Cae la noche y llueve a cántaros. Por suerte, Luis Cernuda está resguardado dentro de esta casa que no es suya. Observa a un niño de espaldas que, como él, se convertirá en poeta. Manuel Ulacia contempla esa lluvia iluminada por el haz de un farol, absorto tras el cristal de la ventana, aunque en el futuro próximo olvidará esta escena con la naturalidad con la que consagramos la mayoría de las tardes al olvido. Para Cernuda, en cambio, algo en esa tarde es diferente. Plasmará este momento en “El niño tras el cristal”, un poema donde narra el encuentro con un niño cautivado por la lluvia a tal grado que no se da cuenta de que está siendo visto. La última estrofa es ominosa:
Vive en el seno de su fuerza tierna, Todavía sin deseo, sin memoria, El niño, y sin presagio Que afuera el tiempo aguarda Con la vida, al acecho.
En su sombra ya se forma la perla.
Ahí está Manuel Ulacia, refugiado en su niñez todavía. ¿Cuál es la perla que anida en su sombra? ¿Por qué Cernuda intuye un exterior al acecho? “El niño tras el cristal” se publicó en La desolación de la quimera en 1962. Años más tarde, Ulacia escribe que ahí, frente a esa lluvia, Cernuda había descubierto una pieza fundamental de su identidad, mucho antes de que él mismo pudiera vislumbrarla. La casa donde ocurrió este evento es de Paloma Altolaguirre, hija de Concha Méndez y Manuel Altolaguirre, ambos, como Cernuda, poetas españoles exiliados durante la Guerra Civil y miembros de la Generación del 27. Un matrimonio que llegó a México en 1944 y al poco tiempo se disolvió. A pesar del divorcio Altolaguirre y Méndez nunca dejarían de ser amigos. Luis Cernuda llegó a México en 1952 y se instaló donde habitaban Concha Méndez, su hija y su yerno, en la calle de Tres Cruces en Coyoacán. Cernuda vivirá con ellos hasta el día de su muerte. El portón de madera escondía una casa con solo tres cuartos. En la planta baja estaba la recámara de Concha Méndez y un cuarto de servicio designado para el poeta sevillano. En la planta alta, una sola habitación donde dormían Paloma Altolaguirre y su esposo Manuel Ulacia. Al poco tiempo de la llegada de Cernuda, el 16 de mayo de 1953, nació Manuel Ulacia hijo, el niño tras el cristal. El bebé dormía con sus progenitores y con cien polluelos que su padre había pedido de Estados Unidos. La pareja estaba construyendo un gallinero al fondo del jardín pero la obra se había retrasado. Así que, bajo el arrullo rojo del radiador que apagaba los cúmulos de paja y quizá envuelto por un aroma tibio a plumón de polluelo y excremento, Manuel Ulacia pasó sus primeros meses de vida. Un día los pollos abandonaron el nido y empezaron a volar de un lado al otro por todo el cuarto.
El hacinamiento obligó a Paloma y Manuel a convertir el proyecto del gallinero al fondo del jardín en una casa propia. Se quedaron en la casa original Concha Méndez y Cernuda, quien se mudó a la planta alta. Pasaron las estaciones. Se implantaron los hábitos que orquestan a una familia. Cernuda se encargaba de llevar a los niños a la escuela. Todos comían juntos, bajo la sombra creciente y menguante del fresno, pero los desayunos y cenas Cernuda prefería pasarlas solo. Era un hombre solitario. Su máximo placer era ir al cine o a la iglesia cuando estaba vacía. Con la misma devoción, se abría paso entre el terciopelo de los reclinatorios o las butacas y se dejaba bautizar por ese aire luminoso. Un día Cernuda fue al oculista. El doctor apuntó una luz al fondo del ojo y le dijo que tenía que revisarse el corazón. Murió unos días después. Manuel Ulacia tenía diez años. Había perdido a un abuelo postizo, a un compañero y un amigo, pero es improbable que reconociera entonces el peso que tendría el poeta en su vida, como objeto de estudio y como detonador de su propia escritura. Al momento de su muerte, Cernuda le había dado tres regalos decisivos: un disco de Mozart, la dedicatoria de un poema y un fajo de papel para origami. Manuel terminó la carrera de arquitectura en la UNAM, pero muy pronto decidió dedicar su vida a la poesía. A los 22, fundó la revista literaria El Zaguán (1975-1977) junto con Alberto Blanco. Estudió la maestría y el doctorado en literatura hispánica en Yale, donde también había estudiado Xavier Villaurrutia, uno de sus poetas favoritos. Tomó clases de traducción con Haroldo de Campos y Emir Rodríguez Monegal, y escribió su disertación doctoral sobre Cernuda, una investigación que desembocó en un libro llamado Luis Cernuda: Escritura, cuerpo y deseo. En New Haven comenzó una serie de poemas que conformarían su primer libro, La materia como ofrenda, marcados por un paisaje blanco y gélido:
Un viejo quita la nieve que sepulta el jardín. Busca la sombra del cerezo que lo cubrió en verano. Radiografía solar: el esqueleto desnudo las hojas invisibles a la luz. Vendrá la primavera a llenar de flores blancas una tumba en el cementerio de New Haven.
