Ninguna intimidad auténtica rechaza. Todos los espacios de intimidad se designan mediante una atracción. Gaston Bachelard
I
Corría el año de 2014. Yo acababa de terminar el doctorado que inicié en 2010 en Alemania. Todos esos años residí “permanentemente” en ese país, pero viajaba con frecuencia, y por periodos largos, a Kazajistán, Rusia y la República Popular China (RPC). Hice mi tesis sobre los dunganos (дунгане), una minoría étnica musulmana que habla una lengua que mezcla un par de dialectos del chino del norte con ruso y algunas palabras provenientes de lenguas persas y turcas. Los dunganos suman alrededor de cien mil personas entre Rusia, Kazajistán, Kirguistán y Uzbekistán. Existimos pocas personas en el mundo que investigamos el tema y a menudo no tenemos un foro de discusión común. Esto ha empeorado con los años, luego de que se diera a conocer la existencia de campos de reeducación política en la provincia autónoma uigur de Xinjiang. El tema de las minorías étnicas en la RPC se ha politizado de forma peligrosa y al gobierno le incomoda la discusión de estos asuntos en medios de comunicación masiva o en foros académicos. Pero en 2014 aún no ocurría todo esto. Ese año fui invitada a un congreso sobre las minorías étnicas en las zonas interfronterizas de los países alrededor de la RPC, que se llevó a cabo en Canberra, en la Universidad Nacional Australiana (ANU, por sus siglas en inglés).
Además de acudir al congreso, me interesaba ir a Canberra en particular porque allí vivía la mismísima Svetlana Rimsky-Korsakoff Dyer, autora y traductora de los primeros materiales de la historia dungana con los que yo tuve contacto. La leí por primera vez en 2008, después de regresar de una estancia en el exterior financiada con las extintas “becas mixtas” del entonces llamado Conacyt. Hice trabajo de campo un par de meses entre Rusia, Kazajistán y Kirguistán, estudiando a los uigures que vivían ahí.
En el pueblo de Karakol, al noreste de Kirguistán, existe una de las tres mezquitas con forma de pagoda que construyeron los dunganos tras su llegada como refugiados desde el imperio Qing al imperio Románov, durante el último tercio del siglo XIX. Al mirar esa mezquita sentí un arrobamiento que aún me estremece cuando la evoco. Volví a México y leí un texto de Svetlana Rimsky-Korsakoff Dyer y otro del profesor Victor Mair, quien señalaba con insistencia la importancia de investigar y reflexionar sobre el sistema de escritura dungano. Se trata de una adaptación del alfabeto cirílico para escribir fonéticamente una lengua sinítica, lo cual contradice la decisión de mantener el sistema de escritura chino con los caracteres o hanzi. Guardé este tema para el proyecto doctoral y escribí aquella tesis que tenía pendiente.
Desde que la leí por primera vez, Svetlana se convirtió en mi referencia constante. Toda la escritura de mi tesis implicó comparar sus observaciones con las mías, disentir en algunos puntos, concordar en otros. ¡Y ella había aceptado conocerme!
II
Ese primer artículo ubicaba al pueblo dungano, ofrecía algunas notas de su historia y señalaba temas que eran relevantes y había que estudiar más a profundidad. Además, incluía la traducción del ruso al inglés de un reporte etnográfico publicado en el imperio Románov sobre los dunganos shaanxi en los pueblos hoy kazajos de Sortobe y Masanchi, ubicados justo al norte del río Chu, frontera natural entre Kazajistán y Kirguistán. Ahí viví durante el segundo año de mi doctorado. Pero cuando ellos llegaron, aquello era una sola provincia, la de Semirech’e (Siete Ríos), en el imperio Románov. La URSS trazó la frontera entre Kazajistán y Kirguistán en los años treinta del siglo XX.
Los dunganos shaanxi, hace poco más de un siglo, eran campesinos a los que les gustaba ir por las tardes a los cafés de la ciudad de Tokmok, hoy Kirguistán, donde jugaban a las cartas y fumaban el opio que ellos mismos producían. El opio figuraba en la lista de hierbas traídas de China y los dunganos continuaron produciéndolo artesanalmente hasta la segunda mitad del siglo XX; la morfina en la URSS durante la Segunda Guerra Mundial fue producida gracias a una concesión (más bien, petición) de las autoridades soviéticas para legalizar la obtención de goma de opio dungano. Pero esto fue algo de lo que me enteré después, porque no aparecía en la etnografía imperial.
Leer a Svetlana era leer también lo que los autores en ruso y chino escribían sobre el pueblo dungano, porque ella era la pionera en lengua inglesa. Sin embargo, sus reportes necesitaban ser actualizados y esa era mi misión como investigadora.
