dossier Feminismos NOV.2019

Mi parto

Fragmento

Frida Cartas

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Yo en tanto trans soy la mujer, la madre y la hija, me autoparí. Y esto que puede sonar a súper poderes o a una triada divina, la verdad no es así. Mi embarazo, aunque planeado y deseado, no fue nada fácil. El sólo hecho de concebir la idea de gestar a Frieda Frida me confrontó con muchos fantasmas y, por ende, con el miedo. Les platico. En 2010 cuando todo el país enardecía en Twitter porque cada 100 años el pueblo se levanta y hay una revolución (1810, 1910, ¿2010?), yo me encontraba acompañada en terapia por violencia en la pareja. Ese diván al que yo asistía para resolver conflictos “en nombre del amor” y un ideal de proyecto de vida, sin esperarlo me llevó por otros caminos. Fue una tarde, en la acostumbrada sesión, una tarde fría y lluviosa, (cómo olvidarlo) donde yo miraba a través del vidrio el agua caer, y a lo lejos escuchaba una cantante que practicaba su voz con el piano en vivo (el consultorio estaba en el patio de una casona privada en Coyoacán donde habitaba una cantante de ópera), un poco distraída y no, la terapeuta me preguntó: —Y tú, Freddy, ¿te sientes más hombre o más mujer en el matrimonio, en el hogar, en la cama…, en general? —¿Cómo? —Titubeé. —¿Te sientes más hombre o mujer? —Repitió ella. Y esa pregunta, esa sola pregunta que pareciera tan obvia en la propia vida de cada quien, esa pregunta tal vez para ella rutinaria y parte de su trabajo, fue el detonador que me descompuso (¿o compuso?) y terminó por desconfigurar en mí lo que jamás se había configurado plenamente. Fue un puñetazo que me tumbó no al diván, sino al pasado, a toda mi vida atrás hasta entonces, a muchos años ya vividos: a mi infancia, mi adolescencia, mi educación escolar, mi carrera, mi familia, el inicio de ese matrimonio ahora en terapia (porque yo me casé, ah, con firma ante el juez, el corazón hinchado de romanticismo y ese amor de novela, que tanto enferma y duele sí, pero que una no conoce hasta que lo tiene enfrente). No supe qué contestar allí, no supe qué decir en ese momento porque yo ya no estaba en el lugar aunque mi cuerpo seguía presente. Mi mente en imágenes de 24 por segundo me había transportado al pasado, y todo acontecía delante de mí en un cúmulo de recuerdos y vivencias… Y de dolores, de caras y colores, de voces y personas, de espacios y regaños, de castigos y maltratos, de violación y abuso sexual, de lo que ahora muy derechohumanistamente llaman bullying, y de escarnio social, que a esa edad no sabes qué es escarnio pero sucede. Todo pasaba. Me fui noqueada a casa junto con el hombre que una vez amé incluso más que a mí misma, y en ese mar de recuerdos alcancé a recordar también que en algunas sesiones donde llegamos temprano me dio por mirar la biblioteca de la terapeuta, y un libro con la silueta de un hombre y una mujer, en colores azul y rosa, en su pequeño librero, llamó mi atención y hojeé. Ese libro aparecía ahora en mi mente como un imán, aparecía incluso insistentemente al cerrar los ojos como aparece la maculopatía serosa que desde años padezco: Deshacer el género. Su autora, Judith Butler.

