Una mañana revisé el celular y tenía en el WhatsApp una foto de un pan que una de mis hijas gemelas había preparado. Tenía un aspecto increíble, esponjoso, caliente y estaba dorado en su exterior. Sentí envidia y hambre inmediatamente pero luego sucedió algo novedoso: el pan que todos celebran como la gran conquista de la humanidad en este encierro —el cual alegra millones de hogares en todo el planeta que agotan la levadura de los mercados— era el alimento más triste que había visto. Antes de la COVID-19 lloraba cuando las veía jugar, al despertar, cuando corrían en la playa detrás de unos pájaros. Con esta mezcla de harina y huevos se me hizo un nudo en la garganta y una marea descontrolada de nervios y lágrimas se apoderó de mí. Las actividades más placenteras para algunos padres, en ocasiones, son deprimentes. Hasta entonces un pan era un pan. No me lastimaba. No era una canción —digamos “Mar” de Carlos Méndez—, ni tampoco una película —digamos Stuart Little—, ni muchos menos un vídeo de ellas bajando un cerro en un pedazo de cartón. Hasta ese día era un pan proveniente de un país que no es Francia. Sin embargo había mutado con el microbio. Los virus cambian significados, al igual que la depresión. El pan tomó la forma de un juez severo y desde que tengo esa imagen conmigo no paro de pensar en que soy un pésimo padre y que este reclamo llegará mañana vestido de odio. Cuando no vives con tus hijos atesoras pérdidas. Te conviertes en un coleccionista de ausencias. Siempre te pierdes su vida por más teléfono que exista. Estás allí pocas veces y esas pocas veces son insuficientes. Cuando no vives con tus hijas y sucede una pandemia te pierdes más piezas del rompecabezas. La COVID-19 me quitó el desayuno con ellas, aquellos momentos en que te dicen que apareció un amor y que odian a sus amigos, o aquel instante cuando te miran detenidamente a los ojos en busca de confianza y este humano más frágil que un frasco simula ser digno compañero de luchas. Por eso el pan que compré en la tienda, que serví caliente, con huevos revueltos y jugo de naranja, en la cabaña donde crecimos o el pan del restaurante que comimos a unos metros de la playa con jamón y queso, en emparedados, al despertar el día, no hacen mayor sentido, porque el valioso, el importante, es el que perdiste. Por eso esa mañana que encendí el teléfono vi en aquel pan una tristeza cabrona. Ese pan recién horneado en la pantalla es el último recuerdo que tengo. Después de la fotografía dañaron el teléfono y no supe más de ellas. Su madre me contó que mi hija se lo comió todo y no lo compartió con su hermana. Desde entonces han pasado casi veinte días y ningún gobierno, ninguna autoridad, nadie, me ha sabido contestar cuándo volveré a desayunar con las gemelas.
Víctor A. Mojica. Es Fundador de Editorial Descarriada y autor del libro Secar en invierno, publicado por Editorial 1390 en San José Costa Rica. Sus trabajos aparecen regularmente publicados en el periódico La Estrella de Panamá. Participó en la última colección de crónicas latinoamericanas de la revista española Cuadernos Hispanoamericanos.
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Imagen de portada: Pan. Fotografía de Ben Ostrowsky, 2007. CC