Para Mardonio Carballo, un ariete en el asedio.
“Como pueblos indígenas, estamos orgullosos de nuestros quinientos años de resistencia”, escuchamos hace ya tiempo en una charla ofrecida en el marco de un congreso internacional. Una amiga se dirigió a mí y, susurrando, me dijo: “Yo, sobre todo, más que orgullosa estoy cansada de resistir”. Determinamos después hacer un ejercicio de imaginación en el que nos planteábamos mundos donde los motivos que nos obligaban a la resistencia simplemente no existían. No llegamos, en ese entonces, demasiado lejos. Nos dimos cuenta de que la resistencia era una narrativa que configuraba de raíz nuestra experiencia de habitar el mundo como pueblos indígenas y que, de resistir una y otra vez, los escenarios radicalmente utópicos habían abandonado nuestra imaginación. Mis utopías se hallaban configuradas casi siempre dentro de los límites que implica tener en cuenta la existencia omnipresente de los sistemas de opresión: fantaseaba con cambios legales, radicales si se quiere, pero siempre inscritos dentro del marco del Estado, por citar un ejemplo. Me pareció entonces un ejercicio urgente reconquistarle a la tierra de la utopía un valle de posibilidades inefables hasta ahora. Sin embargo, paradójicamente, tratar de imaginar esos escenarios radicales se convirtió en otra especie de resistencia narrativa. Parecía atrapada. Necesitaba imaginar mundos radicalmente distintos porque incluso las narraciones que me atraviesan funcionaban para evitarlo. Resistía imaginando no resistir, imaginando no tener que resistir. Resistía queriendo escapar a las narrativas de resistencia que eran siempre moldeadas a modo de respuestas a los sistemas de opresión. Entendía, por ejemplo, que la existencia de una bandera mixe (tricolor también), de un escudo propio, de un himno ayuujk y de una ceremonia en la que se les rinde honores significaba un desafío simbólico a la bandera tricolor del Estado mexicano, a su escudo, a su himno, a sus rituales; la existencia de estos símbolos cimbraba los cimientos mismos de la narrativa nacionalista mexicana, pero, al imitarlos, replicaba su estructura y era esta narrativa la que vencía: un mundo en el que los símbolos de una nación, como la mixe en este caso, deben ser banderas, escudos e himnos. ¿Hay otras maneras de simbolizar? Buscar otras alternativas se convertía entonces en una reacción, en un acto de resistencia a la creación de símbolos propia de una categoría de opresión, como lo es el Estado mexicano para los pueblos indígenas. ¿Es imposible obviar la resistencia porque siempre es imposible obviar la opresión? En este tipo de ejercicios aprendí a apreciar el inventario léxico y los mecanismos gramaticales que me ofrece una lengua radicalmente distinta a ésta en la que ahora escribo: la diferencia entre indígena y mestizo es una oposición que ni siquiera está captada de manera léxica en mi lengua materna: el ayuujk, también conocido como mixe. No hay palabras que correspondan a esas categorías ni remotamente; la diferencia, y no es la primera vez que lo apunto, se relaciona con ser ayuujk jä’äy (mixe) y ser akäts (no mixe) que parte el mundo de las identidades colectivas de un modo bastante distinto al que indígena y mestizo lo hacen. Aprecio que mi lengua me provea de breves espacios utópicos, léxicos y gramaticales, que no sean necesariamente una reacción a categorías de opresión y donde se puede parcelar el mundo con categorías léxicas distintas; sin embargo, en este contexto, incluso hablar mi lengua materna es ya un acto de resistencia considerando las políticas de castellanización forzada que fueron ferozmente impuestas. La resistencia, estemos orgullosos de ella o cansados de resistir, configura las relaciones y las experiencias de un mundo ordenado por medio de estructuras de opresión profundamente mezcladas, imbricadas entre sí. Es la prueba evidente de la opresión, pero es también lo que la niega, lo que promete destruirla. En la actualidad los pueblos indígenas resistimos el racismo, los intereses capitalistas que nos despojan de nuestros territorios y fuentes de vida, y al Estado que ha implementado una política integracionista que procura borrar nuestra existencia como naciones distintas de la mexicana que el mismo Estado creó a golpe de nacionalismo. ¿De qué maneras resistimos? Me parece ingenuo tratar de clasificar los tipos y los modos de resistencia de los pueblos indígenas, dado que, si los sistemas de opresión están tan profundamente imbricados entre sí que es casi deshonesto analizarlos por separado, las resistencias de los pueblos indígenas se hallan también entretejidas y crean una red compleja que se opone dinámicamente a los sistemas de opresión. El resto de las líneas de este texto sería una demostración de esta ingenuidad.
