Algunos comentan en el pueblo que el nieto de la Gorda se va a tirar. Lo saben los amigos que viven al lado de la panadería y los cercanos a la iglesia pentecostal. Si el servicio de meteorología del Noticiero Nacional anuncia buen tiempo, el nieto de la Gorda se tira mañana mismo por Playa Baracoa, un poblado pesquero a las afueras de La Habana.
El muchacho tiene 18 años, y los otros ocho que piensan tirarse al mar con él tienen entre esa edad y 22. Han reunido el dinero suficiente para armar un barco. Lo primero fue comprar el motor Lombardini de pipa de agua: 35 mil pesos cubanos. Luego las tablas, veinte pesos cada pie. Los tornillos de aceroníquel, 25 cada uno. La propela, 5 mil pesos. El timón, 2 mil. La resina para sellar huecos, mil 900. El petróleo, cincuenta pesos cada litro. Y la poliespuma, que les salió gratis. También han juntado pan, agua, azúcar y limón. Sobre todo azúcar.
La Gorda ha estado de acuerdo en vender un refrigerador y el televisor de la casa para que se tire su nieto, que sabe del mar y ha hecho pesca submarina desde los 12 años para ayudar a la familia.
Cada noche los futuros tripulantes de ese viaje rumbo a la Florida se sientan frente al televisor para ver si el tiempo mejora. Mientras haya marejadas estarán quietos y le dará tiempo de hacer los últimos ajustes a quien les está construyendo el barco, el padre del futuro timonel, algo así como un capitán de 19 años.
Es sábado y el nieto de la Gorda, que lleva nueve meses en el servicio militar obligatorio, ha salido de pase con su mochila verde olivo y la ropa sucia para que su abuela la lave. Todos han acordado que si el tiempo mejora mientras él esté en la unidad 1871 de Pinar del Río nadie se tirará hasta que se pueda escapar.
Por lo demás, todo está listo. Tienen un GPS digital que los conducirá directo desde la costa del pueblo hasta Cayo Hueso, una isla en Florida. Llevan herramientas por si el barco falla en la travesía. Al nieto de la Gorda lo esperan su papá y un tío en Miami.
De no darse el viaje, de ser interceptados por los guardacostas cubanos, les decomisarían el barco y pagarían cada uno multas de hasta 5 mil pesos. El nieto de la Gorda, además, podría pagar con hasta tres años de cárcel por estar en cumplimiento del servicio militar.
Eso le preocupa, obviamente. Y le angustia lo que pueda sucederle, ahora que se desconoce el paradero del hijo de Gelasio, quien se tiró hace unos días al mar en un bote con su esposa y su hijo de cuatro años, y no se tienen noticias de ellos. Estuvo vendiendo en su muro de Facebook su casa con tinacos y carro incluidos. Era obvio que se iba a tirar. Gelasio confía en que su hijo esté en México o que vaya a aparecer en las Bahamas.
Playa Baracoa, una localidad pesquera de casi 8 mil habitantes según el último censo de población, está prácticamente desolada.
Recientemente la fiebre de la emigración ha invadido toda Cuba, ese cuerpo cadavérico que no se recupera. Hasta julio del año fiscal 2022, un total de 177 mil 848 cubanos llegaron a Estados Unidos por vía terrestre, y 5 mil 421 se han lanzado al mar. En menos de dos años este éxodo superó la suma de las más grandes crisis migratorias de la historia de la Revolución cubana: el Mariel en 1980 (125 mil), la crisis de los balseros en 1994 (34 mil 500) y Boca de Camarioca en 1965 (unos 5 mil).
En Baracoa algo muy contagioso va de barrio a barrio, de casa a casa. Todos quieren irse de la isla. Nadie está dispuesto a soportar los apagones de hasta dieciocho horas que han vuelto a ser parte del día a día, ni las largas colas para comprar pollo, ni el tedio. Prefieren agarrar un bote y lanzarse al mar. Es gente que ha crecido en el arrecife, las olas impactan las paredes de sus cuartos, el salitre carcome sus equipos electrodomésticos. Tan cerca están del mar que no pueden tenerle miedo. Respeto sí, no hay nadie en Baracoa, ni los pescadores veteranos, que no respete el mar en su justa medida.
Baracoa es un pueblo que no disiente del sistema cubano hacia dentro, sino hacia afuera. Cuando el 11 de julio de 2021 miles de ciudadanos de varios puntos del país se lanzaron a las calles hartos de la crisis alimentaria, sanitaria y política, de Baracoa solo salió a protestar un joven de 20 años que ahora cumple seis de prisión. El resto ha estado planificando su travesía a Estados Unidos. Los que han podido pagar hasta 13 mil dólares a coyotes por un viaje de Nicaragua a la frontera de México no han dudado en largarse. Los demás se han tirado al mar.
Se tiró al mar toda la familia de Ernestico, mi amigo del barrio, en un bote que cargó en total a veinticinco personas, entre ellos siete menores de edad. Se ha ido mi familia y también los vecinos del barrio. Si la familia se va, uno sabe dónde encontrarla, ¿pero dónde uno encuentra el barrio otra vez?
La única estación de policías de Baracoa amanece siempre con al menos dos o tres barcos decomisados en sus instalaciones. Han situado alrededor del pueblo a varios oficiales para que vigilen e impidan las salidas ilegales del país. Todos comentan que uno de esos guardias también se montó en un barco y se fue junto a una familia del barrio La Loma. Llegaron en perfectas condiciones.
Se tiraron en julio Alejandro, Daniel y Jeison, de 29, 27 y 19 años. Era la cuarta vez que lo intentaban. No puede decirse que en el pueblo fueran grandes amigos, pero se inspiraban confianza los unos a los otros.
