En el centro del campo de visión hay una esfera opaca casi perfecta. Es una célula. Para ser más exactos, es el óvulo de una hembra de mamífero. Debería tener un núcleo, pero no lo tiene. La célula yace ahí, en su minúscula existencia en una placa de laboratorio, como un cascarón vacío, sostenida en su sitio por la punta de una descomunal pipeta de succión que se asoma por el borde izquierdo del campo. Pero no está muerta. Sólo ha perdido su ADN. Para ser más exactos, se lo han quitado. Desde el borde derecho del campo de visión, surge un delgado tubo transparente. Es la punta de una pipeta de transferencia nuclear. En el interior del tubo está acomodado el núcleo de otra célula. La pipeta pica un par de veces al óvulo enucleado y luego con firmeza lo apachurra contra su soporte, se introduce en él y suelta el material genético, que proviene de una célula de otro individuo. La pipeta sale y desaparece. Ocurre una descarga eléctrica y lo que antes era sólo la conjunción de una célula sin núcleo y un núcleo sin célula se convierte en un óvulo fecundado. En el centro del campo de visión de este microscopio está ahora la primera célula de un clon.1 Quien levanta los ojos del microscopio y acomoda la pipeta de transferencia nuclear en su contenedor bien puede ser Ian Wilmut o Keith Campbell, la pareja de científicos británicos que clonó a la oveja Dolly en 1996.2 O quizá sea Min Jung Kim o alguno de sus colaboradores de la Universidad Nacional de Seúl, que en 2015 hicieron el trabajo experimental para clonar por primera vez a un perro.3 La misma técnica, la transferencia nuclear somática, se usó en ambos casos, como también se ha empleado para clonar gatos, vacas, ratones, salamandras y macacos.4 (Nunca humanos, que sepamos). Ese cigoto que tiene el ADN de un organismo adulto será mantenido en un medio de cultivo adecuado y comenzará a dividirse poco a poco. Se convertirá en un embrión y lo implantarán en el útero de una hembra, que servirá como madre sustituta. Si corre con suerte, el embrión llegará a término y se convertirá en un pequeño animal recién nacido, que con el tiempo llegará a ser adulto por segunda vez. Pero no sólo se han producido clones en los laboratorios. Otras especies se clonan a sí mismas todo el tiempo. Es de hecho el modo de reproducción más común, porque es el que llevan a cabo las bacterias, los organismos más abundantes. Una bacteria que está por reproducirse crece, duplica su material genético, constriñe su membrana hasta que ésta se secciona y se divide en dos células, cada una con una copia del material genético original. ¿Cuál es la madre y cuál es la hija? Ninguna. Ambas son clones la una de la otra. La mayoría de los organismos unicelulares, muchas plantas, algunos hongos y varios animales tienen al menos una etapa en sus ciclos de vida que involucra reproducción asexual. Producen clones de sí mismos, individuos con la misma identidad genética.
Ninguno de estos organismos fue llamado “clon” hasta que el concepto comenzó a popularizarse. Salió de la biología muy temprano y se propagó en los medios. En 1945, Aldous Huxley describe en Un mundo feliz a clases de humanos que son creados al dividir en dos o más a un óvulo fecundado. No les llama clones, pero el concepto es el mismo: las clases son homogéneas al interior, pero diferentes las unas con las otras. Para 1977, Obi-Wan Kenobi le decía a Luke Skywalker que había peleado junto con su padre en la “guerra de los clones”. En 1990, Michael Crichton imagina la clonación de animales extintos en Jurassic Park. En 1994, aparece en las viñetas de Spider-Man el primer clon de Peter Parker. En 2001 se estrena la telenovela brasileña O clone. En 2010, Kazuo Ishiguro explora en Nunca me abandones la vida de clones adolescentes que tardan en asimilar que existen para ser los donantes de órganos en beneficio de sus originales. En medio de esta abundancia de nociones de clones y clonación, la noticia de Dolly, el primer animal clonado a partir de una célula de un organismo adulto, fue tan escandalosa que al poco tiempo los niños de primaria, yo entre ellos, estábamos recortando imágenes de la oveja para pegarlas en el papel bond con el que haríamos la exposición en Ciencias Naturales al día siguiente. No escuché ni leí sobre las controversias éticas que suscitó el caso sino hasta muchos años después, pero el miedo primordial parece seguir siendo el mismo incluso hoy: ¿qué pasará cuando la ciencia produzca un ser humano idéntico a otro? No es un peligro que tengamos cerca, me respondería. No lo lograremos por medio de la clonación, al menos.