La resistencia frontal
Escribo estos párrafos en los días en los que se conmemoran 500 años de la llegada de Hernán Cortés a lo que hoy llamamos México. No hay manera aséptica de nombrar este desembarco. Lo que le siguió fue la guerra y el comienzo del orden colonial que se extiende hasta la actualidad. Los pueblos y naciones que habitaban estas tierras quedaron desde entonces clasificados, racializados y colocados dentro de las categorías que entonces surgieron. Antes no había indios, sino una multitud de pueblos, naciones, estructuras sociales en relaciones complejas y en constante cambio y reconfiguración. La categoría indio se sostiene a partir de las oposiciones que surgieron y que se relacionan también estrechamente con el comercio de esclavos desde el continente africano: español (y más tarde criollo), negro y el sistema de castas que crearon a partir de ello. Indio es una etiqueta que testimonia 500 años de opresión y 500 años de resistencia; esta ambivalencia permite que sea rechazada como categoría de opresión en la misma medida que es reivindicada como una de resistencia. En el libro Feminismos desde Abya Yala. Ideas y proposiciones de las mujeres de 607 pueblos en nuestra América, Francesca Gargallo apunta que “las y los mapuche se niegan a ser llamados indios y rechazan el apelativo de indígenas, pues son mapuche, una nación no colonizada, pero las y los aymaras afirman que ‘si como indios nos conquistaron, como indios nos liberaremos’”.1 Esto sucede también con otras categorías que, surgidas de la opresión, oscilan entre el rechazo y la reivindicación cuando son enunciadas desde la categoría del oprimido: joto, negro, indio. Dentro del nuevo ordenamiento, las resistencias al proceso de colonización fueron frontales. Pero no es posible afirmar que la llamada Guerra de Conquista haya concluido en algún momento. A lo largo de 300 años de Colonia, la resistencia violenta y las rebeliones fueron fenómenos frecuentes. En 1662, la población mixe que había visto su territorio partido en tres alcaldías mayores bajo el gobierno español protagonizó motines y asaltos a las sedes españolas desde las cuales se ejercía el control de su territorio. En 1692 el escritor Carlos Sigüenza y Góngora describió el gran motín que protagonizó la población indígena en la Ciudad de México: “‘¡Ea, señoras!’, se decían las indias en su lengua unas a otras, ‘¡vamos con alegría a esta guerra, y como quiera Dios que se acaben en ella los españoles no importa que muramos sin confesión! ¿No es nuestra esta tierra? Pues ¿qué quieren en ella los españoles?’”. Entre 1734 y 1737 se llevó a cabo la Rebelión de los Pericúes dentro del actual territorio de Baja California Sur para liberarse de los abusos de los españoles. Nombres como el del maya Jacinto Canek, el zapoteco Gerónimo Flores, o el caxcán Francisco Tenamaztle no tienen un lugar preponderante en la historia oficial que se decanta por hablar del comienzo de un mestizaje necesario que justifica el posterior establecimiento del Estado mexicano, mayoritariamente. Casi siempre, quienes encabezaron estos alzamientos fueron castigados ejemplarmente y en muchos casos sus restos fueron desperdigados en lugares públicos para mayor escarmiento. Las rebeliones de pueblos indígenas contra el Estado mexicano a lo largo de su existencia son numerosas. La Guerra de Castas en la península de Yucatán que comenzó en 1847; la llamada Rebelión de Chamula en Chiapas en 1869 y la Guerra del Yaqui en Sonora, que duró entre 1870 y 1880 son algunos ejemplos. El Estado no fue menos violento en la manera en que sofocó y castigó estas rebeliones que se oponían al sistema de opresiones establecido. Estas resistencias armadas pueden rastrearse hasta llegar al muy reciente levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994. Estos modos de resistencia cuestionan la definición misma de ella: ¿puede llamarse sólo resistencia a un levantamiento armado que pretende subvertir el orden establecido de la manera más inmediata posible? Aun con el peso de las terribles represiones que han sufrido las rebeliones de los pueblos indígenas, éstas siguen manifestando vocación por la lucha armada en un choque directo contra las estructuras de opresión; una lucha que, ante un combate frontal, castiga brutal y ejemplarmente al modo colonial. En la lava caliente de la resistencia cotidiana, las rebeliones y la confrontación abierta son el borboteo que se desborda, quema y horada por más efímero que sea. En las resistencias actuales ni siquiera es necesario el uso de la fuerza o de las armas. Cualquiera, abierta y frontal, por más pacífica que sea, pone en riesgo la vida misma. Enfrentar directamente al Estado, a la empresa minera o al Ejército para resistir el despojo implica poner el cuerpo. En la última década más de 83 indígenas fueron asesinados por defender sus territorios, sin contar a aquellos que han sido hostigados, secuestrados, encarcelados, torturados o desaparecidos.