A finales del siglo XIX, Sortobe, uno de los dos pueblos donde viví en 2011 y 2012, se llamaba Karakunuz, es decir: “escarabajo negro”, en referencia a la cerrada vestimenta y el velo en color negro que portaban entonces las dunganas. Masanchi se llamaba Yinpan, “barraca”, es decir, lo veían como un campamento, no como el lugar de destino final, el cual era un misterio porque venían huyendo de las autoridades imperiales qing. Karakunuz es una palabra kazaja (túrquica), Yinpan es sinítica.
III
La muy señora Svetlana Rimsky-Korsakoff Dyer es nieta del celebérrimo compositor ruso con quien comparte apellido. Nació en Pekín porque su padre se encontraba en el servicio exterior imperial durante el periodo de la Revolución rusa y la familia decidió establecerse indefinidamente en China. Svetlana creció en el Pekín republicano de la primera mitad del siglo XX. Hablaban ruso en casa, pero todas las demás interacciones sociales eran en chino. Luego llegó la revolución de 1949 y se fundó la RPC. Svetlana se fue a Estados Unidos y después a Australia. No volvió más a Pekín sino hasta la década de 2010 —decía que no podía reconocer su Pekín en esa ciudad—, y solo entonces pudo soltar China.
Sentía que lo mismo le pasaría si iba de nuevo con los dunganos, por eso yo era importante para ella: representaba una fuente de datos nuevos que le permitiría enterarse de los cambios en ellos sin tener que pasar por la dificultad emocional de observarlos. No porque vivieran mal, sino porque los paisajes ya no se parecían a los que ella presenció en el periodo soviético. Verlos por sí misma habría sido confrontar su propia memoria de una manera dolorosa por lo entrañables que resultaban los recuerdos de sus viajes a la URSS.
Para el doctorado en sinología, su profesor le dijo: “Svetlana, tengo el tema perfecto para ti: necesita de alguien que domine como lenguas nativas el chino y el ruso. Es un pueblo del Asia Central: los dunganos”. Ella no lo pensó y escribió todas las etnografías que yo leí para preparar mi viaje a Kazajistán con los dunganos de Svetlana (ella me enfatizó que eran “sus” dunganos los que yo estudiaba).
IV
La conocí en Canberra. Era la leyenda viviente de la etnografía: una mujer con pasaporte australiano que viajaba a la Unión Soviética a estudiar a estos tipos de los que casi nadie sabía. Ya se había jubilado de la ANU, donde enseñó chino toda su vida.
Hizo mucho trabajo de archivo en Taipei, Moscú, Leningrado y Alma Ata. Habló con todos los dunganólogos soviéticos que trabajaban en la Universidad Estatal de Leningrado, “cuna” de la filología sinológica realizada en lengua rusa. También estaba en constante colaboración con la Cátedra de Estudios Uigures y Dunganos del Instituto de Estudios Orientológicos de la Academia de Ciencias de Kazajistán, que se concentraba en los uigures, y con sus homólogos en Kirguistán, que se concentraban en los dunganos.
En la práctica hubo una separación, pero es importante no perder de vista que se colocó a ambos pueblos en el mismo campo de estudio debido a que ambas etnicidades “provenían” de “China”. Con el distanciamiento entre la URSS y la RPC, a partir de los años sesenta del siglo XX, la sinología soviética encontró un sustituto temático en los dunganos centroasiáticos. En tanto fenómeno, es similar a cómo los estudios sobre “China” en el periodo maoísta versaban más sobre espacios de chineidad opaca o debatible, como Hong Kong o Taiwán.
En el imperio Qing, los dunganos, los uigures y todos los musulmanes, sin distinción de especificidades culturales, históricas o lingüísticas, eran conocidos con el término huimin (回民). En el proyecto nacional de Sun Yat-sen, a inicios del siglo XX, el término cambiaría a huizu (回族), pero guardaría la misma opacidad que su antecesor. Después del 1 de octubre de 1949, fecha de la fundación de la RPC, huizu se utilizaría solo para los musulmanes sinófonos (que hablan chino). Los uigures constituyeron una minoría étnica aparte, con una decena más de minorías musulmanas. Todos estos temas se discutían cuando Svetlana visitaba a los dunganos centroasiáticos en sus comunidades. Ella describió el sistema de parentesco, los rituales en torno al matrimonio, los chistes, las canciones, los rituales funerarios, la tradición oral, las etnografías escritas sobre ellos en lengua rusa, la historia de las rebeliones musulmanas por las cuales los dunganos migraron forzadamente hacia el Asia Central. “Escribí todo lo que pude, todo lo que les pregunté”, me dijo.
