Nadie en su sano juicio lo pondría en duda: la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Éste es un principio de la ley de conservación de la energía y primera ley de la termodinámica. Una de sus implicaciones es que no podemos tener máquinas de movimiento perpetuo, como la rueda de Bhaskara, ya que no pueden generar una energía que las anime eternamente. Gracias a la segunda ley de la termodinámica también sabemos que la energía tiende a degradarse, lo que imposibilita el movimiento perpetuo. La anterior es una teoría que satisface nuestras inquietudes porque aprendimos desde la Ilustración que el discurso científico es el de la razón. Podemos decir que hemos superado la época en la que aceptaríamos una explicación de origen divino, como la que podemos encontrar en un impreso del siglo XVI que expone que son tres los movimientos perpetuos: el de los ríos por influjo de las estrellas, el de los cuerpos celestes y el del alma. Todos son ocasionados por Dios, es decir, no pueden ser de factura humana. Por lo mismo, el autor declara que “el querer hacer mouimiento perpetuo, me marauilla mucho que lo emprenda hombre de entendimiento”. Los avances de la ciencia se han implementado de manera tal que si bien no tenemos máquinas de movimiento perpetuo, sí podemos hablar de ingenierías cada vez más eficientes. El siglo XIX fue testigo de lo que los historiadores llaman Modernidad y la máquina de vapor es producto y síntoma de la misma, así como pieza fundamental de la Revolución industrial inglesa. Pero, ¿cuándo se funda la Modernidad? La otra cara de la misma pregunta es: ¿cuándo se dejó la época anterior? El historiador y medievalista francés Jacques Le Goff propone, por ejemplo, una larga Edad Media que incluya el Renacimiento y termine a mediados del siglo XVIII. En su caracterización de la Historia, Le Goff mueve el foco hacia Francia. De esta manera, lo que ocurra y se vea en París será decisivo para ajustar los cajones en los que acomodamos el tiempo. En un listado de hechos históricos que colocan a Francia en el centro —como la escritura de La Enciclopedia de Diderot y D’Alembert— Le Goff disuelve el derecho que los ingleses han ejercido sobre la máquina de vapor:
el fin de la larga Edad Media se sitúa a mediados del siglo XVIII. Corresponde [entre otras muchas cosas] a la invención de la máquina de vapor concebida por el francés Denis Papin (1647-1712) en 1687, y realizada por el inglés James Watt (1736-1819) en 1769.
Le Goff erige de esta manera a Papin como el legítimo inventor de la máquina de vapor. Llevada al extremo, la industrialización inglesa se convertiría en la consecuencia de un inventor francés. Entonces Le Goff coloca a Denis Papin en su legítimo lugar dentro de la Historia de Occidente. Su memoria ha sido reivindicada a pesar de que digamos “watts” y no “papins”. Es curioso, sin embargo, que el autor del XVI que hablaba del movimiento perpetuo y de Dios no figure en el texto de Le Goff. Una explicación simplista diría que es porque se trata de un navarro que no aporta nada a la conformación de la narrativa francesa, pero todo parece indicar que el inventor real de la máquina de vapor no es Denis, sino el español Jerónimo de Ayanz y Beaumont. Quien en la obra de Lope de Vega Lo que pasa en una tarde había sido elogiado por sus proezas militares —“Alcides nuevo llama / al fuerte don Jerónimo la fama”— y por mandato de Felipe II fue reconocido con la Orden de Calatrava y vería su nombre en un privilegio de invención (documento similar a una patente moderna) que daba fe de varios de sus inventos, entre ellos unos ingenios de vapor. En otras palabras, en el Archivo General de Simancas, a poco más de 10 km del centro de Valladolid, se encuentra la primera patente de una máquina de vapor moderna y su inventor fue Jerónimo de Ayanz. Ayanz es una figura multifacética que desde muy temprano estuvo al servicio de la Corona. Nacido alrededor de 1550, cerca de los 17 años se convirtió en paje de Felipe II. Cuatro años más tarde iniciaría su carrera militar, pero había aprovechado sus años en la Corte para instruirse, como hombre del Renacimiento, en artes y en matemáticas, lo que después le sería muy útil. Entre sus múltiples hazañas se dice que frustró un atentado en contra de Felipe II. Tras la muerte del joven Sebastián I de Portugal en 1578, que no dejó descendencia, su tío Enrique I el Casto, quien en ese entonces era cardenal, tampoco pudo dejar progenie, ya que el Vaticano, que apoyaba a los Austrias, le prohibió abandonar su puesto religioso que lo obligaba al celibato. La muerte de Enrique I, apenas dos años después de la de su sobrino, abrió la puerta para que Felipe II reclamara la corona portuguesa, la cual asumió después de una campaña militar. Cuando el monarca español buscaba afianzar su poder en Lisboa, se dice que un francés que supuestamente