneda de cobre del posclásico tardío, dispuestas en una vitrina que el FBI entregó al Consulado de México en Miami (Florida). Esta colección fue adquirida en los años sesenta por un ciudadano estadounidense en una feria numismática celebrada en Texas. Casi medio siglo después, el sujeto decidió entregarla de forma voluntaria a las autoridades norteamericanas.
Las repatriaciones que se lograron en tiempos recientes y estaban expuestas en salas (algunas como la de una urna de Ocosingo sí son de celebrar)4 eran, como en los casos ya mencionados, el resultado de la buena voluntad de instituciones, académicos y coleccionistas, en su mayoría extranjeros, o accidentes y casualidades, y no logros de una política de Estado.
Mientras celebran las repatriaciones, las autoridades culturales y las instituciones mexicanas hacen poco por cuestionar sus propias prácticas patrimonialistas, que continúan saqueando objetos y monumentos de sus contextos locales, así como centralizándolos en museos y sitios controlados por el INAH, donde los declaran “arte” o “patrimonio” y, por ende, propiedad de la nación y no de las comunidades y territorios de donde provienen.
En México, el escaso debate en torno a los lugares, la custodia y los dueños legítimos de objetos y monumentos del pasado convertidos en colecciones de museos, así como sobre los artefactos hechos por personas y comunidades originarias contemporáneas, se debe al poderoso legado del indigenismo, política que desde hace más de un siglo justifica la apropiación de estos bienes en beneficio del Estado y de la “identidad nacional”.
Este es también el caso de otros contextos latinoamericanos en los que han sido realmente exiguos los casos en que artefactos y restos humanos se devuelven a las comunidades de las que fueron extraídos y no a los gobiernos nacionales a través de instituciones dedicadas a administrar el patrimonio. En 2022, en un acto de reconocimiento y restitución sin precedentes para cualquier nación latinoamericana contemporánea, el Museo Nacional de Historia Natural de Chile devolvió a su lugar de origen un moai, monumento de piedra icónico de Rapa Nui. Este fue recibido por los habitantes de la isla con ceremonias y ofrendas: no como arte ni como patrimonio devuelto, sino como un ancestro añorado que regresa a su territorio.
Para muchas comunidades y poblaciones de México, los objetos resguardados por el Museo Nacional de Antropología son también producto de violencias y del despojo forzado por el Estado, que se naturalizan debido al legado colonial de la legislación del gobierno mexicano y a la retórica populista que promueve la restitución, pero se niega a cuestionar de quién es y para qué sirve el patrimonio en casa.
Arrebatar y centralizar el patrimonio local en favor de los museos nacionales, o incluso regionales y estatales, fueron actos abrumadores durante gran parte del siglo XX. Hoy, muy a pesar de los discursos, el proyecto homogeneizante y autoritario del Estado con respecto al patrimonio no ha experimentado un cambio sustancial. Basta poner atención a los reportes de las excavaciones de “salvamento” arqueológico en el recorrido del Tren Maya, o a la “gran idea” de colocar una réplica de una escultura huasteca para sustituir al monumento a Colón en pleno Paseo de la Reforma (completamente descontextualizada de su lugar de origen), para ver que, lejos de restitución y justicia, lo que persiste es la misma apropiación y el mismo despojo desmedido de siempre.
Imagen de portada: ©Abraham González Pacheco, Los turistas III, de la serie The Mexican Monument, 2015. Cortesía del artista
“La Grandeza de México”, Museo Nacional de Antropología. Disponible aquí ↩
María Minera, “La grandeza de México (según la 4T)”, Nexos, 15 de septiembre de 2022. Disponible aquí ↩
Estas son las siglas de “Non-Fungible Tokens”. Se trata de un activo digital encriptado único y transferible que se emplea para representar la propiedad de artículos únicos. [N. de los E.] ↩
Ver J. Lozada Toledo y J. W Palka, “La colaboración en el diseño de mecanismos exitosos para la repatriación de un cilindro efigie maya de cerámica a Chiapas, México”, Revista de Arqueología Americana, 2022, núm. 40, pp. 183-195. ↩