Jamee Crusan, Of the Sun and Moon, 2015. Cortesía de la artista

De modo que ese centenario y profético año donde la afamada revolución no le llegó al pueblo, sí fue en cambio, curiosamente, el inicio de mi propia revolución. El psicoanálisis fue lo que me llevó a las teorías de género, y las teorías de género al feminismo, y el feminismo al lesbofeminismo, y el lesbofeminismo a devenir transexual, y el devenir transexual a escribir esta historia. Comencé a leer Deshacer el género y otros más, a revisar cualquier ensayo, artículo o texto relacionado con género que aparecía delante de mí (Marta Lamas, Beatriz Preciado —que a saber qué nombre tiene ahora—, Teresita de Barbieri, y hasta con Bauman, Foucault y Marcela Lagarde me topé). No es que cada texto me enseñara o revelara “una verdad”, es que cada explicación, disertación o dilucidación era revivir el pasado y comprender más claramente lo que yo misma había sentido… Vivido, experimentado, lo que a mí misma me había atravesado y no supe nunca nombrarlo. Comencé a sentirme, cómo decirlo, menos atada, menos culpable, menos “monstruo”, más yo. Comencé a fluir. Desde ese momento todo lo que acontecía en mí y en mi vida, comencé a percibirlo con un análisis de género desde mi sentir y mi propia verdad. “Todos los caminos conducen al género”, interpretó nunca un famoso cantante. Cuando los meses pasaron y ese año acabó, yo fui comprendiendo que nunca me sentí ni viví hombre, pero jamás me había imaginado que pudiera ser una mujer (porque ya saben, mujer es una chica rubia delgada que aparece en revistas). Y ahí aparecían los fantasmas: Cuando se burlaban de mí (hablas como niña, pareces niña, corres como niña, te sientas como niña, peleas como niña, lloras como niña). Fantasmas que lo mismo encarnaban los vecinos, los compañeros escolares, las maestras, las gentes en la calle, en el transporte, en la banqueta de mi casa, en la fila de las tortillas… O en mi papá. Fantasmas que no se fueron con el tiempo y estuvieron en la infancia, en la adolescencia y hasta en la vida universitaria. Fantasmas que no se cansaron nunca y siguieron estando aun con la compañía de él, mi esposo (el amor no lo puede todo, ¿viste?). Cuando los meses pasaron yo entendí que la feminidad que siempre me habitó no era vergonzosa ni símbolo de debilidad alguna, ni ninguna mierda cultural de ésas que se dicen tanto a diario con la mente cerrada pero la boca muy abierta. Cuando los meses pasaron yo supe libremente que mi feminidad era hermosa, y no me hacía un “hombre afeminado”, sino una persona femenina, siempre femenina. Y que la feminidad era simplemente otra manera de ver el mundo, sentirlo… Y habitarlo. Supe que la feminidad no es la imagen ni el estereotipo que insisten en vendernos, sino que la feminidad es parte intrínseca de la sexualidad de las mujeres, de nosotras las mujeres. Así surgió la idea de gestar a Frieda Frida y lo planeé. Ahí inició este devenir. Decidí, pues, con toda la alegría que genera una libre elección, embarazarme de mí. Y recuerdo que para dejarlo por escrito, una noche redacté un texto, el primer texto de transgresión y feminismo que escupí… Y esculpí:
Hace días vi el documental _Man for a day y fue simplemente esclarecedor. Así que voy a intentar poner aquí toooodo lo que ahora está saltando en mi mente como fuegos artificiales. Y os aviso que será largo largo, para que se prevengan, o lo dejen aquí. Están a tiempo de huir y no sentirse ofendidxs. Siempre tuve claro que aunque nací con un pene no era un hombre, y que al no sujetarme tampoco a los estereotipos de género femeninos y mucho menos al esencialismo genital, jamás podría llegar a ser una mujer como se conoce en esta sociedad patriarcal. Y entonces por muchos, muchos años, me sentí no menos que un monster. Y sufrí en demasía. Desde pequeñita, al no tener la apariencia