Entre los variopintos recursos que la humanidad ha usado para cruzar territorios, explorar y entender la complejidad de la naturaleza, la caminata nunca ha pasado de moda. Sin embargo, cualquier viajero que hoy decidiera cruzar México caminando, ya sea de norte a sur o de océano a océano, al abrir un mapa observaría que líneas gruesas y delgadas surcan el país en todas direcciones desde la capital. Todas indican cómo hacerlo en coche, pero ninguna marca el camino a pie. Desde que el humano salió de África hace unos 50 mil años no ha dejado de caminar. Por su propio pie llegó a Europa y Asia, cruzó el estrecho de Bering y llegó a América. Saltó entre archipiélagos y llegó a Oceanía. El buen caminar definitivamente está en la familia, ya que el Homo sapiens no fue el primer homínino (subtribu de los homínidos, completamente bípedos y que caminan erguidos) en cruzar continentes. El Homo erectus salió de África miles de años antes, pero todo apunta a que cuando coincidimos con ellos en Asia los llevamos a la extinción. Como monos pensantes tenemos una larga lista de especies que se extinguieron a nuestro paso, y cada año el listado aumenta. Los motivos por los que nuestros antepasados humanos colonizaron todo el orbe incluyen una serie de cambios climáticos y la consecuente disponibilidad de recursos. Se piensa que en muchas ocasiones seguimos las rutas de migración de aquellas especies que cazábamos, lo que nos llevó a nuevos parajes y continentes; sin embargo, en algún punto de la historia también desarrollamos un gusto por explorar, nacido de la curiosidad. En el arrugado relieve mexicano cualquier caminata recompensaría la curiosidad con la diversidad de flora y fauna que se observa en el recorrido. Si durante miles de años no cedimos ni un solo paso como especie ante las inmensas barreras que imponen la cordillera del Himalaya, la cuenca del Amazonas o el desierto de Gobi, entonces un caminante suficientemente motivado podría cruzar sin problemas desde el mar hasta las alturas de los volcanes nevados, arriba de los cinco mil metros.
En el ensayo titulado Woodsworth in the Tropics, Aldous Huxley critica al poeta decimonónico por ensalzar la naturaleza como un ente armonioso, calmo y ordenado. Argumenta Huxley que si William Woodsworth hubiera salido de su natal Reino Unido y se hubiera asomado a cualquier selva o bosque entre los trópicos, habría tenido una visión más rica y compleja de la naturaleza. Huxley tenía razón y México es un excelente ejemplo de ello: además de alojar un gran número de especies, existe una dramática variación entre los conjuntos que habitan cada uno de los ecosistemas existentes en el país. En unos pocos cientos de kilómetros se pueden encontrar manglares, matorrales llenos de cactáceas, pastizales, selvas húmedas, bosques nublados, bosques templados y glaciares. Para comprobarlo basta con trazar una línea entre el puerto de Veracruz y el de Lázaro Cárdenas, en Michoacán y, en menos de 650 kilómetros, hallar todos los ecosistemas mencionados. Hoy, sin embargo, hemos llenado el mundo de líneas imaginarias que delimitan países y propiedades. Nos dividimos el planeta y, para que conste, construimos muros y cercas que diferencian un lado del otro. En la odisea de atravesar el país a pie esto representa un verdadero desafío, pues México sólo cuenta con un ínfimo 0.2 por ciento de tierras públicas, el resto corresponde a propiedad privada y, en su mayoría, a propiedad ejidal o comunal. Es decir, se tendrían que cruzar las tierras de muchas personas, y esto implica innumerables permisos, puertas y vallas que sortear. No obstante, para otras especies animales los muros de dificultades son más altos que para el humano: hemos construido barreras que constriñen los espacios donde habitan, además de imponer límites físicos que les impiden alcanzar fuentes de agua, alimentos, pareja, escapar del frío o las sequías, y que ponen en peligro su supervivencia. Como biólogo, durante caminatas en bosques, selvas y praderas he atestiguado lo perjudiciales que pueden ser las barreras físicas para la vida silvestre. No es raro encontrar cadáveres de venados atorados en alambres de púas a la mitad de la montaña. Para el berrendo, una especie en peligro de extinción en México, las cercas son una de las principales causas de muerte, ya que no les permiten huir corriendo de sus depredadores y los dejan acorralados. En la frontera norte, después de la construcción del muro fronterizo, el valle de las Ánimas, en Sonora, quedó dividido y una manada de bisontes que solía cruzar de Estados Unidos a México ya no lo puede hacer. Éste es un claro ejemplo de que, en cuanto a barreras, el tamaño sí importa. Se estima que la extensión actual del muro fronterizo podría desconectar las poblaciones de al menos 346 especies terrestres, incluyendo varias que están en serios problemas de conservación en México, como el jaguar, el borrego cimarrón, el ocelote y el oso negro.