Un clon es un gemelo
En 1903, el agricultor estadounidense Herbert J. Webber propuso un término para nombrar la propagación de plantas a partir de esquejes. Eligió la palabra griega klon, que literalmente significa “pequeña rama”. A los pocos años, la habían adoptado botánicos y agrónomos y pronto se sugirió que se usara para “cualquier grupo de organismos que tengan un carácter genotípico idéntico y que surjan por cualquier clase de reproducción asexual”.5 En ese entonces, la ciencia de la genética era apenas un retoño en el follaje de la biología. El nuevo término cubría una necesidad conceptual. La reproducción asexual no sólo duplica a un organismo. También era necesario señalar que se estaba duplicando a la par su información genética, “su carácter genotípico”. El original de un clon no es el padre ni la madre, como tampoco el clon es un hijo. Su relación genética es la de los gemelos, pero separados en el tiempo. La primera vez que se clonó a un animal fue en 1885. Hans A. E. Driesch, un embriólogo alemán, tomó un embrión de erizo de mar conformado por dos células, lo agitó hasta que las células se separaron y a partir de cada una de ellas se desarrolló un erizo. El objetivo de Driesch no era multiplicar a los erizos por medio de la agitación manual, sino encontrar evidencia de que cada célula embrionaria tenía los componentes hereditarios necesarios para formar un individuo.6 Experimentos como el suyo fueron cimentando la idea de que los seres vivos no sólo tienen una identidad a partir de sus rasgos observables, sino también una identidad codificada y transmisible de una generación a otra. La noción de la identidad genética es muy poderosa. Tendemos a equipararla con la identidad de un individuo, pero no lo es por completo. Tendemos a compararla con el destino de un individuo, pero tampoco lo es por completo. La idea de duplicar la identidad genética nos hace pensar en la duplicación de la identidad más íntima y propia que puede tener un individuo. Equiparar la identidad genética con la identidad más profunda de un individuo es una tentación muy poderosa. Pero es un error. La identidad genética es difusa y no determina por completo al individuo. Esto lo debimos haber sabido desde que supimos que los gemelos tienen el mismo genoma. Los cuates o mellizos, también llamados gemelos bivitelinos, provienen cada uno de un óvulo y un espermatozoide diferente. Cada uno lleva una mezcla distinta de los cromosomas de sus padres. Son hermanos que nacen al mismo tiempo. Pero un par de gemelos univitelinos, los gemelos en sentido estricto, proviene de una sola pareja de óvulo y espermatozoide que en lugar de formar un cigoto de dos células, se separa en dos cigotos. Cada uno porta la misma mezcla de los cromosomas de sus padres. Son el mismo hermano nacido dos veces. Y sin embargo, no son ni serán completamente idénticos ni tendrán el mismo destino, como cualquier persona que haya convivido con gemelos puede atestiguar. La información cifrada en la cadena de ADN puede tener resultados diferentes en distintas condiciones ambientales. Dos genomas iguales no garantizan dos individuos iguales. La gran mayoría de las plantas de plátano cultivadas en el mundo son pedazos de la misma planta.7 Sin semilla, el plátano sólo puede reproducirse asexualmente. Se saca de la tierra un pedazo subterráneo del ejemplar y se trasplanta en otra tierra. Crece, da frutos, nos lo comemos. Podemos pensar que millones de personas compartimos el fruto del mismo plátano. O que hay millones de clones del mismo platanar. Ambas visiones son correctas. Pero como bien saben los que se dedican a cultivar retoños de la misma planta de plátano en todo el mundo, éste no se da igual en todas las tierras, por mucho que cada clon tenga el mismo o casi el mismo genoma. La molécula de ADN, además, no es una molécula inmaculada. El núcleo no es una caja fuerte y los genes no son archivo muerto, sino todo lo contrario. La célula manipula de múltiples maneras el ADN: lo lee, lo marca, lo empaqueta y lo desempaqueta, lo duplica, lo corta, lo gira, lo estira y lo relaja; lo manosea constantemente con enzimas.
