La memoria más de cien años después
Las novelas históricas arriesgan mucho y a veces es complicado lograr un equilibrio entre los hechos históricos y las licencias que se da la imaginación; así como captar la atención de los lectores con temas muy específicos sin tratar de convertirlos en bestsellers, a pesar de los intereses de las editoriales. Flor negra, de Kim Young-ha (Hyesun Ko [trad.], Panorama, 2021), trata de sortear estas “reglas” mientras apuesta por traer a discusión un episodio terrible pero necesario de reconocer en nuestra historia como país: la migración de coreanos a México en el periodo de la explotación henequenera.
El registro de los descendientes de coreanos traídos a México con estos fines había sido nulo o muy escaso hasta hace apenas unos años, cuando comenzaron a hacerse visibles la importancia y presencia que han tenido en distintas regiones del país, en parte por la vastísima cultura que se han esforzado por conservar, y en parte por los intercambios más recientes entre Corea y México. Es alentador que, si bien el trabajo para conocer la historia migrante ha sido arduo, a día de hoy se sabe mucho de los 1033 coreanos que llegaron a trabajar en las plantaciones, una información con la que no cuentan grupos más numerosos, ya sea porque perdieron la atención de las generaciones posteriores o porque las comunidades se dispersaron muy rápido. Esta novela también es una forma de reencuentro con la memoria.
La Asociación Descendientes Coreanos de la Ciudad de México, la Embajada de la República de Corea en México y grupos organizados en distintas partes del país han generado diálogos en torno a una cultura coreano-mexicana viva, a la pertinencia de los estudios sociales sobre procesos de migración asiática, así como a la necesidad de traducir obras literarias o rastrear a los descendientes de los primeros coreanos en territorio nacional para la escritura de su historia. No obstante, ha habido un mayor interés y una mayor labor de rescate de la memoria por parte de Corea que de México, donde se sigue sin nombrar lo que fue este territorio: una tierra fértil para la esclavitud; y lo que es: el resultado de una enorme mezcla de culturas.
Flor negra comienza cerca de Seúl, en el puerto de Chemulpo en 1905, cuando Kim I-Chong (protagonista de la novela) se entera de que la Compañía de Emigración Continental, a través del capitán holandés John G. Meyers, solicita personas para trasladarse a México, donde tendrán trabajo remunerado, comida y vivienda garantizados durante cuatro años. I-Chong, huérfano y con poco más de veinte años de edad, decide emprender el viaje. Por las primeras páginas también desfilan otros personajes importantes para la trama: el intérprete Yong-chun, el sacerdote Pablo Pak, Choe Son-guil o el noble Chong-do.
La tripulación, de más de mil coreanos, solo sabe que México está al sur de Estados Unidos. La noción compartida, a pesar de no tener idea de hacia dónde van con exactitud o de cuáles serán sus funciones, es que podrán hacer dinero muy fácil y rápido, y que su vida será mejor que en Corea (país que acumula guerras y ocupaciones militares, ya sean de China, Japón, Rusia o los mismos yanquis). Por más pesada que fuese su jornada, no podrían estar peor que los migrantes coreanos en Hawái o los campesinos de su país en invierno. Es por ello que en el barco conviven 1033 personas, desde nobles caídos en desgracia a desertores del ejército, pescadores, analfabetas o ladrones, todos ellos vendidos como esclavos sin saberlo. La industria henequenera en Yucatán, que servía a intereses internacionales, estaba en su apogeo y la mano de obra local era insuficiente. Buena parte de la novela narra esta travesía, los dos meses en el océano en un ir y venir de los recuerdos que los personajes principales acumulan antes de zarpar. En el trayecto I-Chong conoce a Yon-su, el objeto de su deseo y quien se convertirá en su amada, descrita como la mujer más hermosa del barco, hija del noble Chong-do y cuya presencia angelical y seductora altera cada corazón a su paso.
El 15 de mayo de 1905 el barco arriba al puerto de Salina Cruz, en Oaxaca. A los pasajeros aún les queda atravesar en tren el istmo de Tehuantepec, el cruce más importante del continente por su estrechez antes de la construcción del canal de Panamá, justo en esos días. Los coreanos, sin saber hacia dónde se dirigían, comprenden al menos una cosa: no están yendo al norte, Estados Unidos no queda por aquí. Comienza la desesperación, los invade la incertidumbre.