Entre la larga lista de desafíos ambientales que representa el proyecto del llamado tren maya en la península de Yucatán resalta el carácter de ese transporte como barrera para la fauna silvestre. De acuerdo con la manifestación de impacto ambiental, la construcción contará con una cerca perimetral a lo largo de todo su recorrido, lo que aislaría a las poblaciones de mamíferos, reptiles y anfibios de la península de Yucatán y, a largo plazo, pondría en peligro la permanencia de sus poblaciones. De completarse los casi 1 500 km de vías que plantea el proyecto, el tren cruzará las reservas de Balamkú y Calakmul, lo que dividiría a las poblaciones de 558 especies de vertebrados que las habitan. No es trivial decir que se limitará el movimiento de fauna en uno de los remanentes de selva más grandes y conectados del continente. Con tantas dificultades para cruzar México por paisajes silvestres, entonces el mapa es fiel a la realidad: la única opción viable para hacerlo es a través de la Red Nacional de Caminos. Acongoja la idea de que sólo sea posible atravesar el país caminando sobre el asfalto, es decir, hacerlo en la antípoda conceptual de deambular en la naturaleza. Los paisajes que antes se cruzaron a pie ahora los atravesamos en autos e, irónicamente, en los caminos, que en su nombre llevan implícita la acción de caminar. Ya nadie camina. Recordé entonces las veces que he tenido que caminar en la carretera: una ocasión que pinché una llanta, otra en la que el coche se quedó sin gasolina; en ambos casos encontré fauna silvestre atropellada. Detrás del volante tampoco es inusual ver los vestigios de animales que fallaron en su intento por cruzar nuestros caminos. Esto no es un problema menor, tan sólo en Estados Unidos se estima que 58 mil personas se lastiman al año por colisiones con fauna silvestre. En especies grandes con bajas tasas reproductivas, como los carnívoros, los atropellamientos causan una dramática reducción de sus poblaciones, lo que puede derivar en la extinción local. En México no tenemos una idea aproximada del número de atropellamientos de fauna silvestre que ocurren año con año, sólo existen unos pocos estudios regionales y registros esporádicos de especies de animales carismáticas que hallaron su muerte en la carretera. El creciente tráfico y la velocidad a la que cruzan los autos han convertido los caminos en verdaderas barreras para los no-humanos. Cada vez son más las investigaciones que, usando pruebas genéticas, pueden diferenciar poblaciones de animales de acuerdo con el lado de la carretera en el que están. Parece que en este mundo tan conectado pero tan poco andado hemos perdido el camino. Más allá de la ausencia de vías pedestres para los humanos, la preocupación que se enmarca en la crisis ambiental actual es que la fauna silvestre pueda recorrer y migrar a lo largo y ancho de México. Desde el homo andante que todos llevamos en los genes, pienso que caminar se convierte en un acto de resistencia, uno que aboga por un mundo con más espacios naturales. Nos recuerda que como humanidad no podemos dar un paso sin considerar a las otras especies que deambulan con nosotros.