En ese impetuoso proceso de manejo de datos, la información almacenada puede sufrir daños. Pasa en la oficina y pasa en el interior de una célula. El mero hecho de copiar una molécula de ADN produce modificaciones en la información. Podríamos echarle la culpa del error a las enzimas encargadas de realizar la copia y revisarla, pero sería ir demasiado lejos. En medio de la efervescente muchedumbre de biomoléculas que conforman a una célula, en la cual no hay ni un segundo de quietud o paz y siempre hay una molécula empujando por detrás o por delante, cualquiera tiraría café encima del reporte, cualquiera cometería un error al copiar una secuencia de As, Ts, Cs y Gs. La tasa a la que las células humanas cometen errores de copia en el ADN no es demasiado alta. Pero tenemos trillones de células en el cuerpo, y las divisiones por las que han pasado desde que éramos una sola célula son muchas más. La probabilidad de que dos células de nuestro cuerpo tengan al menos un cambio en sus genomas es muy alta. Michael Lynch, biólogo evolutivo y genetista de la Universidad de Indiana, calculó en 2010 que una persona ha acumulado en su cuerpo más de 100 mil billones de mutaciones para la edad adulta.8 Entre tantas células y tanto ADN, las modificaciones a la identidad genética suelen pasar desapercibidas. Pero el cambio ya está hecho. Y ahora sabemos que es la regla, más que la excepción.
Los individuos son mosaicos complejos de células genéticamente distintas, a un grado tal que es improbable que dos células somáticas tengan exactamente el mismo genoma,
escriben Lars A. Forsberg y sus colegas de la Universidad de Uppsala y de Lund, en un artículo en el que plantean la importancia de esta diversidad genética somática para la medicina.9 Así que si hoy tomamos una muestra de dos gemelos de treinta y tantos años, y secuenciamos el genoma de cada una de las células individuales que encontremos, vamos a hallar algunas células con el mismo genoma y algunas células con diferentes genomas. Las identidades genéticas de los gemelos se habrán ido distanciando con el tiempo. Lo mismo pasaría con un clon y su original.
