La religión dionisiaca en sus diferentes expresiones, como lo fueron el orfismo y demás cultos afines, conciliaba la exuberancia de la vida y el sexo con el anhelo espiritual y el miedo a la muerte. Dios del arrebato místico y liberación de fuerzas tales como el amor físico y el poder femenino, Dioniso, acompañado de su séquito de bacantes, sátiros y selenios, sobrevivió a la embestida de la Iglesia católica contra el paganismo de manera antitética: por un lado, los apetitos que la orgía sagrada liberaba se le atribuyeron al Diablo (en su imagen de sátiro) como mera lujuria o al dios Príapo (peludo patas de cabra, cuernos y cola); por el otro, la pasión, tortura, muerte y resurrección que padece el dios en una de sus vertientes míticas llegaron a asociarse con el Cristo. Concebido por Zeus en una de sus tantas escapadas con una mortal a espaldas de su celosa consorte, Dioniso (también conocido como Baco entre los romanos) tendría que haber sido un semidiós, un héroe como otros tantos vástagos del padre del Olimpo (Hércules, Minos o Perseo, por ejemplo), encadenados a la condición humana y con un destino heroico que cumplir. Ocurre que cuando la diosa Hera, custodia de la fidelidad y las leyes del matrimonio, cayó en cuenta de la infidelidad de Zeus con la princesa Sémele, embarazada ya de Dioniso, acudió bajo la apariencia de una anciana para convencerla de pedir a su marido que se mostrase en su esplendor divino cuando la visitara. Fue cosa de primero hacer que Zeus jurara por la laguna Estigia, compromiso del cual ni los dioses podían retractarse, que tratara de disuadirla sin éxito, y después hacer que la princesa cayera fulminada ante la visión deslumbrante del dios del rayo, quien de inmediato se preocuparía por rescatar al feto entre las cenizas y coserlo a uno de sus muslos, en parte para esconderlo de Hera y en parte para concluir su gestación. El dios del vino nace, entonces, no de una mortal sino del cuerpo del mismo Zeus, por eso es un dios nacido dos veces y destinado a resucitar.
Su lugar se halla en la cima del monte Olimpo, morada de los dioses, pero a diferencia de estos, Dioniso prefiere las grutas y convive con los mortales más que los demás dioses, quizá porque también tiene una familia humana con la que interactúa al punto de la intriga; como cuando Ágave, una de las hermanas de su madre, sostiene que Sémele tenía un amante mortal y, solo para justificar su embarazo, afirmaba que el padre era Zeus, razón por la que el dios la habría castigado y convertido en cenizas. La venganza de Dioniso contra esta familia es el tema de Las bacantes, obra magna de Eurípides. El dios mismo relata su historia en la introducción de esta tragedia que se presentó un par de años después de la muerte del autor hacia finales del siglo V a. n. e. en el festival de Dionisia. Del hijo divino de Sémele sorprende la inmediatez de su contacto con lo humano, la compañía constante de mujeres, su recorrido por regiones específicas del mundo helénico, Asia Menor y quizá la India. Si se quiere racionalizar la mundanidad del dios, habría que mencionar que su principal atributo, el vino, es accesible a cualquiera, ya sea rico o pobre, trabajador del campo u orfebre en la ciudad, poeta o filósofo. Bendición que alivia penas y fatigas, la presencia de Baco se deja sentir desde el primer trago: las libaciones, gotas de vino derramado, se practicaban en banquetes o a cualquier hora del día, no solo en rituales y ceremonias importantes. Divinidades de la Tierra, el Cielo o el Inframundo aceptaban el don universal de Dioniso. Del cortejo dionisiaco (un carro tirado por panteras y tigres, acompañado de leones, toros, serpientes, ciervos y seres antropomorfos, además del enorme coro de ménades o bacantes, ninfas y mujeres) surge inevitablemente la imagen del carnaval y Bromios, uno de los tantos epítetos del dios, “el ruidoso”. Lo importante de este desfile, sin embargo, no es el residuo de fiesta popular, sino el espectáculo en sí, la visión del flujo de la vida en todas su formas que se revela a quienes participan en el evento. Se sabe que la comedia, la sátira y la tragedia nacen de rituales báquicos. Dioniso se reconoce como el dios del teatro, término que significa “lugar para ver”, una forma de visión que implica una epifanía: revelación de la divinidad durante la escenificación del mito de “aquel tiempo” (illo tempore), en el que se manifestó una realidad universal. Lo importante es que el espectador participa del ritual con el solo hecho de ver y estar ahí: imposible ser testigo de una manifestación de lo divino sin ser afectado. De tal manera que el teatro se convertía en espacio sagrado; el público ateniense lo veía con respeto, sabía que la máscara (prósopon) que utilizaba el actor para presentarse lo convertía en el dios o en el personaje mítico de la representación. En el teatro original no había manera de ver y evitar la participación mística. Para muestra, Acteón, primo hermano de Bromios y hábil cazador, que había sido destruido por sus propios perros de caza por