En la glorificación del trabajo, en los discursos ineludibles sobre las bondades del trabajo, veo la misma secreta intención que en los elogios de los actos impersonales y de interés general: el miedo secreto a todo lo individual. Se comprende ahora muy bien, al contemplar el espectáculo del trabajo —es decir, de esa actividad ardua que se extiende de la mañana a la noche—, que no hay mejor policía, pues sirve de freno a cada uno de nosotros y contribuye a que se detenga el desenvolvimiento de la razón, de los apetitos y de los deseos de independencia. El trabajo gasta la fuerza nerviosa en proporciones extraordinarias y priva de esa fuerza a la reflexión, a la meditación, a los ensueños, a los cuidados, al amor y al odio; nos pone delante de los ojos un fin siempre vano, y recompensa con satisfacciones fáciles y del todo comunes. Una sociedad que trabaja rudo y sin descanso gozará de la mayor seguridad, que es lo que el presente adora como si se tratara de una divinidad suprema. Pero lo crucial (¡oh terror!) es que el trabajador es precisamente quien se ha vuelto peligroso. Los individuos peligrosos son legión, y detrás de ellos está el peligro de peligros: el individuum.
Trabajo y aburrimiento
Lo que actualmente identifica a casi todos los hombres en los países civilizados es que deben buscar trabajo porque necesitan salario. Para todos ellos el trabajo es un medio y no un fin en sí mismo; por eso son poco sutiles en la elección del trabajo que realizarán, con tal de que redunde en una ganancia considerable. Ahora bien, son escasos los hombres que prefieren morir de inanición antes que dedicarse sin placer a su trabajo: aquellos hombres selectivos, difíciles de satisfacer, a los que no los contenta una ganancia abundante, cuando el trabajo mismo no es la ganancia de todas las ganancias. A este raro género de hombres pertenecen los artistas y contemplativos de todo tipo, pero también aquellos aficionados al ocio cuya vida transcurre entregados a la caza, los viajes, las conquistas amorosas y la aventura. Ellos aceptan el trabajo y la penuria, con tal de que estén asociados al placer; e incluso, de ser necesario, están dispuestos a realizar el trabajo más pesado. En caso de que esto no suceda, son de una decidida indolencia, aun cuando esta indolencia se acompañe de penurias, deshonor, riesgos para la salud y la vida. No temen tanto al aburrimiento como al trabajo sin placer; en realidad, requieren de mucho aburrimiento si es que aspiran a tener algún éxito en su clase de trabajo. Para el pensador y para todos los espíritus sensibles, el aburrimiento equivale a ese desapacible “amainar del viento” que precede a los viajes afortunados y las corrientes alegres; es preciso que lo tolere, tiene que esperar que produzca en él su efecto —¡eso es justamente lo que los seres más humildes jamás pueden conseguir de sí mismos!— Ahuyentar a como dé lugar el aburrimiento es una vulgaridad, como es una vulgaridad trabajar sin placer. Tal vez el oriental se distingue del europeo en que es capaz de una tranquilidad más dilatada y profunda; incluso sus narcotica actúan lentamente y requieren paciencia, en contraste con la fastidiosa instantaneidad del veneno europeo: el alcohol.
Ocio y desocupación
En la sangre de los indios de Norteamérica hay una fiereza característica que se refleja en la manera en que anhelan el oro. Su jadeante diligencia para el trabajo —el auténtico vicio del Nuevo Mundo— comienza ya a contagiar de esa fiereza a la vieja Europa, y a hacer que se expanda por toda ella una falta de reflexión sin duda sorprendente. Hoy se ha llegado al exceso de avergonzarnos del reposo; una larga meditación casi produce remordimientos de conciencia. Se razona con el reloj en la mano, del mismo modo que el almuerzo del mediodía transcurre con un ojo puesto en la bolsa de valores. Se vive con la continua sensación de que “podríamos estar perdiendo algo”. “Es preferible hacer cualquier cosa antes que nada” —también esta máxima es una cuerda con la que se puede ahorcar toda cultura y todo gusto superior—. Y así como es evidente que todas las formas se desdibujan ante la prisa de los que trabajan, así se desdibuja también el sentimiento por la forma misma, el oído y el ojo para la melodía de los movimientos. La prueba de lo anterior está en la tosca sencillez que hoy se exige en todos lados, en aquellas situaciones en que un hombre quiere pasar el rato con total honestidad con otro hombre, en el trato con los amigos, mujeres, parientes, niños, maestros, alumnos, líderes y príncipes. Ya no se tiene tiempo ni vigor para las ceremonias, para el pacto contraído con los circunloquios, para el espíritu de la conversación y, en general, para toda forma de otium. Pues la existencia, convertida en una cacería del beneficio, obliga sin cesar a que el propio espíritu se gaste hasta el agotamiento en disimularse, engañar o anticiparse: ahora la auténtica virtud es hacer las cosas en menos tiempo que los demás. De esta manera es que se han vuelto escasas las horas que se permite la honestidad; pero como al llegar esas horas uno ya está cansado, no es suficiente con sólo “dejarse ir”, sino que uno procura estirarse a todo lo largo y ancho, desparpajadamente. Las cartas, cuyo estilo y espíritu serán siempre el genuino “signo de los tiempos”, se escriben de acuerdo a esta tendencia. Si es que aún perdura un disfrute en la sociabilidad y las artes, se parece al disfrute del que disponen los esclavos que han trabajado hasta la extenuación. ¡Cuán sobria es la “felicidad” de nuestros hombres, ya sean cultos o incultos! ¡Y esta creciente sospecha frente a toda alegría! Cada vez más las buenas conciencias se ponen del lado del trabajo; la inclinación a la alegría ha cambiado de nombre y, confundida con “la necesidad de reposo”, empieza a avergonzarse ante sí misma. Cuando uno es sorprendido en un día de campo, no tarda en aclarar que “uno es responsable de su salud”. Las cosas podrían llegar tan lejos que pronto nadie se abandonará al impulso hacia la vita contemplativa (es decir, hacia los paseos reflexivos y con amigos) sin autodesprecio y mala conciencia. Ahora bien, ¡en la antigüedad sucedía todo lo contrario! Era el trabajo el que cargaba consigo la mala conciencia. Cuando la penuria orillaba a un hombre de buen linaje a trabajar, se empeñaba en ocultarlo. El esclavo trabajaba bajo el yugo de sentir que hacía algo despreciable —el “hacer” mismo era algo despreciable—. “La distinción y el honor están sólo en el otium y el bellum, en el ocio y la guerra”: ¡así sonaba la voz de la opinión antigua!
Tomado de ”Contra los apologistas del trabajo”, traducción de Luis Klein, Contra el trabajo. Seis ensayos en huelga, Tumbona Ediciones, Ciudad de México, 2012, pp. 41-46.
Imagen de portada: Francis Alÿs, Paradox of Praxis 1 (Sometimes Doing Something Leads to Nothing), Ciudad de México, 1997. Fotografía de Enrique Huerta. Cortesía del artista