Su primera impresión de la península de Yucatán sería aterradora, y no era para menos: habían llegado a un sitio inhóspito, con un calor húmedo que los hacía desfallecer. La selva estaba por otro lado, ellos transitaban un camino de matorrales secos sin posibilidad de encontrar alivio en algún árbol frondoso. Después vino la repartición de esclavos. El trabajo remunerado era una mentira, sus vidas no les pertenecían y ahora formaban parte del infierno de las haciendas henequeneras, donde serían tratados de forma inhumana.
Los coreanos, que habían sufrido episodios dramáticos en su propio país, también atesoraban una tradición espiritual que permeaba cada aspecto de su cotidianidad, por lo que no comprendían por qué los golpeaban con látigos, por qué las jornadas de sol a sol y los castigos infligidos con el mismo henequén lleno de espinas. Tampoco conocían la lengua. Cada hacienda funcionaba como una pequeña ciudad donde eran vigilados hasta en los movimientos más insignificantes, no podían huir, no tenían el apoyo de algún nacional o de personas influyentes que pudieran ayudarles a la repatriación; el cacicazgo yucateco —del que poco se habla porque, como siempre ocurre, resulta más fácil denunciar al de fuera— encarnó el infierno en la tierra para indígenas y esclavos extranjeros.
El contrapeso de este infierno será la relación entre I-Chong y Yon-su. El amorío tenía inconvenientes: del lado coreano, porque una hija de nobles no podía mezclarse con un huérfano pobre, y del mexicano, porque los dos eran esclavos y la vida de ella estaba a disposición de cualquier propietario. A esto se sumaron las revueltas en las haciendas, algunas organizadas por los coreanos, que no prosperaron a causa del miedo, la incapacidad de comunicación y el poder de los hacendados; otras por los indígenas, un poco más efectivas pero también reprimidas a la fuerza.
Flor negra retrata una época convulsa en la que se vislumbran los primeros levantamientos que darían pie a la Revolución mexicana. Debido a que los sucesos más importantes del enfrentamiento civil ocurrieron en el centro y norte del país, los hacendados de Yucatán corrieron con la suerte de mantener su poder un tiempo más: el centro del país enfrentaba sus propios disturbios y, para desgracia de los coreanos, las relaciones diplomáticas con Corea seguían siendo nulas.
Con el paso del tiempo las primeras manifestaciones revolucionarias dictaron el camino de la diáspora coreana en la península y el amor entre I-Chong y Yon-su. Algunos migrantes se integraron a la vida peninsular, otros se dispersaron por el resto del país o huyeron más al sur y participaron activamente en movimientos armados en Guatemala. Kim Young-ha afirma al principio de la novela que “Los coreanos no podían imaginarse un mundo sin ríos y montañas. Y en Yucatán no había ni ríos ni montañas”, sin embargo, hicieron lo posible para sobrevivir al horror y volver al territorio que tanto añoraban, el único objetivo que les daba fuerza para cumplir con el contrato suscrito de cuatro años.
Comencé la lectura de Flor negra impulsada por la curiosidad del desconocimiento de la región donde nací y de la cual proviene la mitad de mi familia. Siempre pensé que apellidos como Pak o Sok-chol, con gran presencia en los pueblos yucatecos, eran de origen maya, incluso la fonética me parecía la misma, sin saber que en realidad son coreanos. Tengo primos que se apellidan Chong, desde niña supe que descendían de coreanos y la historia que me contaron invariablemente comenzaba con “nuestro tatarabuelo que llegó aquí a trabajar”. Otros familiares que descienden de libaneses o chinos dan la misma respuesta: migración por trabajo. Cuesta mucho completar la frase “porque fueron esclavos en las haciendas”: en términos prácticos es más vergonzoso decir que sufrieron el daño a que lo perpetraron. En la actualidad, el rescate de la memoria surge de los propios descendientes en un esfuerzo enorme por explorar su identidad y para recordarnos que una nación que olvida su origen es un edificio sin cimientos, frágil ante cualquier racha de viento.
Imagen de portada: Henequén, ilustración de Curtis’s Botanical Magazine, 1918. Biodiversity Heritage Library. Dominio público