fuerte, ruda, agresiva, dura, del niño que dijeron que era, y de pilón poseer esta voz aguda, fui catalogada como “maricón” y maltratada como mujer, por mi voz, por mi apariencia frágil, sensible, por mi apariencia bella y tranquila. Pero nadie me preguntó qué sentía yo, y lo que es peor, nadie me informó nunca que tales o cuales rasgos o etiquetas no son realistas y no determinan la forma en que nos sentimos las personas. Y que eso que se cataloga como “femenino” no es la feminidad de una mujer, sino el ser femenino que los hombres han construido para ellas, a conveniencia y función de ellos. En esta cinta, Diane Torr, que es activista de género, lleva al extremo precisamente esta farsa social de representar un papel en el mundo heteropatriarcal: los roles masculinos de hombre y los roles femeninos de mujer. Los únicos aceptados y “normales”. Entonces, como decía, yo nunca me sentí un hombre porque lo que la sociedad y mi familia me enseñaron que eso era no estaba en mí, en mis juegos, en mis emociones, en mis pensamientos, en mis deseos, en mi cuerpo, en mis formas de relacionarme con el mundo y todo lo que lo rodeaba. Yo no quería, por ejemplo, sudar corriendo ni pateando pelotas. Yo no quería trepar árboles ni volar papalotes. A mí mucho menos me interesaba jugar a las luchas. Y todos los carros y monos de superhéroes que me regalaban en Navidad o cumpleaños me gustaban, pero como adornos en las repisas de mi habitación. Odiaba cuando papá o mamá querían ponerme novias o que les diera besos a otras niñas cuando nos presentaban en familias. Yo lloraba, por ejemplo, contemplando un animal muerto y pensando en lo injusto de su deceso, acariciaba un atardecer lluvioso; yo sentía nostalgia con un cuento, un libro, un sueño, el mar. Y en general lloraba cuando me daba la gana llorar. Yo buscaba siempre la manera y el tiempo para estar conmigo y sentirme, disfrutarme diferente. Mi madre intentó miles de veces ponerme botas y pantalones vaqueros, por aquello de que vivíamos en el norte y así vestían a todos los niños. Pero a mí siempre me gustaron los shorts y las remeras. Una vez en la última fiesta de la primaria, sexto grado, me dejaron escoger los pantalones y escogí uno de pana rojo, y uno de mezclilla amarillo, y tomé unos convers violetas. ¡Pum! Yo no podía jugar con mis hermanas a peinar muñecas, o al salón de belleza, ni a bailar, ni a saltar la cuerda, porque sentía que gastaba una energía innecesaria. No podía jugar con otras niñas que no hicieran eso, porque la separación social es tajante sólo por las lecturas y scanners culturales: las niñas juegan con las niñas y los niños con los niños. Me sentía tonta moviendo mi cuerpo de las formas que fueran (bailando, brincando, corriendo, saltando cuerdas, etcétera). Sólo estaba la fascinación por querer nadar, y que nunca me llevaron a aprender porque nadar “era cosas de ricos”. Me sentía tonta hablándole a muñecas de plástico, perdón. Prefería hablar conmigo. Mi madre nunca fue una mujer feminizada, jamás usó vestidos ni se depiló, ni usó maquillaje, ni bolsos, ni zapatillas, y aprendió cosas de albañilería… A lo mejor por eso tampoco me gustaron nunca el maquillaje, ni los bolsos, ni las zapatillas. Porque con mi madre era con quien pasaba la mayor parte del tiempo. A su lado. Eso sí, trabajos de plomería, albañilería o reparaciones de casa que ella hacía, jamás hice. A mí lo que me gustaba era bañarme. Estar siempre limpia. Ir a la playa. O estar simplemente sentada, tranquila, sin hacer nada más que ser consciente de lo que pasaba en mi entorno, de lo que pasaba por mi cuerpo y mi cabeza. Pero nunca me dejaron. Cuando me veían así estaban siempre encima de mí. Estar sola e intentando ser consciente era cosa de niños locos. Y a la playa no me llevaban regularmente, pues hacía calor… Siempre hacía calor en Mazatlán. Entonces