haber sorprendido a la diosa Artemisa, desnuda mientras tomaba un baño con las ninfas. Ver compromete. Cuando Dioniso, en el prólogo de Las bacantes, se presenta bajo la apariencia de un joven sacerdote del nuevo culto que va a instalar en Tebas, el público sabe que, en realidad, se trata del dios mismo, hijo de Zeus y de Sémele, y que el rey Penteo va a sufrir las consecuencias terribles por no reconocerlo, o peor aún, por rehusarse a reconocerlo. Porque, como afirmaba el querido maestro Roberto Calasso, los dioses griegos no castigan por la mala conducta del individuo, como ocurre en la cosmovisión cristiana, sino por no reconocer a una divinidad, hibris fatal, la peor insolencia. La falta de Penteo es doble: no solo es incapaz de ver a quien tiene frente a sus ojos, sino que persigue a las bacantes y encarcela al joven sacerdote, cuando justamente el dios del teatro representa esas fuerzas vitales, en sus innumerables manifestaciones, que no pueden ni deben contenerse so pena de perder la razón. El diálogo entre Dioniso y Penteo se halla entre los más bellos y sutiles de la literatura clásica. El dios —quien sabe que este primo (racional y autoritario, hijo de la hermana que calumnió a su madre) será incapaz de rendirse a esta realidad espiritual— aun así le habla con la verdad. En una lectura superficial, parecería que Baco se vale de la magia para inducir un estado de confusión en Penteo, hacerlo que se vista a la manera de una bacante y espíe los sagrados misterios que practican las ménades. Pero el dios del vino solo expone eso que existe en la psique del rey Penteo, la identificación con aquello que persigue y ataca y el deseo ardiente por saber de los misterios. La tragedia resulta de esta falta de responsabilidad sobre sí mismo. Las bacantes lo despedazan y su propia madre, Ágave, le arranca la cabeza que luego portará en un tirso. Dioniso es un dios de máscaras. Puede manifestarse en la apariencia de un niño o de un adolescente sensual y delicado. En una de las versiones del mito, sus guardianes lo mantienen vestido de mujer para esconderlo de la diosa Hera, su madrastra, o adquiere diferentes formas de animales, como la cabra o el toro. Este niño dios nació con cuernos: inagotables como las manifestaciones de la naturaleza son sus epifanías, sin límites ni definiciones en cuanto al sexo, maneras de amar y transformaciones animales que representan a la vida como es. Tal es el desfile de la orgía perpetua que ofrece Baco. Debido a esa inmediatez de la vida con la que plantas y animales (lo animado que nunca deja de transformarse) se le revelan al individuo, a Dioniso hay que comerlo crudo. Las bacantes practicaban la omofagia, podían comer un leopardo o algún ciervo al instante de despedazarlo. El éxtasis dionisiaco enseñaba que la naturaleza toda era el cuerpo del dios; así lo entienden Calasso, Károly Kerényi y Walter F. Otto, por mencionar algunos de los grandes especialistas en el tema. El sacrificio en los misterios dionisiacos, agrego yo, es el más crudo de todos los que se practicaban en la Antigüedad, en él la sacralización de la naturaleza es directa. El misto, o iniciado, se sabía parte del cuerpo divino, rebosante de flujos y transformaciones inagotables, sacrificador y sacrificado se convertían en parte de lo mismo. Por medio de la danza, el arte que es puro gesto, Dioniso anulaba la distancia entre lo humano y lo divino.
Imposible sustraerse al impacto que produjo en el pensamiento occidental El nacimiento de la tragedia de Nietzsche, con su manera de postular la dinámica entre dos fuerzas antagónicas: la apolínea y la dionisiaca. Dicho de manera muy simple, en la primera predominaba la línea recta, responsable del racionalismo y la sensatez, incluido el oráculo de Delfos que animaba al individuo a pensar y analizar; en la segunda, la música animaba la plenitud y la aceptación de la vida en todo su horror y su belleza. Sócrates y el mismo Eurípides habrían roto el equilibrio entre estas dos fuerzas, drama que desemboca, según el filósofo alemán, en diferentes formas de nihilismo. Aun hoy, la hermenéutica sobre la obra de Nietzsche tiene todavía mucho camino que recorrer. El dilema entre el logos como expresión del pensamiento civilizado, el orden de la polis frente a la expresión de las fuerza inagotables del eros en todas sus transformaciones (la muerte incluida), se expresa como antagonismo eterno. La lección del dios del vino es que la Zoe vence siempre, gana la vida. Cuanto menos capaz se muestre una civilización de reconocer y honrar al dios del frenesí vital, peores las consecuencias. Así lo ilustra Eurípides con el combate y el antagonismo entre Penteo y Dioniso: la cultura más racional, aparentemente civilizada, se halla condenada a reventar de la peor manera, como ocurrió en Alemania con el nazismo. Dioniso significa el éxtasis de la participación mística y el pavor de lo sagrado. Cada uno de los dioses del panteón provoca algo equivalente: el trance de la pitonisa nunca ocurría de manera racional y calculada. Para algunos autores