Transcurrieron ocho años hasta la publicación de su siguiente libro de poesía, El río y la piedra (1989), donde destaca un poema de largo aliento sobre la muerte de su padre titulado “La piedra en el fondo”. En él, Ulacia ensayó un registro autobiográfico organizado en torno a un ir y venir entre el presente y el pasado, elementos que reaparecerán de manera más brillante en su siguiente libro. Entonces, Manuel Ulacia retoma ese fajo de papel para origami que Cernuda le había obsequiado y la dedicatoria de “El niño tras el cristal” como elementos de su obra cumbre: “Origami para un día de lluvia”. En este poema de más de 700 versos, Ulacia se sumerge en lo más hondo de sí mismo en búsqueda de la pieza faltante de su identidad, una pista que resuelva el enigma del instante de gestación del deseo homoerótico:
Buscas una imagen, una palabra, una señal en la calle desierta… Buscas una imagen donde puedas reconocerte y la hallas en los versos de Cernuda, a quien habías olvidado.
El título del poema, Origami para un día de lluvia, es un homenaje a las tardes lluviosas de distracción que Manuel Ulacia pasó con Cernuda, pero también evoca una labor ociosa y lírica que consiste en plegar el papel del yo (entero y sin recortes) varias veces hasta que adquiera cierta forma. O quizá Ulacia parte más bien de la forma —el destino abierto de la homosexualidad, la adultez, la identidad consolidada— y la desdobla, pliegue por pliegue, imagen por imagen, para desentrañar los materiales más simples: la niñez, el origen, el papel íntegro antes de la cicatriz de los dobleces. Ulacia recuerda una escena en la cual Cernuda parecía intuir un sello distintivo que los unía:
Y al verte bailar entre los arbustos, coronado de violetas, corría hacia ti desde la casa, con pánico como para impedir con un gesto aquello mismo que había vivido.
Pienso en Cernuda corriendo desde la casa al jardín, desde el presente hacia el pasado de sí mismo, hacia ese reflejo en libertad que veía en el niño de las violetas. Afuera, el futuro al acecho. Origami para un día de lluvia es un testimonio que lamenta y celebra al mismo tiempo las andanzas de Ulacia por ese universo compartido con su maestro. Este libro, la obra cumbre de Ulacia, probablemente no recibió el reconocimiento que merecía en el momento de su publicación debido a los temas que aborda. Quizá las nuevas generaciones estemos mejor equipadas para su lectura, para reconocer en su llana exposición de la homosexualidad, las complicaciones del poliamor y la configuración de la identidad una propuesta fascinante. El legado poético de Manuel Ulacia se encuentra repartido en cinco libros: La materia como ofrenda (UNAM, 1980), El río y la piedra (Pre-textos, 1989), Origami para un día de lluvia (El Tucán de Virginia, 1990 y Pre-textos 1991), El plato azul (Ditoria 1999) y Arabian Knights and Scottish Mornings, que permaneció inédito hasta que James Valender recopiló sus obras líricas completas bajo el título Poesía (1977-2001) (FCE, 2005).1 Además de su estudio sobre Cernuda, Ulacia escribió El árbol milenario: Un recorrido por la obra de Octavio Paz, un trabajo monumental sobre la obra de quien fuera su amigo desde 1973. La perla que Cernuda intuía al centro de Ulacia me resulta cada vez más enigmática. Podría tratarse de una gestación de sensibilidad poética o del sello distintivo del deseo homosexual. Sin embargo, esta premonición marina adquirió un cariz todavía más ominoso el día de la muerte de Ulacia. El 12 de agosto de 2001, Manuel Ulacia murió mientras nadaba en la playa Buenavista a 30 kilómetros de Ixtapa-Zihuatanejo. Tenía 48 años. Su muerte prematura es tan desconcertante como el olvido de su obra. Frente al azar inclemente, conviene no hacer preguntas. El mar, ese papel azul que se desdobla sin remedio, no ofrece respuestas. Hart Crane, otro poeta disidente que murió en aguas mexicanas, ya lo había advertido: “el fondo del mar es cruel”.
Imagen de portada: ©Paloma Ulacia, sin título, 2020. Cortesía de la artista
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Además de la poesía reunida y editada por Valender, destacamos por separado algunos libros de Ulacia: La materia como ofrenda, UNAM, Ciudad de México, 1980; El río y la piedra y Origami para un día de lluvia, ambos editados por Pre-textos/Poesía, Valencia, en 1989 y 1991 respectivamente, y Xavier Villaurrutia, cincuenta años después de su muerte, Conaculta (La Centena. Ensayo), Ciudad de México, 2001. [N. de las E.] ↩