crecí (omito aquí la larga y horrenda parte de tener un papá militar dictatorial y una mamá rebelde que nunca fue el prototipo de esposa servil y obediente, y toda la violencia que siempre hubo por ello en ese matrimonio y hogar). Descubrí que parte de mi deseo sexual era por niños. Por los cuerpos y caras de los niños. Por sus piernas y sus labios. Así que además de no pensarme hombre, parecía que socialmente era homosexual, cuando la cuestión ahí era muy heterosexual. Vaya manera de retorcerle el rabo a la marrana. Pero ahora que vi el documental me compuse, y es que Diane Torr dijo dos cosas en su taller performativo de roles de género. Una es que los hombres salen de casa al mundo, a la sociedad, sintiéndose dueños del piso, de la calle, de cada paso que dan, de cada silla donde se sientan, de todo lo que tocan y ven. La otra es que salen para observar, para mirar, no para ser observados ni mirados. ¡Claaaaro! Y entonces todo vino a mi mente como en flashback. Yo nunca pude ejercer el rol de género hombre, pero si algo hice, de manera inconsciente, fue ejercer en mayor medida siempre el rol de género mujer (porque aunque no me sentía en ninguno, es claro que esos dos géneros fueron lo único que aprendí, y no conocía la amplia gama de posibilidades). Yo hasta la fecha sigo saliendo a la calle con ganas de que nadie me volteé a ver, ni siquiera para que me liguen. Me siento observada y no una persona observadora. Y la sensación es mortal. Menos me siento con autoridad para ser dueña de algo o de alguien, para tomar algo como mío o hacer algo para agredir a alguien. Me dan miedo las miradas, me da miedo alzar la voz. Desde pequeñita hasta la universidad, salir de casa era enfrentar los silbidos de los hombres, los besos tronados e inmediatamente las risas burlonas y asesinas (“por joto, por maricón”). Salir a la calle siempre fue incluso correr cuando intentaban acercarse para agredirme. Por eso entiendo cuando hablan de acoso y de abuso sexual. Y conozco el calor y hormigueo que invaden el rostro en ese momento, deseando desaparecer. Sé lo que se siente que alguien te toque para satisfacer un deseo sexual cuando tú no tienes deseos iguales. En el documental, además, se muestra cómo Diane Torr les enseña a las mujeres (porque esto no es travestismo) el rol de hombre en la sociedad: cómo sentarse, cómo caminar, cómo gesticular, cómo mover las manos, los ojos, la cabeza, los pies, cómo no sonreír, cómo ser observador… Para reflejar en la práctica justo esta idea de superioridad y de dominación. Y lo logra en una semana. Me sorprendió fuertemente ver cómo consigue que cada una pueda hacer la voz grave (“de hombre” y alzarla. Me acordé de dos clases de karate a las que fui (porque si bien es cierto que no me sentía hombre, sí intenté varias veces hacer algo por encajar en ese género y no sentirme más el monster que me sentía o el castigo social de mi padre y otros entornos) cuando tenía 11 años, dos clases nada más, porque el maestro me pedía que gritara al tirar patadas y golpes. Un ejercicio similar que Diane les pone a las alumnas. A mí me fue imposible gritar. Me es imposible. A mí me enseñaron que las mujeres vienen del planeta del silencio y que no tienen voz (por fortuna este devenir transexual me lo ha podido sacar de la cabeza, y ahora además de cuerpo, de mujer y de revolución, soy voz). Que no era hombre me quedaba clarísimo, que no pude llegar a ser mujer y que no llegaría a serlo jamás me tenía en duda. Y con el documental me he dado cuenta de que ni siquiera hace faltar tener vulva para vivirme mujer. Como tampoco hace falta tener pene para ser hombre. Hasta el cuerpo ese que “se nos da por biología”, puede ser moldeado con relación a una función social (y se me ha venido asentado en la cabeza toda esa teoría de género y feminista que he absorbido recientemente).