La poderosa tentación de prometernos lo invariable
En la página de inicio de la compañía estadounidense ViaGen Pets te ofrecen razones para clonar a tu perro. “Un perro clonado es simplemente un gemelo genético de tu perro, nacido en una fecha posterior”, argumentan.10 Han convencido a muchos. Barbra Streisand anunció en 2017 que había mandado clonar a su perrita Samantha de 14 años justo después de que muriera.11 Tras pagar 100 mil dólares recibió a cambio dos cachorritas clones, Miss Scarlet y Miss Violet. ViaGen también intenta persuadirnos diciendo que “la identidad genética de los perros clonados es idéntica a la de los originales”. Ahora sabemos que esta afirmación es problemática. A los 14 años, Sammie probablemente acumuló varias mutaciones en la célula a partir de la que hicieron los clones, lo cual podría ocurrir siempre que se usen células adultas en el proceso. Algunos grupos de defensa de derechos de los animales se han pronunciado en contra de la clonación comercial de mascotas.12 El problema, afirman, no es el sufrimiento de los canes clones, sino el de todos los que los rodean. Se precisan varias perras madres sustitutas (y de cientos a miles de embriones que no llegarán a término) para producir un solo perro clon. Pero lo más cuestionable para estas organizaciones es la falsa promesa de recuperar al mismo ser. Y es que el argumento más fuerte que tiene la compañía de clonación es uno que no expresan en voz alta. No tienen que hacerlo porque está en la mente de sus clientes, que llevan décadas oyéndolo en los medios y las obras de la cultura popular: es la promesa de que tendrás una segunda oportunidad de encontrarte con tu perro, de que su pelaje se sentirá tan terso como lo recuerdas, de que responderá a tu silbido con esa tensión en las orejas tan característica de él, de que volverá a aprender todas las órdenes que le dabas, incluyendo aquélla en la que se echaba al suelo como víctima de un balazo, con la que asombraba y divertía a todos en las fiestas porque trataba de quedarse quieto, pero no podía tranquilizar su cola que se azotaba con entusiasmo contra el suelo. Una falsa promesa que implica la falsa premisa de que todo lo que le diste a tu mascota durante los años que pasaron juntos no hizo ninguna diferencia, porque sólo sus genes importaron para que fuera como lo recuerdas. Barbra Streisand cuenta de los clones de Samantha que “tienen diferentes personalidades… Estoy esperando que envejezcan para ver si tienen sus ojos cafés y su seriedad”. Bien podría haber permitido que Samantha tuviera cachorros, que podrían haber heredado esos ojos y esa personalidad. Pero quizá lo que Streisand buscaba era la idea de tener de nuevo a su perra, desde la identidad más profunda, la genética. Es poderosa la tentación de equiparar la identidad genética a la identidad individual. Pero es más poderosa la tendencia de los seres vivos a variar, a pesar de todo lo invariable que compartan. Ojalá pudiéramos decirle a Barbra Streisand que es precisamente por eso que los clones de Samantha fueron a salir tan diferentes.
Imagen de portada: Cuerpo disecado de la oveja Dolly expuesta en el Museo Nacional de Escocia. Fotografía de Mike McBey
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Ésta es una referencia a un video donde se lleva a cabo una transferencia de núcleo de célula somática. Disponible aquí ↩
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I. Wilmut, A. E. Schnieke, J. McWhir, A. J. Kind y K. H. S. Campbell, “Viable offspring derived from fetal and adult mammalian cells”, Nature, febrero de 1997, vol. 385, pp. 810-813. Disponible en este link ↩
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M. J. Kim, H. J. Oh, G. A. Kim et al., “Birth of clones of the world’s first cloned dog”, Scientific Reports, 2017, vol. 7, pp. 1-4. Disponible aquí ↩
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National Human Genome (NIH), Cloning Fact Sheet, 2020. Disponible en este link ↩
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D. P. Steensma, “The origin and evolution of the term ‘clone’”, Leukemia Research, junio de 2017, vol. 57, pp. 97-101. Disponible aquí ↩
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R. G. McKinnell y M. A. Di Berardino, “The biology of cloning: history and rationale”, BioScience, 1999, vol. 49, núm. 11, pp. 875-885. Disponible en este link ↩
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B. Lovett, “Clone Wars: How Fusarium Fungi Control the Banana Industry”, American Society for Microbiology, 24 de junio de 2021. Disponible aquí ↩
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M. Lynch, “Evolution of the mutation rate”, TRENDS in Genetics, agosto de 2010, vol. 26, núm. 8, pp. 345-352. Disponible en este link ↩
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Lars A. Forsberg, David Gisselsson y Jan P. Dumanski, “Mosaicism in health and disease—clones picking up speed”, Nature Reviews Genetics, 2017, vol. 18, pp. 128-142. Disponible aquí ↩
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S. Gibbens, “We Can Clone Pet Dogs—But Is That a Good Idea?”, National Geographic, 28 de febrero de 2018. Disponible aquí ↩
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Our Policies, The Humane Society of the United States, 2021. Disponible en este link ↩