La resistencia insospechada
En un sistema opresor que trabaja por que desaparezcas, seguir existiendo es ya resistencia. Para lograrlo es posible capitular en apariencia y utilizar las estructuras impuestas para subvertirlas y convertirlas en medios para resistir. Con el gradual desmantelamiento de muchas estructuras sociopolíticas del mundo mesoamericano, especialmente en lo que hoy llamamos Oaxaca, surgió una estructura que, en apariencia, era la aceptación de una institución traída por los colonizadores: el cabildo. Los pueblos indígenas de la Sierra Norte, en particular, poco a poco fueron tomando estos elementos mientras creaban y fortalecían uno de los sistemas de resistencia más importantes en la actualidad: la comunalidad, bautizada y descrita detalladamente por el antropólogo mixe Floriberto Díaz y el antropólogo zapoteco Jaime Luna. Las comunidades tienen como máxima autoridad una asamblea general conformada por sus habitantes, que poseen la tierra de manera comunal, y utilizan el apoyo mutuo institucionalizado para gestionar la vida en común. En Oaxaca, y particularmente en ciertas comunidades de la Sierra Norte, es posible observar la bisagra que une las categorías del Estado con las de resistencia insertadas en el mismo sistema al que se oponen: las autoridades comunitarias elegidas en asambleas son también autoridades municipales. Son al mismo tiempo una unidad de gobierno propio y un nivel de gobierno reconocido en la Constitución Política del Estado Mexicano. Esta situación tiene como consecuencia que este tipo de municipios funcione de manera distinta: no existen partidos políticos que se disputen el poder, por lo que no hay campañas para la elección, los funcionarios municipales son a su vez autoridades comunitarias que no reciben salario por su servicio y responden directamente a la asamblea. Buscar activamente ser parte del cabildo suele levantar sospechas y es socialmente sancionado. Estos municipios cuentan, pues, con un sistema normativo propio, distinto al del resto de los municipios del país. La comunidad como núcleo de resistencia ha subvertido la estructura del cabildo colonial para luego insertarse en la figura estatal del municipio y resistir desde ese lugar. Esta doble articulación como cabildo tradicional que responde a la comunidad y como ayuntamiento municipal que pareciera responder al Estado al mismo tiempo permite crear una resistencia constante dentro del propio sistema, pero lo expone también a las dinámicas oficiales. Por un lado, le permite un margen de acción, pues como comunidad indígena con sistema normativo propio tiene el control de la institución municipal, pero por el otro, recibe las presiones a las que esta institución se ve sometida. Muchas comunidades indígenas de otras regiones del país pertenecen a municipios con cabeceras municipales mestizas que eligen a sus funcionarios por medio del sistema de partidos políticos y que en muchos casos perpetúan el colonialismo estatal sobre las comunidades indígenas de manera férrea. En el caso de muchos de los pueblos serranos de Oaxaca es la comunidad la que se ha convertido también en municipio. Esta estrategia que evita la confrontación directa suele presentar aspectos muy interesantes, pues retoma elementos impuestos por el orden colonial y por el Estado y los usa a su favor. A través de la historia, tal estrategia ha sido utilizada para enfrentar ataques a la propiedad comunal de la tierra, por mencionar uno de los más frontales. Dentro de las Leyes de Reforma del siglo XIX en México, la Ley Lerdo supuso la desamortización de las tierras comunales que en su mayoría eran propiedad de las comunidades indígenas. En muchos casos, diversas comunidades implementaron medidas para acatar en apariencia las nuevas disposiciones y volvieron a adquirir sus tierras como pequeña propiedad en las orillas del territorio para mantenerlas en el interior como propiedad comunal. Cuando el control del Estado sobre las finanzas de las comunidades-municipio en Oaxaca pretende ser absoluto mediante la fiscalización hacendaria, estas comunidades mantienen ciertos recursos económicos propios fuera de su control a través de diferentes mecanismos que le permiten seguir conservando su autonomía. Las estrategias que suponen un acato simulado al Estado son muy comunes