Joseph Liatela, Surface Tension 1 (detalle), 2017

Si partimos de que el sexo “biológico” con el que nacemos (mujer, hombre, intersexual) es una cosa “natural”, y el género (código binario Mujer-Hombre) es otra distinta, “social” digamos, o “biopolítica”, dijera Foucault, que no tienen que ir de la mano una de otra ni determinarse, hasta ahí vamos más o menos clarxs… Pero la misma teoría feminista y de género me ha enseñado que existen posibilidades trans, binarias de transición o no… “Migrar” (en mi caso) con todo y pene a ser mujer, o “pasar” de hombre a mujer adaptando una vagina estética por medio de cirugías y diciendo adiós al pene… ¿Pero qué hay si teniendo pene no quiero pasar a ser mujer, y tampoco teniéndolo quiero ser hombre? Ni en lo transgénero ni en lo transexual. ¿Qué soy? ¿A fuerza tengo que tener un género? ¿Cuál sería el género para una persona intersexual que no es mitad hombre ni mitad mujer, sino intersexual, ninguno de los dos sexos educados como naturales y únicos? Ése podría ser a lo mejor el mío. Ya, ¿pero si no soy intersexual podría tenerlo de todas formas? Vuelvo a lo mismo, ¿por fuerza hay que elegir un género y un rol de género? ¿Por fuerza sexo y género tienen que embonar? Me gusta mi cuerpo así como es y está. Me siento cómoda así. Y es que conociendo ahora sobre la configuración social del género (ese representar un papel como un guion escrito de antemano para una obra de teatro como la vida) y sobre feminismo, no acepto ni aceptaré para mi vida que se me siga leyendo hombre, porque no lo soy. Y esa lectura social sobre mí es la primera de las grandes violencias que he aguantado tantos años. Algo tengo que hacer. Hoy día me tiene hasta el hartazgo incluso la etiqueta homosexual que también se ha impuesto por ideas naturales y esencialistas. Estoy harta del culto a la virilidad y de la obsesión por el tamaño del pene que abunda en el mundo gay. No voy con las modas, y una vez más me resisto a los clichés. Hoy día para mí ser gay no es una orientación sexual, sino ser parte del sistema capitalista y heteronormativo. El sistema ha captado a la homosexualidad con el discurso treta de los derechos. Y la sociedad tiene expresiones incluso como “pobrecita, él ya nació así”, mientras que para las lesbianas tiene un “es que no ha encontrado un hombre que la sepa tocar”. Lesbiana sigue escapando al sistema. Entre los gays está la misoginia del “soy hombre y me gustan los hombres”, como dejando tajantemente claro que cero feminidad y nada que sea femenino o de mujer, porque qué asco. Perdón, pero la discriminación vía la “homofobia” (sí, así entre comillas) viene por la feminidad y la relación con los roles de género (enseñados y practicados), viene por la misoginia, no por lo gay. Al que “no se le nota” nadie lo discrimina. Yo necesito, pues, una identidad de lucha, un posicionamiento político, para seguir en la deconstrucción del género y los roles. Y lo he encontrado maravillosamente en las lesbianas feministas, en las lesbianas que no se definen como mujeres porque son prófugas del género y del sistema. Porque con quien me acueste, con quien me lama, con quien me ensalive, con quien me folle, con quien sude y me revuelque a nadie le importa, finalmente. Hay lesbianas que no son feministas y hay lesbianas que sí lo son y también se sienten a gusto con el rol de género mujer y otras no. La peña es amplia y diversa. Pero yo he conocido lesbianas que son feministas y que no se definen como las mujeres del mundo social. Ahí me he sentido identificada. En ese grupo que no quiere ser aceptado por la norma y el régimen, el grupo que no quiere cambiar al sistema sino destruirlo. En las lesbianas feministas que intentan dinamitar el código binario y que no están defendiendo su derecho a comerse un coño ni a amar a una mujer, porque inteligentemente saben que es un derecho humano que tienen desde el día que nacieron. ¿Pedir permiso para disfrutar el propio cuerpo? No, gracias. Las mismas lesbianas feministas no mujeres, a las que no les importan las cuotas de género ni se alardean ni hacen fiestas cuando una mujer es nombrada ministra ni presidenta ni líder ni na… Porque al ser prófugas del sistema no celebran la llegada de ninguna mujer al poder. Eso es una muestra fehaciente de cómo el sistema está comenzando a captar también a los feminismos. A hacerlos suyos. Así que si tengo que elegir una identidad de género, me quedo por lo pronto con el vivirme trans y lo dejo ahí… Reivindico en lo trans la transición sí, pero hacia la libertad y el fluir, no “al cambio”. Puedo portarme y comportarme como quiera y como me sienta en paz. Femenino o masculino, ¿o uno y otro? ¡No vivo para cumplirles estándares! Con una mano deconstruyo a la clasificación sexo-género, al código binarista, y con la otra construyo mi propio espacio, mi propia libertad; me construyo trans. […] Me nombraron Freddy, pero ahora yo me nombraré Frieda Frida, y soy trans. Soy lesbiana feminista y me niego a ser mujer como se nos ha enseñado en esta sociedad patriarcal que se tiene que ser mujer. De aquí en años venideros voy con todo. Y nada me va a parar. “The feminazi is coming foy you”, beibi.


Escucha el Bonus track de Frida Cartas, con Fernando Clavijo

Fragmentos tomados de Frida Cartas, Cómo ser trans y morir asesinada en el intento, edición de la autora, Ciudad de México, 2017. Se re­produce con autorización.

Imagen de portada: Joseph Liatela, Artful Concealment and Strategic Visibility, 2018