trabajaba para la Corona francesa llevaría a cabo un plan para matar al nuevo rey. Gracias a la intervención de Ayanz ese plan no se vio consumado. Su carácter destacado fue reconocido con su nombramiento como gobernador de Martos y en 1597 asumió el cargo de administrador general de las minas del reino. Fue entonces cuando Jerónimo de Ayanz inició un viaje de reconocimiento para analizar la situación de las minas españolas. Durante esta hazaña recibió la noticia del fallecimiento de cuatro de sus hijos que no llegaron a la edad adulta. No interrumpió sus trabajos a pesar de la profunda impresión que el deceso de sus hijos causó en él. Pronto, Ayanz mismo se encontró en el umbral de la muerte. Debido a que estaba a cargo de las minas, en una fundición estuvo expuesto a gases tóxicos que cobraron la vida de su colaborador Florio Soberiano y ocasionaron que los médicos lo desahuciaran. No es de extrañar que varios de los inventos de Ayanz se centraran en mejorar las condiciones de las minas y particularmente en renovar el aire. En ese privilegio de invención de 1606 se encuentra la descripción de una máquina que podía extraer el aire contaminado de las minas, “la primera máquina de aire acondicionado conocida”, señala el historiador Nicolás García Tapia. Uno de los equipos más llamativos diseñados por Ayanz es el de buceo. En agosto de 1602 se realizó una prueba ante el nuevo rey Felipe III, quien quedó maravillado y solicitó a uno de los buzos que, tras más de una hora bajo el agua, saliera a la superficie y declarara si se encontraba bien. Todo marchaba según lo esperado y el buzo comentó que pudo haber permanecido más tiempo bajo el agua. Estos equipos de buceo se utilizaron en 1605 para extraer perlas en lo que es la actual Venezuela. Los inventos del navarro no se vieron confinados a la península: si Nebrija le escribe a la reina Isabel en su Gramática que siempre la lengua fue compañera del Imperio, los inventos de Ayanz ayudaron a que Felipe III pudiera explotar más efectivamente los recursos naturales de sus colonias.
La máquina de vapor de Ayanz fue creada para solucionar un problema que sigue aquejando hoy en día la actividad minera: las inundaciones. Una mina inundada es estéril; para poder explotarla hay que sacar primero el agua. Ayanz diseñó una máquina que utiliza el vapor de la siguiente manera: imaginemos un espacio grande. A la izquierda se encuentra un hipotético depósito de agua, como una alberca, a la que está conectado un tubo con una válvula que permite el paso del agua según esté abierta o cerrada. El agua caería a un segundo depósito cerrado que estaría al centro de nuestro gran espacio. Describir este segundo depósito es un poco más complejo. Afortunadamente, su funcionamiento es de alguna manera similar al de los tetra paks rectangulares con popote que contienen las bebidas que tomamos en la infancia. Este gran contenedor también tendría una pajilla que servía para extraer el líquido; sólo que, en esta versión, estaría en el centro arriba, no cerca de las esquinas. Había otros dos puntos abiertos: por la izquierda, se conectaba a la válvula que describí antes, y por la derecha se unía a una caldera por medio de un tercer tubo. Al calentar el agua de la caldera, el vapor encontraría su camino al gran tetra pak, por el otro lado se abriría la válvula que permitiría el paso del agua y se cuidaría de no llenarla demasiado. El funcionamiento es similar a lo que ocurre si apretamos un tetra pak con la mano: el líquido sale por el popote. De la misma manera, el vapor ejercía presión sobre el espacio del contenedor y obligaba al agua a salir por el tubo. Ésa es la máquina de vapor de Ayanz. García Tapia atribuye el olvido histórico de Ayanz al hecho de que sus patentes están en una sección del Archivo de Simancas que no se había inventariado sino hasta hace poco. Treinta años atrás, el mismo historiador observó que a finales del siglo XVIII Masson de Morvilliers escribía desde Francia que las estructuras monárquicas feudales habían provocado el atraso de la ciencia en España. El prejuicio de que España no es una nación de ciencia permeó las mentes de sus ciudadanos durante el siglo XIX, como muestra el discurso de ingreso a la Real Academia de Ciencias Exactas de José Echegaray, o la manida frase de Unamuno “¡Que inventen ellos!”, donde ellos no son los españoles. En pleno siglo XXI, Le Goff no mira hacia España para encontrar al inventor de la máquina de vapor o algún indicio decisivo del paso a la Modernidad. Quizá entonces las dinámicas del poder cultural que ejercen algunas de las capitales del saber determinan hacia dónde dirigimos la mirada y son responsables de que personas como Jerónimo de Ayanz permanezcan en las sombras.
Imagen de portada: Retrato de Jerónimo de Ayanz y Beaumont. Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, Eulogia Merle