El área inmediata al punto donde cayó la bomba atómica lanzada sobre la ciudad japonesa de Hiroshima alcanzó, por unos instantes, los 4000 °C, es decir, 1000 °C por encima de la temperatura necesaria para vaporizar el hierro. Según algunos cálculos, en cuestión de minutos murieron unas 100 mil personas. Eso representa el doble de las que murieron durante las diez horas que demoró la batalla de Waterloo, en la que cinco ejércitos guerrearon por el futuro de Europa. En Hiroshima, sin embargo, las víctimas fueron civiles inocentes. La intención de demostrar su poderío militar fue lo que motivó a Estados Unidos a lanzar esta bomba, y también la que habría de caer apenas tres días después, el 9 de agosto de 1945, en Nagasaki.
Para bien y para mal, el mérito por la invención de esta arma se lo llevaría el famoso Proyecto Manhattan, y en especial su director, Robert Oppenheimer. Aunque nunca obtuvo un Nobel, Oppenheimer fue reconocido como el “padre de la bomba atómica” y se convirtió en un héroe nacional (aunque después cayó en desgracia en tiempos del macartismo). Fue portada de la revista Time en dos ocasiones (otro de los participantes del Proyecto Manhattan, Edward Teller, “padre de la bomba de hidrógeno”, lo lograría en una ocasión) y recibió en su tiempo una atención mediática sin precedentes para un científico que no fuese Albert Einstein. Su figura, además, fue realzada a mediados de 2023 por el director Christopher Nolan en lo que ya es uno de los taquillazos cinematográficos del año. Sin embargo, la bomba atómica no tuvo “un padre”, sino varios; y hasta podría decirse que cuenta con un árbol genealógico que cubre dos generaciones conformadas por algunas de las mentes más brillantes de todos los tiempos.
Más allá de Einstein, los orígenes del Proyecto pueden rastrearse hasta los estudios del químico alemán Otto Hahn, quien había dado por su cuenta con la posibilidad de la fisión nuclear, aunque no estaba muy seguro de su descubrimiento. Fue la física Lise Meitner y su sobrino, Otto R. Frisch, quienes interpretaron correctamente los resultados de estos experimentos una vez que huyeron de la Alemania nazi, en 1938. Este hecho fue de suma importancia, pues permitió que la noticia de la fisión nuclear llegara primero a los países que conformarían el bando de los Aliados una vez comenzada la Segunda Guerra Mundial. Meitner no llegó a participar en la fabricación de la bomba, y ni siquiera recibió un Nobel por su trabajo sobre la obra de Hahn: una de las grandes injusticias de la historia de la ciencia moderna. No obstante, su nombre fue inmortalizado en la tabla periódica al servir de inspiración para bautizar al elemento 109, el meitnerio.
Frisch, por su parte, sí trabajó en el Proyecto Manhattan, donde coincidió con su maestro, el danés Niels Bohr, uno de los científicos más prominentes de la época, y quizás el único capaz de poner en jaque las ideas de Einstein sobre la mecánica cuántica. Bohr fue el creador de un modelo esencial para entender la estructura del átomo (lo que le valió el Nobel de Física en 1922) y un profesor de fama mundial. Además de Frisch —y, en cierta medida, de un joven Oppenheimer—, el danés tuvo por alumno nada menos que a Werner Heisenberg, que para entonces ya había enunciado el famoso “principio de incertidumbre” y luego sería el líder del proyecto que buscaba darle el arma definitiva a Hitler. Niels Bohr huyó de su natal Copenhague a Suecia debido al avance de las tropas alemanas. Sin embargo, en Estocolmo los nazis intentaron asesinarlo, por lo que escapó a Londres y de ahí a Estados Unidos. Su fuga a Inglaterra la realizó escondido en el compartimento de bombas de un avión Mosquito de combate.
Frisch llegó a Estados Unidos convencido de que una pequeña masa crítica de Uranio-235 podía causar una gran explosión mediante la fisión nuclear. Para su sorpresa, encontró a otros científicos que creían lo mismo. Uno de ellos fue Leó Szilárd, quien apostaba por el potencial de una reacción en cadena, en parte basado en los descubrimientos de Meitner y Frisch, y en parte inspirado en la novela de ciencia ficción The World Set Free (H. G. Wells, 1913), en la que se describe un “explosivo continuo” tan poderoso que podía lo mismo ganar cualquier guerra que destruir el mundo. Szilárd estaba obsesionado con la posibilidad del arma definitiva, y conforme la ciencia avanzaba y la volvía más factible, mayores eran sus temores de que cayera en manos nazis. Esa preocupación lo llevó a redactar una carta dirigida al presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt para convencerle de destinar todos los recursos necesarios a la creación de la bomba atómica. Según este científico húngaro, debía tratarse de un megaproyecto que lograra su objetivo en tiempo récord, de lo contrario, Hitler podría lanzarse con éxito a la conquista de todas las naciones. Para garantizar la atención de Roosevelt, Szilárd consiguió el apoyo —y la firma como coautor— del físico más importante del mundo: Albert Einstein. La carta fue enviada el 2 de agosto de 1939, exactamente un mes antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.