Desde que los primeros musulmanes llegaron a China provenientes de Asia Central en el siglo VIII d. C., el chino hablado por esos grupos contenía una gran cantidad de palabras de origen persa que se usaban en la vida cotidiana, como el nombre de los días, los números o las estaciones del año. Habría una nueva oleada migratoria de musulmanes desde el Asia Central a China durante el siglo XIV, cuando el imperio mongol confiaba la administración de sus finanzas a los musulmanes y a los judíos y la corte estaba en Pekín, ciudad construida por los mongoles.
En el siglo XVI podemos seguir el pensamiento de estos musulmanes que incluso escriben en xiaoer’jing, una adaptación del alfabeto arábigo para una lengua vernacular sinítica y, por ende, una alternativa al chino clásico: la lengua en la que debía escribirse en el imperio de China. El origen y el destino del desplazamiento se relativizan, así como los mecanismos para poder sentir un vínculo atravesado y maniatado por el cambiante curso de la geopolítica y las fronteras de imperios que caen y dan lugar a experimentos políticos diferenciados, pero convergentes. Al momento de la migración del último tercio del siglo XIX, los dunganos vivían una división muy profunda por motivos teológicos, que los llevó al imperio Románov. Una vez fuera de China, esta división continuó, pero se ramificó de una forma que implicó la dramática llegada de los dunganos a la entonces provincia de Semirech’e en un invierno particularmente inclemente, después de una ardua travesía de un par de meses a pie a través de las montañas de la cordillera del Tian Shan. Todo eso yo lo sabía gracias a Svetlana.
V
En 2014 ella vivía en los suburbios de Canberra. Era feliz de ser una “viejita amargada” que ya no estaba interesada en la sofisticación teórica o en la aventura de cruzar el mundo entero desde Australia hasta esa frontera entre Kazajistán y Kirguistán. Ahora quería descansar. Por eso no veía a nadie, no importaba cuánto insistieran. Pero no aguantó la curiosidad que le inspiró la etnógrafa mexicana que estudiaba a quienes fueron su tema de estudio.
Me preguntó todo de mi vida con los dunganos. Le entregué una copia de mi tesis. Se quejó del título: “¡Demasiado complicado! Pero quiero saber cómo están mis dunganos”. Me contó justo los detalles que yo sabía por leer su obra completa: que gustan de comer en grandes cantidades, pero ella se asumía como una persona más bien frugal; que había mujeres que eran muy libres en cuanto a las decisiones que tomaban y que habían elevado su nivel de estudios en muy poco tiempo; que era una comunidad muy solidaria y se ayudaban entre vecinos como si fueran de la propia familia; pero, también, que les parecían imperdonables los matrimonios fuera de la comunidad dungana centroasiática y eran muy estrictos con eso. También conversamos comparativamente sobre los cambios en la mezcla de idiomas que hacen. Le parecía alucinante la disposición a aprender putonghua, erróneamente conocido como chino mandarín, entre los dunganos que yo estudié, porque en sus expediciones a finales de los años setenta y mediados de los ochenta e inicios de los noventa, los dunganos afirmaban guardar el trauma de haber sido perseguidos en China y presumían su orgullo de ser ciudadanos soviéticos. Los dunganos que yo estudié buscaban ser buenos ciudadanos de Kazajistán y Kirguistán, y recordaban con nostalgia la URSS como parte de su configuración histórica. Así estuvimos hablando toda la tarde.
Svetlana me preguntó: “¿Y ya se toman fotografías las mujeres?, ¡cuando yo fui jamás conseguí una foto de ellas!” Yo le llevé mi primer libro, The Anthropologist as a Mushroom, con muchas fotos y una sección dedicada a ella, solo con mujeres, porque yo había leído en sus etnografías la misma queja que escuché entonces de sus labios. Ella sonrió en la tibieza envolvente y tímida que le daba la luz de media tarde.
Se reunieron las espacialidades y temporalidades: estábamos entre tantas fronteras que podíamos traspasarlas sin que nos produjera angustia. Eso nos lo dieron los dunganos. Fue un encuentro entrañable. Me dio un aventón hacia la parada del camión. Por supuesto que sonaba la música de Rimsky-Korsakoff abuelo a todo volumen mientras viajábamos calladas en el carro.
VI
Eso es la interfrontera: la intimidad total en el tiempo, que no en el espacio. Una alteridad en la que me conecto con le otre sin pretender que sea como yo mientras compartimos el umbral entero de la intimidad: es ahí donde ocurre la conexión más profunda. Una comunidad en el tiempo, aunque con discontinuidad espacial, fenotípica, histórica, lingüística, que conecta de manera particular cada vez, pero siempre de la forma más profunda, en el disfrute pleno de la unicidad del encuentro. Luego eso se convertirá en memoria encarnada. La interfrontera es la confianza de abrir la cuerpa, la intimidad total.
Imagen de portada: Carniceros trabajando en Milyanfan, Kirguistán, 2020. Fotografía de Yam G-Jun