de la Antigüedad, la sacerdotisa de Apolo respiraba los efluvios de un manantial sagrado como preparación para el trance. Desde esta perspectiva, habría que recibir el precepto délfico (“conócete a ti mismo”), que pregonaba Sócrates como amigo de su propio daimón, que no implicaba negar la naturaleza, sino vivir de acuerdo con ella. En la visión del recorrido del alma por el Hades que expone el Fedón, o la celebración en el Banquete de Platón, predomina el éxtasis dionisiaco, por más que Sócrates moralice. Es lícito diferenciar lo apolíneo de lo dionisíaco siempre y cuando se acepte que en la experiencia humana son tendencias inseparables. Dioniso siempre está aquí. Los estudios de Kerényi sobre la tradición dionisiaca rompen con la visión de la escuela positivista de la religión griega que da por hecho que la práctica de los misterios surge de un culto importado desde Asia Menor, o incluso de la India, como puede sugerir la lectura de las Dionisiacas de Nono de Panópolis. Kerényi estudia elementos del equivalente al culto de Dioniso en la civilización minoica, asocia las imágenes de danzas y sacrificios de toros y serpientes con la rica información que ofrecen los ciclos de mitos que van desde el nacimiento de Zeus en una gruta al rapto de Europa que hizo transformado en toro o a Minos, con el laberinto de Creta y su Minotauro. Zagreo (Zagreus) correspondería al nombre del primer Dioniso, que ya en la época clásica se refiere a ese niño dios que los titanes despedazan y devoran por orden de Hera. Solo sobrevive el corazón, mismo que en algunas versiones Zeus se come y es el que recibe el hijo de Sémele en el muslo del padre. En todo caso, propone Kerényi, resulta más claro asociar las tradiciones y las enseñanzas de tales misterios con el Egipto antiguo y rituales como el culto a Osiris, dios que también muere y resucita. El fenomenólogo de la historia de las religiones señala que las llamadas influencias o cultos “importados” tienden a arraigar mejor cuando la cultura local reconoce a la nueva divinidad como expresión de una fuerza que estaba ahí desde siempre, quizá con otros nombres y ritos. Como ocurre con los sueños, en la lógica del mito cualquier dato porta una carga simbólica. El arribo de Dioniso significa que se trata de un dios que llega, que irrumpe en la vida y que resulta fatal no reconocerlo. Si Bromios se asocia, entonces, al frenesí constante de los impulsos vitales, a la vida misma en todas y cualquiera de sus expresiones, el dios del vino nunca puede estar ausente. La ausencia aparente de Baco solo puede significar muerte o avalancha de vida, tsunami de bacantes despedazando lo que encuentren a su paso. Dentro de los ciclos de la vida, la naturaleza vegetal y animal experimenta la muerte y la descomposición, destino que comparte con el ser humano, misterio de toda transformación y garantía de la fuerza indestructible de la vida. En el mito de la gruta donde crece Zeus aparecen las abejas, el más bello de los animales que se le asocian, como el águila. De acuerdo al Ovidio de los Fastos, Dioniso, hijo de Júpiter, descubrió la miel, y las ménades bailaban por donde corrían la leche, la miel y el vino, néctar puro que el ser humano prueba desde que nace. Miel y vino, bebidas de fermentación y renovación de la vida, dones báquicos asociados también a la danza, la de las abejas y la del ritmo del pisoteo de las uvas machacadas por los pies de los cultivadores conscientes de que la técnica habría sido enseñada por el mismo Dioniso. Debido al uso abusivo de pesticidas, monocultivos, manipulación genética en la agricultura y falta de control de plagas y virus nocivos, algunos científicos se muestran preocupados por el riesgo de extinción de las abejas, lo cual significaría, además del desequilibrio ecológico, la ausencia de jovialidad de la vida; un mundo sin Júpiter y Dioniso significa oscuridad, momificación, imposibilidad de gozo y desesperanza total. En cierta medida, las abejas cooperan en la producción y en la salud de las viñas; mi peor pesadilla sería esa: habitar un universo sin miel y sin vino. Importa insistir en que Dioniso está siempre ahí, la fiesta y el carnaval son solo recordatorios, no momentos especiales en los que el dios se manifiesta, pues la vida en sus múltiples formas nunca deja de manifestarse; la celebración de la naturaleza no debería considerarse ruptura con lo cotidiano y liberación de la rutina, sino la manera más auténtica de purificar y renovar las fuerzas vitales del individuo y la comunidad al sumergirse en el flujo del eros y sus metamorfosis. Aunque empobrecido y apenas tolerado por el régimen de jerarquías y orden —la dimensión que el rey Penteo representa—, el carnaval, sus festejos, la sobrevivencia de la orgía sagrada significan salud para la comunidad, disolución de los patrones gastados para renacer con el ímpetu que transmite Dioniso, y así alimentar el trabajo y el orden con fuerza creativa.
Imagen de portada: Juan Bautista Martínez del Mazo, Diana y Acteón, ca. 1650. Museo del Prado, Colección Real