En las instalaciones del Proyecto Manhattan Szilárd tuvo como compañero de trabajo al genio italiano Enrico Fermi, considerado el “arquitecto” de la bomba atómica. En 1939, Fermi era ya un consagrado sabio de la ciencia gracias a que, entre otras cosas, había descubierto los “elementos transuránicos”. Sin embargo, los estudios de Meitner y Frisch le hicieron ver que en realidad no se trataba de nuevos elementos, sino de variaciones isotópicas del uranio conseguidas mediante la fisión. Luego de aceptar su error, Fermi se centró en desarrollar los estudios de los esposos Frédéric e Iréne Juliot-Curie (hija de Marie y Pierre Curie), y el resultado fue una máquina capaz de conseguir una reacción nuclear autosostenida. Además, fue quien propuso usar un isótopo del carbono tan común como el grafito para hacer de moderador de las reacciones en lugar de agua pesada, otro nombre del óxido de deuterio, lo que le dio al equipo de Oppenheimer una considerable ventaja sobre el de Heisenberg.
Otra de las grandes mentes creadoras de la bomba atómica fue la del estadounidense Ernest Lawrence, un hombre con tanto talento para la física como para los negocios y, si se quiere, para la explotación del trabajo ajeno. Además de inventar el ciclotrón, un acelerador de partículas, fue quien desarrolló la separación isotópica del uranio en dos tipos, el enriquecido y el empobrecido, eso sí, con la ayuda del australiano Mark Oliphant y del italiano Emilio Gino Segrè. A este último, por cierto, Lawrence no le pagó el salario que le correspondía como asistente de investigación en la Universidad Berkeley, aprovechándose de su condición de refugiado judío que recién había escapado de la Italia de Mussolini. Sin embargo, Segrè lograría separarse de Lawrence y ser reconocido por dos grandes descubrimientos: el tecnecio (primer elemento sintético de la tabla periódica) y el antiprotón. Por este último fue premiado con el Nobel de Física en 1959. Segrè, además, logró hacerse de un valioso y extenso archivo de imágenes de los científicos más prominentes de su época, pues tenía por pasatiempo la fotografía.
No todos los participantes del Proyecto eran químicos y físicos consagrados. De hecho, podría decirse que de Los Álamos —la sede más conocida del Proyecto Manhattan y donde estaba el equipo de físicos teóricos de Oppenheimer— salió también una generación que habría de aportar nuevos descubrimientos al campo de las ciencias. Quizás el caso más paradigmático sea el de Richard Feynman, un polifacético investigador que, para 1942, no era más que una joven promesa. En el Proyecto Manhattan hizo de auxiliar de cálculos y se volvió muy cercano a Oppenheimer, quien lo valoraba no solo por su potencial científico, sino por su carácter afable y jaranero. Podría decirse que las temerarias bromas de Feynman —una vez le hizo creer a todos sus compañeros que había un espía entre ellos, sin saber que su mentira tenía algo de verdad— y su costumbre de tocar los bongós a todas horas fueron claves para disipar las tensiones que se vivían en Los Álamos. Feynman, a diferencia de la inmensa mayoría de sus compañeros, tenía una personalidad irreverente y no creía mucho en el valor de la jerarquía académica cuando se trataba de defender sus ideas. Ello le trajo algunos enemigos, y también grandes amigos, como el mismo Niels Bohr, quien llegó a decir que solo disfrutaba hablar con Feynman porque era el único capaz de contradecirlo. Al joven científico le quedaba todavía mucho por demostrar para igualar a sus compañeros de Los Álamos. Sin embargo, Oppenheimer supo ver todo su potencial, e incluso movió sus influencias para que lo contrataran en el Departamento de Física de Berkeley. En la carta de recomendación, el líder del Proyecto citó una muy certera frase del científico Eugene Paul Wigner sobre Feynman: “Él es un segundo Dirac, solo que esta vez humano”. El tiempo terminaría por darle la razón a Oppenheimer y a Wigner: el chico de los cálculos ganaría el Nobel de Física veinte años después por sus investigaciones en el campo de la electrodinámica cuántica, y sería el creador del concepto de “nanotecnología”.
La bomba atómica no tuvo uno, sino varios padres y una madre, todos genios temerarios que se aventuraron a descubrir las leyes que conectaban el funcionamiento de las estrellas y galaxias con el del mundo subatómico. Gente que creía posible recrear en un laboratorio las fuerzas que ordenan el cosmos. Unos ganaron el Nobel, otros dieron sus nombres a objetos celestes y nuevos elementos químicos, y otros más fueron medianamente olvidados. Sin embargo, casi todos coincidieron en una misma coordenada espacio temporal, Los Álamos, que resultó ser el escenario perfecto para el crossover científico más grande de la historia de la humanidad.
Imagen de portada: Un avión B-29A sobrevuela Osaka el 1 de junio de 1945. Fotografía de la U.S. Air Force. USGOV-PD