en diferentes ámbitos de la resistencia de las comunidades y protegen de la represalia que una confrontación directa podría acarrear y en la que la correlación de fuerzas nos pone en desventaja. Este ardid, que implica desacatar acatando, ha sido una de las estrategias de resistencia más importantes, duraderas y exitosas. La negociación constante de aquello que se acata, la búsqueda de las estrategias para evitar la obediencia a aquello que nos supone una afrenta requiere una gran creatividad y un esfuerzo sostenido que ha dado buenos frutos de resistencia. Este modo de resistir explica, en gran parte, la existencia continua de los pueblos indígenas en un país que se ha empeñado durante siglos en integrarnos y desaparecer nuestras organizaciones sociopolíticas, territorios, lenguas, culturas y formas de vida. Sin embargo, siempre queda una duda sobre los efectos que esta negociación constante puede tener sobre los pueblos indígenas y en qué medida al tomar los elementos del sistema opresor, éstos no impactan en las estructuras propias. Este tipo de resistencia puede volverse abierta y de confrontación cuando las circunstancias lo ameritan, cuando está en peligro la integridad del territorio, por ejemplo. Esto explica que las mujeres de Magdalena Teitipac, un pueblo de los valles de Oaxaca, hayan enfrentado a la minera que envenenaba sus tierras poniendo el cuerpo para evitar que las maquinarias entraran a su comunidad cuando ya no quedaba otra opción.
La resistencia como inclusión
Insertarse dentro del sistema legal del Estado para, desde ahí, utilizar sus propios mecanismos y obligarlo a respetar a los pueblos indígenas ha sido una de las estrategias más importantes en los últimos tiempos. El activismo judicial ha logrado que leyes, tratados y cambios a la propia Constitución Política de México se hayan convertido en medios de defensa de los pueblos y los territorios. Sin embargo, la duda acompaña también estos procesos: ¿de qué manera implican un fortalecimiento del aparato estatal? ¿Hasta qué punto estas medidas deben plantearse como un mecanismo necesario sin que el reconocimiento legal se convierta en el único horizonte posible que sacrifique otras utopías más radicales? En ciertas ocasiones los sistemas de validación de la estructura opresora admiten y celebran la inclusión de individuos. El caso de Yalitza Aparicio, protagonista de la película Roma nominada al Óscar como mejor actriz, y el reconocimiento que esta nominación supone dentro del sistema de producción cinematográfica occidental puede leerse, como toda resistencia, de maneras ambivalentes. Por un lado, su inclusión abre debates necesarios que de otro modo no se plantearían en ámbitos privilegiados y, por el otro, fija en el imaginario que los sistemas de validación importantes son los que plantea la cultura opresora que excluye sistemáticamente, pero incluye de manera individual de vez en cuando. La inclusión individual parece sugerir que estos sistemas cerrados de validación pueden cambiar, que pueden desmontarse usando los micrófonos y los reflectores que ofrecen, pero también parece afirmar que los sistemas de validación no occidental son inexistentes o irrelevantes. Resistir implica también sostener y crear sistemas alternativos de validación. El estruendo de la inclusión individual en sistemas de validación occidental oculta la exclusión colectiva en la generación de estos sistemas y en eso reside su riesgo. Infiltrarse en el sistema que ejerce la opresión como acto de resistencia entraña el peligro, inminente siempre, de ser utilizado para legitimarlo. Las resistencias políticas, culturales, lingüísticas o de cualquier tipo se pueden llevar a cabo por confrontación, por acato aparente o por infiltración, pero es verdad que nunca han sido de un solo modo y que son complejas, se tejen y se ejercen al mismo tiempo de formas contradictorias, dinámicas, creativas y muchas veces inconscientes. Nuestra existencia como pueblos indígenas ya es resistir. En un mundo ideal la resistencia no existe porque no existen las opresiones que la motiven. En un mundo ideal nunca existieron. Tratamos de imaginarlo, detalladamente. Y eso también es resistencia.
Imagen de portada: Tlacolulocos, Para entrar al barrio, Tlacolula de Matamoros, Oaxaca, 2017. Cortesía de los artistas