Con los ahorros de toda su vida el trío armó un bote de tres metros de largo y noventa centímetros de ancho. Salieron rumbo a Cayo Marquesa, Florida, en la madrugada desde un punto ubicado a unas pocas cuadras de la estación policial del pueblo. Mientras algunos amigos vigilaban, otros agarraron el bote y lo trasladaron al mar. Cargaron con pan, galletas, chocolate, caramelo, azúcar, dos cargadores portátiles y dos teléfonos celulares con la aplicación de mapas offline OsmAnd.
Jeison manejó hasta el mediodía. No había mucho oleaje. A cada rato otro de los tripulantes asumía el timón mientras el resto dormía. Ya en altamar, Alejandro tuvo conciencia de donde estaba. “Ahí tú miras a los lados, todo es mar, no ves tierra, y dices, ¿dónde yo estoy metido?”, cuenta.
Justo a las 2:30 a.m. del día siguiente el motor se rompió y quedaron a la deriva. El último residuo de batería en sus teléfonos marcó que estaban a cuarenta kilómetros de Cayo Marquesa. Estaban perdidos. Remaron en vano. Sus bocas resecas por el sol y el salitre. “Lo único que pensaba era en mi familia, en mi niño de un año, en todo lo que dejaba atrás, en morir sin que nadie supiera dónde”, recuerda Daniel.
Cuando ya a las tres de la tarde un barco de pesca se les acercó, los tres supieron que iban a ser delatados a las autoridades estadounidenses y retornados a Cuba. Agarraron un cuchillo y se pusieron en fila. Daniel le encajó a Jeison el cuchillo en la barriga, haciéndole una herida de la que brotaba sangre sin parar. Alejandro cortó a Daniel en la espalda y se negó a que sus amigos lo hirieran a él, ante el espanto de dañar su cuerpo de tal modo.
Cuando llegaron los servicios de la Guardia Costera, los tres comenzaron a pedir auxilio. “He hurt, he hurt. Blood. So much blood”, gritó Alejandro, el único que sabía algo de inglés.
Auxiliaron a los dos heridos y a Alejandro, quien dijo que no se separaría ni un instante de sus amigos. Los trasladaron a otro barco. Como la herida de Jeison parecía muy profunda, fue llevado directamente hacia Estados Unidos. Daniel fue atendido en el mismo barco.
Luego Daniel y Alejandro pasaron a otra embarcación, el llamado “barco madre”, encargado de reunir en altamar a los balseros y regresarlos a sus países de origen. Recuerdan haber contado casi cien balseros allí entre cubanos y haitianos. Incluso se encontraron con una familia de Baracoa que también se había lanzado al mar y que ahora regresaba al pueblo para en algún futuro volver a tirarse.
También vieron a David, un amigo que no logró llegar a tierra y con quien planearon la última de sus estrategias. Como la herida de Daniel pudo ser fácilmente suturada no había forma de que por esa vía lo trasladaran a Estados Unidos. Serían retornados a Cuba. Entonces planearon tirarse de un primer piso del barco para partirse la clavícula y las costillas, pero a David se le ocurrió algo que podría ser mejor.
Los toldos del barco madre tenían unas presillas de poco más de seis centímetros que todos iban a tragarse. Mientras los oficiales de la Guardia Costera se encontraban en la parte trasera del barco escuchando música y pasando el tiempo, Daniel, Alejandro y David se les pararon enfrente, a más de un metro de distancia. Contaron hasta tres, les mostraron las presillas y se las tragaron.
Los oficiales no se explicaban qué estaba sucediendo. Los esposaron. Alejandro comenzó a llorar. Pasados unos minutos fingió retortijones, malestar en el cuerpo. Un médico les preguntó por qué hacían tal cosa, por qué ponían sus vidas en peligro de tal manera, a lo que Alejandro respondió llorando: “Médico, safe my live, help us, no back to Cuba, hospital please, hospital”.
Daniel también fingía no estar bien, pero no podía mirar a Alejandro porque le provocaba risa verlo poniendo los ojos en blanco como si le quedara un instante de vida.
Fueron desesposados y llevados en una lancha a tierra para recibir atención médica en un hospital de Cayo Hueso, donde un doctor les dio laxantes para que expulsaran las presillas. Luego los trasladaron al centro de detención Krome, del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas.
Dos semanas después, junto a sus familiares en Miami, Daniel contará que ya expulsó la presilla y Alejandro que no está seguro, no la ha visto, pero podría ser que sí. En el centro de detención les dieron unos documentos que no entienden, pero ya tienen cita con un abogado para definir su situación migratoria. “Ya yo estoy aquí, y si mañana me dicen que tengo que virar para Cuba, cojo una soga y me guindo”, asegura Daniel.
A finales de agosto todos hablaban en Baracoa de cómo tres jóvenes, hijos de militares, se habían herido y comido unas presillas con tal de llegar a Estados Unidos. También se supo que se tiró al mar un vecino apodado el Mal Llevao, pescador de toda la vida. Se fue además Vivian la dulcera, con su familia. Se supo que los cadáveres del hijo de Gelasio, el de su esposa, su hijo y varios migrantes más fueron encontrados en algún punto del poblado Guanabo, al este de La Habana. Se comenta que los estafaron mientras intentaban salir ilegalmente del país, aunque no existen informes de las autoridades que lo confirmen.
Se conoció además que el barco donde se iba a tirar el nieto de la Gorda fue decomisado por la policía. Pero de todas formas se va a tirar, porque es sabido que quien lo intenta una vez lo intenta dos veces y que todo el mundo se está yendo. El pueblo está triste, y el país más.
Imagen de portada: Balsa en el mar, 1994. Fotografía de USCG Historian’s Office. Duke University Library/Flickr